Mi computadora marca las 4.39 del 28 de mayo de 2016. Viernes de noche, ya sábado de mañana. Es la vigilia de la venta: dentro de algunas horas (cinco horas y 20 minutos más o menos) la puerta de este apartamento se abrirá dejando pasar a cientos de fanáticos en busca de hacerse con al menos un libro de la que fue la biblioteca personal de Mario Levrero.

Recién terminaron -o casi- los preparativos del evento, que tendrá lugar desde las 10.00 hasta las 19.00 de hoy, con repetición al día siguiente. Y lo que se respira y se respiró toda la tarde (polvo aparte) es precisamente el aire de una vigilia. Será porque soy italiana y porque allá la Navidad llega al comienzo del invierno, pero me parece vivir dentro de un 24 de diciembre, con la misma sensación de espera ansiosa y de excitación inagotable de un niño, o de un adulto con alma de niño que mira por la ventana, esperando toda la noche que llegue Papá Noel con una bolsa llena de regalos, bajándose de la chimenea o, en este caso, pasando por el patio.

Por la tarde salgo a tirar la basura y veo una luz roja prenderse y apagarse adentro de un tacho: lo que en la oscuridad de las calles de Montevideo me parecía sólo ropa amontonada eran en realidad miembros humanos moviéndose en busca de algo que valiera la pena llevarse; y de hecho, enseguida se encienden los ojos de una cabeza de muchacho que sale de ahí adentro, mirando cada una de mis acciones, mientras el viento se lleva una botella de agua de seis litros vacía, junto a varios pensamientos, que en esa prisa silenciosa y casi inmóvil no tienen la posibilidad de hacerse concretos con toda la carga de angustia y de dolor que llevan consigo, y que desde esa calle, bajo ese farol, y adentro de ese tacho los ojos del muchacho parecen gritar. Vuelvo al apartamento pensando que todo esto es muy Levrero.

Llegó el día, junto a la lluvia y los pájaros -que son los que primeros se despiertan-. Entono un canto navideño y espero el momento de los dones.

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Mi actitud conciliadora haría las cosas más simples haciéndome escribir una nota llena de luz y alegría, pero la verdad es que, como en cada Navidad, aunque siga ilusionándome la previa, el momento de los regalos me genera una frustración sin salida.

Yo llegué a Uruguay el 4 de febrero tras ganar una beca para escribir una tesis de traducción sobre Mario Levrero, autor que hasta ese momento para mí era apenas dos renglones en un manual de literatura hispanoamericana en una biblioteca de la universidad de Pisa, pero una serie de coincidencias hizo que terminara alquilando una habitación en el apartamento del hijastro del escritor, Juan Ignacio Fernández. Sin embargo, a pesar de tener en esa habitación, al alcance de mi mano, una caja de cartón donde Juan Ignacio me había dejado la obra completa de Levrero, no pude escribir hasta ahora ni una línea de mi tesis. Me enredé, detenida frente a la caja de un supermercado, esperando inútilmente que el cajero justificara la existencia del “$ 45,23”, o del “$ 84,99”, para después descubrir que los centésimos dejaron de circular en este país hace décadas, y todo eso para pagar algo que había tardado horas en elegir por la cantidad de ingredientes que pudieran provocarme alergias letales que en realidad no sé si tengo, pero por las dudas... Me perdí en el miedo a los alacranes -a pesar de que me hayan dicho una y otra vez que no existen en Montevideo, sigo revisando las sábanas cada vez que me voy a acostar-; en la convicción de haber tenido dengue varias veces -lo que hizo que me asociara a una emergencia médica cuyo contrato prevé, entre otras cosas, que no se otorgue el servicio si el paciente se encuentra en un piso superior al tercero sin ascensor (por suerte vivo en el segundo)-; en la búsqueda obsesiva de una farmacia homeopática que vendiera lo que yo creía que se debía encontrar en una farmacia homeopática; en la imagen nocturna de un feriado de Carnaval en la Ciudad Vieja, donde en el medio de un paisaje posapocalíptico sólo se ven grupos de policías caminando y un par de niños jugando a la pelota en la congojosa angustia de una plaza Independencia vacía. No podía escribir sobre Levrero si antes no lo encontraba ahí, por las calles oscuras de Montevideo, y en mis sueños, y en el cielo gris de las tardes uruguayas, sobre todo en el atardecer de los domingos, que parecen sin esperanza.

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En esos días de venta estaban destinadas a romperse todas las manijas de la casa, desde la puerta del baño hasta la del edificio, e incluso el tirador de un cajón de una de las habitaciones. Era como si se estuviera rompiendo todo lo que permitiera el acceso a algo. Estaban cayendo las barreras, se estaban abriendo las puertas, los cajones, las cajas... Ya no había nada que se pudiera custodiar, ni siquiera la privacidad de un cuarto de baño. Es la metáfora del cuerpo desnudo, el emblema del vaciarse poco a poco pero inexorablemente.

Mi posición acerca de la venta de los libros de Levrero estaba dividida, complicada: tenía que estar más cercana a la de los críticos y de los investigadores, que acusaban a la familia de vender al por menor una biblioteca que debería estar preservada en una institución pública para su futuro estudio; sentía que era así, al fin y al cabo estoy acá por eso. Sin embargo no lo hice, no investigué, alejándome cada vez más, muy levrerianamente, de una idea de tesis académica, convencional. No me siento una crítica ni una investigadora, pero me fue difícil entender las razones de Juan Ignacio a la hora de tomar la decisión de vender los libros. Sin embargo, ayudé con la venta y, aunque en parte no terminaba de sentirme fuera de lugar, pude ver con mis ojos la felicidad de la gente. La Navidad había llegado de verdad para ellos, y cada uno recibía su don, alrededor del espíritu del Papá Noel de los raros.

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A las 9.55 se escucha el timbre por primera vez, tocado por la mano impaciente de la primera levreriana. Desde ese momento ni nosotros ni el timbre tenemos un momento de descanso.

De tarde salgo a dar un breve paseo y a la vuelta decido tomar un camino diferente del habitual, y casi me pierdo. Pero poco después me cruzo con un chico y una chica con varios libros en la mano y entiendo que estoy cerca de casa. Los veo irse como pájaros llevándose las miguitas en el pico para ir a comerlas a otro lado, en tranquilidad. Yo, en cambio, vuelvo al caos del apartamento, que sigue estando lleno, y siempre hay alguien haciendo la cola. Y así sería por horas. Y el día siguiente lo mismo, aunque un poco más tranquilo, y con otra energía, más de domingo de lluvia. La gente trae té, y bizcochos, y tomamos mate, mientras, como banda sonora, se escucha Gardel, Brassens, los Beatles... la música favorita del autor.

Me encuentro en la cocina cuando un chico pide pasar para saludar a Alicia Hoppe, pareja del escritor durante años, y que también vino a ayudar en estos días. Antes de irse, el chico nos dice que le había dado una sensación increíble sentir que en sus manos estaba algo que antes, en otro tiempo, había estado en las manos de Mario Levrero.

Casi al final de la tarde puedo hablar un rato con Cecilia, que en un blog cuenta, entre otras cosas, su vínculo con Levrero. Hablamos del aire familiar que se respira acá adentro y del círculo luminoso que Levrero logró juntar aun después de su muerte.

En la polémica que vio enfrentados a críticos e investigadores de un lado, y familia y amigos de otro, yo no terminé de encontrar mi lugar y no pude tomar partido, ni me interesaba hacerlo. Es que yo acá podría armar mi propio Diario de la beca, donde, en el intento de escribir una tesis, terminé escribiendo un cuento, y los esbozos de una vida futura, porque viví adentro de Gelatina y de Diario de un canalla juntos; porque cargué con Los muertos de mi pasado y de mi presente por las calles de una ciudad que es La ciudad, que es Montevideo y muchas otras ciudades más; porque viví mis propios Desplazamientos en un tiempo que nunca se dio de manera real, en un tiempo que es y siempre será... Todo el tiempo. Mi mirada vendrá inevitablemente de otro lado, filtrada como atrás de un vidrio, desde otro lado de la ventana: desde este lado de la ventana.