Tengo la impresión de que, de tanto repetir aquella máxima, con valor de verdad para mí, que establece que todo acto educativo es también un acto político, hemos terminado por convencernos de que aquel se reduce exclusivamente a este. O sea, hemos reducido el también, que refiere a otras posibilidades además de la que se está enunciando, a un exclusivamente, en función del cual educar implicaría únicamente un acto político. Creo, además, que este es uno de los principales problemas a los que se enfrenta la educación uruguaya en el presente, punto nodal en cualquier explicación acerca de las dificultades que transita.

Recuerdo que cuando comencé mis estudios de grado en Ciencias de la Educación, en los últimos años de la década de los 80, el tratamiento de las relaciones entre educación y política era un tema recurrente en nuestros cursos. Eran años de recuperación democrática, de innumerables desafíos y de necesidad de pensar muchas cosas de nuevo para unos cuantos de mis docentes, que se ubicaban ineludiblemente en la izquierda político-pedagógica. Uno de los autores que leían/leíamos con particular interés era el pedagogo brasileño Dermeval Saviani, fuerte crítico por izquierda de Paulo Freire. Uno de sus textos, “Once tesis sobre educación y política”, nos hacía pensar el problema estableciendo una distinción central. Para Saviani, la política tenía que ver con el arte de vencer y la educación con el de convencer. A partir de allí extraía la conclusión de que, a diferencia de la política, la educación se basa en una forma de relación que se establece entre contrarios no-antagónicos.

Para Saviani, sostener esto no implicaba dejar de reconocer que toda práctica educativa implica una dimensión política (esta era, precisamente, la segunda de sus tesis).

Como sabemos, la lógica política supone la tarea de articular esfuerzos entre quienes no necesariamente piensan igual, pero pueden llegar a ponerse de acuerdo sobre una serie de reivindicaciones, demandas o propuestas. El límite de esa posibilidad de articulación lo constituye la existencia de otros con quienes no es posible lograr puntos de acuerdo, quienes se constituyen como antagónicos, señalando el límite en última instancia de un espacio político. En este límite, la definición de la política podría reducirse a la fórmula “nosotros o ellos”, máxima expresión del antagonismo.

La lógica educativa, como claramente ha señalado la pedagoga mexicana Alicia de Alba, se diferencia de la lógica política en tanto supone una relación que se construye en torno a la noción “nosotros y ellos”. Nosotros y ellos que, siendo diferentes, nos encontramos en una práctica educativa (marcada por la intención de una enseñanza no sólo de “contenidos académicos” sino de todo un conjunto de saberes y prácticas necesarias para participar socialmente).

Sostener lo educativo como un nosotros y ellos supone mantener la posibilidad de un encuentro en el cual, a partir de un reconocimiento del otro no como antagónico (enemigo) sino como diferente, es posible que algo del fascinante proceso de enseñar y aprender suceda. Nada de esto es posible si el otro se constituye para mí en una amenaza o en la más radical contradicción con respecto a aquello que tengo para ofrecer como educador.

A esta altura del planteo, más de un lector se estará preguntando, ¿pero qué tiene todo esto que ver con los problemas de nuestra educación? Intuyendo la pregunta, presento sin más dilación mi hipótesis: es el carácter copulativo de la conjunción “y” el que se encuentra profundamente afectado en nuestra educación. En otras palabras, la tarea de circulación de saberes que debe producir la educación se encuentra profundamente afectada, ya que entre los actores cotidianos de las prácticas educativas ha ganado espacio una posición que tiende a ubicar al otro (docente o alumno, según el caso) en el lugar del antagonismo. No es extraño escuchar a docentes quejarse del desinterés o incluso la violencia con la que algunos de sus alumnos se vinculan con ellos. Tampoco es raro percibir de parte de adolescentes un rechazo a las formas en que algunos de sus docentes se relacionan con ellos. Llevadas a la posición extrema, muchas de estas situaciones suponen la imposibilidad de establecer relaciones educativas e instalan la lógica del nosotros o ellos. Estas tensiones tienden a ser particularmente fuertes cuando los educandos de los que se trata pertenecen a sectores populares que por primera vez acceden a la enseñanza media, ingresando en ella con todo un conjunto de componentes culturales que no se vinculan fácilmente con las normas y pautas de conducta tradicionalmente vigentes en los establecimientos educativos.

Desde las políticas educativas, tienden a circular respuestas a estas situaciones que oscilan entre la promoción de formas de inclusión, que suelen traducirse en la práctica en el mandato de contener a los estudiantes en los centros educativos, y formas de patologización de las diferencias, que tienden a construirlas como disfunciones de orden psíquico que ameritan un tratamiento psicólogico, cuando no psquiátrico. En ambos casos, la función copulativa de la y parece ceder terreno a una lógica disyuntiva peligrosamente cercana a la formulación de la lógica política. Esta lógica podría definirse como ubicada a medio camino entre lo educativo y lo político: nosotros y/o ellos, en la cual el lugar del otro transita entre la subordinación o la expulsión.

Los gremios docentes, celosos defensores de los derechos de los trabajadores, como corresponde, muchas veces actúan por reflejo, solicitando atención a casos puntuales cuando llegan a límites que perciben como inaceptables. El paro del jueves 16, producido ante un “caso” específico, puede ser un ejemplo de esta situación. Se fundamentó en un llamado de atención al Consejo de Educación Secundaria, planteándose específicamente que no se pretendía estigmatizar al adolescente en cuestión. Quizá otras medidas se podrían haber tomado si se hubiera colocado en consideración el impacto que en términos subjetivos es posible que la medida tuviera en dicho adolescente y en muchos otros de similar posición social, cultural y económica. Me refiero a la necesidad de comprender que seguramente estos adolescentes hayan recibido el mensaje -aunque no fuera esa la intención- de que el paro era contra ellos.

Estos dos ejemplos, que por supuesto no agotan el conjunto de perspectivas existentes en el campo de las políticas educativas ni en el gremial, nos acercan peligrosamente a la renuncia de la responsabilidad de educar que corresponde a las generaciones adultas.

Mientras tanto, con muy poco reconocimiento y escasa cobertura mediática, muchísimos docentes y educadores en distintos lugares de la educación pública uruguaya reeditan cada día el esfuerzo por construir un nosotros y ellos, en el que más allá de las complejidades y los conflictos que supone educar se pueda efectivamente establecer lazos que permitan la circulación de saberes socialmente valiosos y significativos. Creo que todos quienes tenemos algo que ver con la educación podríamos poner nuestro granito de arena para tener una mejor situación si colaboráramos en la difusión, profundización y extensión de este tipo de acciones, cada uno desde el lugar que le corresponde. Mientras tanto, no estaría mal si instaláramos con convicción la más importante de las prácticas político-pedagógicas, aquella que supone la autocrítica y la reflexión en cuanto a la responsabilidad que a cada uno nos cabe en la producción de los problemas educativos. Un poco de utopía tampoco vendría mal, en el sentido que alguna vez propuso Theodor Adorno: “Sin miedo, poder ser de otra manera”.