Todo comenzó con un estruendo. Tendría alrededor de 13 años y enganché en MTV uno de esos capítulos de Beavis & Butthead que sólo podías ver pasada la medianoche. Luego de un largo repertorio de videoclips de bandas de grunge o de metal, que se alternaban entre las acotaciones y risas retardadas de esa especie de deidades de la Generación X, en el televisor destartalado del dúo apareció un joven de cabello oxigenado y un ojo muerto que parecía un botón en el rostro de un espantapájaros. Detrás suyo se erigía, como un árbol seco, un guitarrista huesudo y andrógino con un mechón de pelo negrísimo que le tapaba la cara.

La canción era una balada, lo suficientemente plácida y sencilla como para que mis conocimientos de inglés de aquella época me permitieran entender de qué se trataba: el tuerto hablaba sobre una chica de la que estaba enamorado, una chica que era casi como un ángel, que flotaba como una pluma en un mundo hermoso. Para alguien que no era precisamente la persona más popular del liceo, empatizar con el registro trágico del enamorado no correspondido era fácil, pero en el mismo instante en que empezaba a construir en mi cabeza ese mapa mental, a poder adentrarme en aquel algodonoso sufrimiento y compartirlo, el pequeño espantapájaros cantó “desearía ser especial, vos sos tan especial” y, de la nada, la guitarra serenamente arpegiada del hombre-árbol explotó en una irrupción súbita de distorsión. Casi parecía que aquello hubiera sido un error, una especie de acople o saturación de la potencia que conectaba a los equipos de la presentación en vivo del video, pero tras el estruendo el joven se inflaba como un pez globo y gritaba “’cause I’m a creep / I’m a weirdo”. Detrás suyo, el guitarrista parecía haberse conectado a 220 watts y aporreaba su guitarra con un rasgueo tan frenético que desde el codo apenas podía verse un abanico formado de miles de antebrazos fantasmas. La canción volvía a entrar en un oasis de placidez, pero luego de un minuto volvía el estruendo. Beavis preguntaba por qué la canción no podía ser sólo la parte cool del estruendo, Butthead le respondía que si no tuviera la parte romántica apestosa, la parte buena no estaría tan bien. El nombre de la banda era Radiohead y en aquel momento, de pantuflas, a oscuras en el living de mi casa, no sabía que mi vida cambiaría.

El día del funeral de mi abuelo paterno fui al shopping dispuesto a comprarme algún disco -cualquier disco- y ahí, entre los álbumes de REM y Rage Against the Machine, apareció la tapa del bebé-margarita de Pablo Honey (1993). La plata que me robaba de los vueltos dio justo para la transacción y me llevé el disco a casa, esperando cambiar de ánimo. Escuché varias veces Pablo Honey sin lograr hacer ninguna conexión en particular. Escuchaba casi exclusivamente “Creep”, a veces secundándola con “Anyone Can Play Guitar” -todavía no le daba bola a “Blow Out”, el tema más interesante del álbum, que guardaba en sus entrañas todo lo que Radiohead iba a ser en discos futuros- y Pablo Honey fue quedando relegado en el sector más olvidado de mi discoteca. Reescuchando ese disco puedo entender el desencanto: ya aparecían algunos de los grandes tópicos de Radiohead, pero en el cúmulo de influencias, que incluían a Ride, My Bloody Valentine y REM, todavía no estaban ni los andamios de aquel mundo -sonoro y poético- que empezaría a tomar forma a partir de The Bends (1995).

Demoré uno o dos años en volver a darle una oportunidad a la banda. En CD Warehouse vendían a nueve dólares (por aquel entonces, cerca de 130 pesos) OK Computer (1997), y no me pareció mala idea comprarlo, considerando que me gustaba “Paranoid Android”, aquel extraño videoclip animado en el que un verdugo termina cercenándose los brazos y las piernas con un hacha (a veces me lo confundía con “Masacre en el Puticlub”, de Los Redonditos de Ricota). No fue de esos momentos epifánicos en los que una canción cambia por completo la vida de uno, sino un proceso prolongado de escuchar una y otra vez el mismo disco, como una persona con la que uno sale cada vez más seguido, se queda a dormir, empiezan a desayunar juntos, alquilan películas e intercambian libros hasta que uno se descubre completamente mudado.

En cuestión de un mes me terminé comprando el resto de la discografía. Después todo fue más rápido. Me compré libros sobre la banda, aprendí cosas como el nombre de la mujer de Thom Yorke, las operaciones de ojo que tuvo que sufrir de niño, el desgaste en el antebrazo de Jonny Greenwood que lo obligaba a tocar siempre con una prótesis. Me gustaba saber que habían estudiado en Oxford, y pensaba en si los profesores internacionales que eran traídos de esa universidad para tomarme la prueba de speaking del inglés los podían haber conocido. Pude disfrutar con The Bends el placer arqueológico de rastrear los cimientos de todo ese mundo tecnológico alienado que aparecía en OK Computer, y me caí de cara al piso con Kid A (2000) y aquel nuevo planeta en donde se daba por dado lo que en el disco anterior parecía un augurio amenazante. Intenté comprar Amnesiac (2001) por internet para ser el primer uruguayo en tenerlo, pero fracasé estrepitosamente en el intento.

Escribí letras en pupitres, cuadernos y paredes de mi liceo, con lápices, lapiceras, uñas y puntas de compases. Escribí frases como “a pig in a cage on antibiotics” sin tener idea de por qué, como quien dibuja un signo de la paz o una esvástica en un cuaderno por la simple pulsión de ver aquellos símbolos saliendo de la mano de uno. Vagabundeé por distintos sitios de internet dedicados a la banda. Con el chat del ICQ descubrí que regada por el mundo había una familia de fanáticos como yo (un mexicano me dijo que la banda en español más parecida a Radiohead era Jaime Sin Tierra; un holandés me dijo que escuchara a Muse; una inglesa me dijo que era todo un afane a Aphex Twin; un argentino me dijo que el tema de Soda Stereo “Ella usó mi cabeza como un revólver” se anticipó dos años a OK Computer). Bajé todos los b-sides que podía encontrar en el Napster, con mi madre puteándome por cómo ocupaba la línea telefónica. En un festival musical organizado por un liceo de Punta Carretas me enamoré perdidamente -al menos durante esa noche- de una chica que me contó que le gustaba “High and Dry” (año 2001, cuando que te gustara una banda específica todavía significaba algo). Empecé a escuchar música electrónica, que hasta ese momento mi oído rockero había asumido como música falsa. Me fastidió no encontrar en ninguna casa de instrumentos guitarras marca Plank, las que, según el librillo de los discos, tocaban Greenwood y compañía. Estuve un día entero dibujando con drypen indeleble una camiseta completamente recubierta de letras, caricaturas, logos y elementos del arte de las portadas de la banda; fue lo más cercano a hacerme tatuajes que hice en mi vida.

El tiempo pasó, apareció la banda ancha y descubrí otros grupos. Escuché a Autechre y al resto de las bandas de Warp Records, y descubrí todo lo que había venido antes de Kid A. Cuando ya estaba en la facultad me compré Hail to the Thief (2003), y durante un tiempo tuve colgado el póster de aquellos mapas de ciudades repletas de títulos y referencias. Empecé a escuchar a Neu!, Can y el resto del krautrock que había dado forma al sonido de los últimos discos de la banda. De a poco Radiohead ya no me parecía tan novedoso, aunque seguía considerando deslumbrantes varios de sus discos y canciones. Los fui a ver en vivo en Buenos Aires. Salvé a mi hermana de uno de sus varios desmayos ni bien empezó a sonar “Airbag”. Una mina nos preguntó/gritó a un amigo y a mí si estábamos preparados para ver la mejor banda del mundo y ninguno de los dos supo qué decir, porque ya no la considerábamos la mejor banda del mundo. Llegó In Rainbows (2007) y me lo bajé por Megaupload, sin aportar mi granito de arena al revolucionario sistema de “pague lo que le parezca” acuñado en aquella ocasión. De The King of Limbs (2011) me siguieron fascinando algunos temas, pero ThomYorke, con ese sombrero y esos bailes extraños, parecía uno de esos amigos del liceo que uno se encuentra en el bondi y se alegra de ver, pero sin saber mucho de qué hablar. Este año me entero de que llega A Moon Shaped Pool y me encuentro chateando con una chica de veintipocos, convirtiéndome en aquella inglesa que una vez me dijo que era todo afanado a Aphex Twin. Me entero de que Thom Yorke se separó de su mujer, espero que esté bien.

Todo en su justo lugar

Mi historia con Radiohead es la de muchísima gente que conoció a la banda en circunstancias variables, pero con algunos elementos casi idénticos. El quinteto de Oxford- shire no es precisamente lo más exitoso en ventas del momento, ni tampoco la punta de lanza de todas las innovaciones musicales que se están dando hoy en día (algo que a muchos fans les gusta creer). Decir “en un momento sí lo fueron” resulta también discutible, aun considerando el efecto parteaguas que tuvo OK Computer, o aquella inmolación y resurgimiento en algo etéreo que significó Kid A (los dos discos integran el podio de casi cualquier lista de los mejores álbumes de los 90 y los 2000).

Lo que hizo a Radiohead una banda distinta fue la brillantez en el manejo de su propio misterio. Sin que su repertorio se compusiera de canciones necesariamente crípticas -en el fondo, uno puede apresar entre los dedos, como majuga en una encandilada, las referencias a JG Ballard, George Orwell, Philip K Dick o Goethe, el universo despersonalizador, caníbal y panóptico de la digitalización del mundo, su contrapartida disciplinaria y de control, la anestesia vital como única salida ante el terror-, siempre supo manejar con ductilidad no sólo las veleidades de su interna, sino también un conjunto de referencias e imaginería extramusicales mucho más difíciles de asir.

Si uno recorre la carrera de la banda, puede descubrir que Radiohead siempre se alimentó de justamente todo lo que denunciaba. Tras la crítica a los efectos subjetivos producidos por el avance tecnológico y el consumismo, que ya aparecía preformada en The Bends (con canciones como “Fake Plastic Trees”, “Planet Telex” o “Bullet Proof… I wish I was”), en OK Computer se adentraron en las entrañas de la máquina, haciendo del conflicto con la tecnología uno de sus leitmotivs, y ubicando en la canción “Fitter Happier” -en la que una voz robótica similar a la que utiliza Stephen Hawking daba directrices sobre cómo se debería vivir en un nuevo orden mundial- el punto más tenso y diáfano del concepto de ese álbum. Años después, luego de las extensas giras y el malestar mental de los integrantes (algo bien documentado en el film Meeting People is Easy -Grant Gee, 1998-), la banda, a punto de disolverse, pegó un giro radical en lo compositivo y dejó de lado -con la ayuda del productor Nigel Godrich- las cómodas y conocidas guitarras para internarse aun más en ese universo digital y desolador que ellos mismos denunciaban. Kid A tiene como estrella a las ondas martenot, un instrumento electrónico de 1928 que funciona como una cruza entre piano y theremin, pero con una amplitud de sonidos que permite sacar de su caja un cuarteto de cuerdas, vientos o el mismísimo canto de las sirenas.

Siguiendo esta narración, en ese disco los cuerpos ya están disueltos en un flujo de bits indistinto, una especie de progresión en el que el yo se pulveriza, a veces solapándose en repeticiones (como la voz de ThomYorke se desdobla y se multiplica en “Everything in Its Right Place”), y otras fundiéndose en el aire, con “How to Disappear Completely” como el momento apoteósico de esa desintegración.

En Kid A se comenzaba a percibir la influencia en Yorke tanto del género electrónico IDM, con baterías electrónicas de pulsos improbables y frenéticos, como del ambient de Brian Eno, los microclimas gélidos de Philip Glass y el pulso del krautrock. Amnesiac seguiría esa línea de búsqueda, pero mientras que Kid A tenía un carácter orgánico dentro de la desintegración (un proceso ulterior de fusión fría en el que todo parecía ir desde la entropía de las voces a una paradisíaca unidad en la muerte -“Motion Picture Soundrack”-), el disco siguiente ya no presentaba esa unidad y afilaba sus aristas más entrópicas, intercalando pasajes ásperos, violencia y reversiones, en una sucesión de temas paradójicos y momentos altísimos de su carrera. La extrañísima estructura de “Pyramid Song” fascina a músicos y especialistas en la banda: una compleja e improbable fusión entre la progresión de acordes del piano, las cuerdas, el incómodo y a la vez mántrico tempo de la batería y la voz de Yorke, como entregándose a la muerte al decir “no había nada que temer y nada de lo que dudar”.

La tecnología siguió siendo una obsesión de la banda en discos siguientes, incluso en un Hail to the Thief en el que lo puramente abstracto parecía haber quedado de lado, con un retorno de las guitarras que descargaban el malestar moral, psíquico y social en plena era Bush. Posiblemente el disco más furioso y político de la banda, quedó en el incómodo interregno de parecerles demasiado explícito a los ortodoxos de la abstracción electrónica conquistados por los álbumes predecesores, y demasiado raro a los fans de los tiempos de The Bends u OK Computer. Una lástima, porque Hail to the Thief, si bien no es tan regular, tiene los momentos más altos de la imaginería letrística de Yorke, así como algunos de sus momentos más expresivos como cantante (por ejemplo, la angustiosa sensación extorsiva de “A Wolf at the Door”).

Luego del más humano y personal In Rainbows y de The King of Limbs, un disco armado sobre las cada vez más complejas y fragmentadas estructuras percusivas de Phil Selway, el interés por la banda (que había decaído un poco, especialmente por parte de la crítica), parece haberse disparado con A Moon Shaped Pool, en el que el foco se desplazó de lo puramente tecnológico hacia la London Contemporary Orchestra dirigida por Johnny Greenwood (aquel guitarrista-árbol en el video de “Creep”), que dota al álbum de un tenor cinematográfico fácilmente asociable con las numerosas bandas de sonido que han compuesto en los últimos años. Aun los instrumentos de cuerdas tienen un don percusivo y ligeramente disonante.

Yuppies networking

La temática tecnológica no habría tenido el mismo peso si la banda no hubiera hecho de su lenguaje y estética uno de los centros de la cuestión. En relación con esto, es extraño pensar cómo, pese a hacer hincapié en el aspecto desorganizador y despersonalizador de las redes, internet es uno de los espacios que Radiohead ha aprovechado mejor, desde los primeros sitios de fans generadores de culto a la reciente decisión de borrar todo el contenido del sitio oficial y los canales en Youtube de la banda, sólo para lanzar días después su nuevo disco, pasando por la vez que dejaron escuchar entero en la web Kid A, semanas antes de su lanzamiento y en tiempos en que el streaming era apenas conocido, por el cruce del Rubicón que significó habilitar la descarga directa de In Rainbows (como se dijo, gratis o al precio que los fans quisieran pagar).

Vuelvo a ver en mi remera las extrañas inscripciones, letras enteras de canciones, granjeros con cruces en los ojos, indicaciones de peligro de hielo fino y osos de dientes afilados -todas creaciones de Stanley Donwood, responsable gráfico de los discos de Radiohead desde 1994- y me doy cuenta de que, pese a dibujarlas de memoria, no tenía idea de qué significaban. Eran símbolos lo suficientemente amplios para que proyectáramos nuestras propias paranoias y los convirtiéramos en nuestros estigmas, como manchas de Rorschach pegadas al cuerpo. El trabajo de Radiohead con eslóganes e íconos tiene del mundo del marketing del siglo XXI tanto como Pink Floyd tenía de los resabios totalitarios que golpearon a la sociedad inglesa. La comparación va más allá de lo superficial, porque, con independencia de lo musical, el culto a Radiohead ha sido, en los 90 y los 2000, muy parecido a lo que se generó en torno a Pink Floyd en los 70. Los dos grupos hablaron, a su manera, del papel deshumanizador de las maquinarias ideológicas de sus tiempos (en términos de Michel Foucault, Pink Floyd aborda lo proveniente de las sociedades disciplinarias, mientras que Radiohead -fruto de su época- se adentra más en los mecanismos de las sociedades de control) y ambos tuvieron fans que sacaron apuntes estrictos de todo lo que decían, logrando un fuerte sentimiento de comunidad (y también ciertas burlas por su excesiva seriedad y autoconvencimiento).

Detrás de todos esos recursos bien aprovechados hay una estructura corporativa real, en la que cada disco funciona como una especie de sociedad anónima distinta, con el sistema de mercadotecnia y proyectos individuales de cada uno de los integrantes como subcompañías que componen un complejo rizoma de trusts y cárteles, hábilmente distribuidos y desterritorializados.

En definitiva, detrás de Radiohead están, además de sus fans, aquellos yuppies trabajando en red sobre los que deliraba la cambiante “Paranoid Android”, pero toda esa fagocitación del mismo mundo que la banda comenta en forma crítica parece, más que incongruencia o hipocresía, un elemento más de su complejo conceptual, una especie de obra más allá de la obra, en la mejor tradición inglesa.

A la vez, el manejo selectivo de la opacidad por parte de Radiohead salvaguarda, en tiempos de “transparencia total”, uno de los puntos cruciales de su importancia. El misterio no terminó siendo sólo un elemento de marketing, sino que logró hacer de cada álbum una especie de evento, que hacía malabares con las expectativas y proyecciones de sus seguidores y que, como en el caso de muy pocos grupos, llevó a que se repensara, con cada nueva edición, qué podía ser un disco y qué problemas conllevaba eso.

El amor verdadero espera

A Moon Shaped Pool -aun si se toma en cuenta el más convencional In Rainbows- es el primer disco en que la banda parece haber bajado la pelota al piso, concentrándose en el refinamiento pop de los temas más que en el descubrimiento de un nuevo territorio. En el excesivo entusiasmo de crítica y público quizá subyace cierto talante conservador (“por fin se dejaron de joder con el efecto fragmentado y granuloso de los beats electrónicos y la batería de Selway, y tenemos canciones con estribillos”). Analizando este distanciamiento de las complejidades de The King of Limbs, se podría decir que es uno de los álbumes en los que intervienen de modo más parejo -en términos compositivos y de volumen- los cinco integrantes del grupo, pero esto, a su vez, parece volver el sonido un poco chato. Más allá del corte de difusión “Burn The Witch”, con una interesantísima sección de cuerdas en pizzicato, que crece hasta convertirse en la voz de una masa enardecida que se lanza a la caza de brujas (un tema de la canción que probablemente se relaciona con la situación de los refugiados en Europa), el título más relevante del álbum es la versión en disco definitiva de “True Love Waits”, uno de los temas más queridos por los fanáticos de la banda, que apenas había circulado oficialmente en el disco en vivo I Might Be Wrong (2001). Comparar las dos versiones es interesante: en la más antigua, interpretada sólo por Yorke con su guitarra, el amor por el que espera parece estar al alcance de su mano; ahora, el minucioso arreglo para pianos da la impresión de que el cantante diserta en el fondo de una fosa oceánica, hablando consigo mismo, acerca de un amor fantasmal.

Mientras escucho el tema, veo en la manga de la camiseta dibujada 15 años atrás una caricatura que había hecho de Thom Yorke, con aquel distintivo ojo semicerrado y el pelo rapado. Me doy cuenta de que nadie, viendo sólo su actual imagen envejecida y pelilarga, podría adivinar quién es. Recuerdo mi miedo a lavar la remera, después de ver que el color de la tinta se desvanecía. Hace años que no la uso, y ahora sé que en esa descomposición hay algo cifrado sobre la banda y su ansia de perderse en la nada, un concepto que una vez puesto en marcha nunca dejó de funcionar.