El fútbol, como la vida, es algo inconmensurable. Estoy con el corazón estrujado y las gambas agarrotadas de sacar y sacar, sentado al lado de una estufa frente a un televisor conectado por el hdmi a una computadora que desgaja voces en francés de un partido en el que juegan islandeses e ingleses. La gente que me rodea, que no entiende francés, inglés ni islandés, no entiende lo que le hablo al arquero, lo que le pido al half, lo que quiero del 9. No entienden por qué este gordo morocho de lanas largas y championes Pampero queda helado, literal y metafóricamente, viendo a Islandia. No soy el único. Y aquí estamos. ¡Islandia nomá!

Dónde han ido a parar

Un par de imágenes inequívocas pero absolutamente coyunturales se me cruzan y componen una nueva situación, un disparador que amenaza evolucionar -o involucionar- hacia un concepto, fallida hipótesis, plástica realidad virtual. Una treintena de rubios nórdicos, vikingos lejos de sus extrañas tierras llenas de fuego y nieve, cenizas y frío, lava y aguas termales, extasiados tras la conquista en tierra firme, saludan, con un rito recuperado de otros encuentros ancestrales, a su tribu: centenas, miles de ellos, que en el mar de la esperanza han llegado a la tierra de los galos para ver, lejos de la barbarie y cerca de lo lúdico, un momento único en el fútbol de aquel país tan antiguo en su concepción de nación, tan nuevo en su identificación por medio del más popular de los deportes. 30 saludan a 10.000, 20.000. Esos vikingos que desde el siglo IX viven entre 200 volcanes, glaciares y géiseres decidieron tomar por las buenas las costas del fútbol; con una población sensiblemente inferior a la del departamento de Canelones -los islandeses son 323.000, mientras que los canarios, según el censo de 2011, son 520.000-, se metieron por primera vez en la fase final de un campeonato de naciones. La cosa no empezó ahora: estuvieron a nada de entrar al Mundial de Brasil 2014 y reafirmaron sus expectativas metiéndose en la fase final de esta Euro de Francia e incluso rematando su acción en un complejo grupo, con un triunfo épico e invictos.

Es entonces que, de alguna manera, quiero reflejar a esa gente que se junta en un córner de Francia y exporta un rito, como el juego, de otras islas y hace suya esa forma de saludo tribal de palmas arriba en síncopas aceleradas; a ese Carlos Solé posmoderno que, berreando en inteligibles fonemas guturales, grita el gol de la victoria frente a Austria. Entonces me doy contra otro rito iniciático de la historia del fútbol mundial y entiendo, quiero creer que hay una conexión que me lleva a estar acá. Es que mi computadora, mi herramienta de trabajo, tiene como pantalla de inicio una foto, muy nítida, muy precisa, que cada día me hace viajar en el tiempo hacia la piedra fundamental de la señal de éxito en el deporte: la vuelta olímpica. Y ahí van el Terrible Nasazzi, Perucho Petrone, la Maravilla Negra José Leandro Andrade, el Buzo Mazali, y día tras día veo y descubro las caras maravilladas de aquellos parisinos que saludaban a sus nuevos ídolos haciendo volar los ranchos de paja. Entonces, antes de empezar mi deshielo con Islandia, creo que realmente les está pasando lo mismo que a mis héroes de celeste, porque esto no se mide en victorias, sino en tardes-noches épicas.

Jaque pastor

Supe de Reikiavik hace mucho tiempo, tantos pero tantos años, que tuve que revisar varias fuentes para ver si era cierto que yo, como imagino que les habrá ocurrido a miles de niños y no tan niños, supimos de la capital de Islandia en 1972. Fue en esa ciudad de nombre raro y difícil pronunciación, de un país chiquito y frío, donde se jugó la etapa final del título mundial de ajedrez entre el estadounidense Bobby Fischer y el soviético Boris Spassky. Mi vida eran la escuela y la pelota, o la pelota y la escuela, y a falta de PlayStation, Family, Nintendo y todas esas porquerías de índole electrónica, nuestros juegos y diversiones no-físicos eran las damas, la escoba de 15, la conga y, para muchos, el ajedrez.

Día a día, por los diarios -en casa se compraba El Popular y El Día- fuimos avanzando en aquel duelo sensacional a 20 partidas. Yo comí con el Boris -¡mirá si iba a hinchar por Bobby Fischer!-, pero no me acuerdo de cómo me fue con mi amigo Ricardo Alcalde en nuestras 20 partidas en el campeonato mundial infantil de Capitán Videla y Francisco Llambí.

Sinvergüenzón

Volví a Islandia cuando Andrés Salcedo, junto al Flaco Paikel y la tripulación de Transtel, nos presentó al Sinvergüenzón Ásgeir Sigurvinsson, que jugaba en la albirroja de Stuttgart en nuestras pantallas de televisión en blanco y negro.

Ahora hace cuatro años -en este caso lo sé con precisión, porque Twitter me lo revela con más transparencia que una pompita- empecé a prenderme con la selección, a seguir su cuenta y hasta la de la aerolínea que los trasladaba, y a sentir el calor en el pecho de aquella tierra tan fría.

Para mí, que trabajo como periodista y he tratado de acrecentar mi especialización en lo deportivo, lo primero es lo de acá, lo de mi ámbito, lo de los míos; no soy de darle mucha bolilla a la Euro. Por eso, ese campeonato para mí empezó el 14 de junio, el día del partido con los portugueses. Como estaba disgustado con el trato que le daban las duplas hispanohablantes, traté de encontrar una radio de los islandeses aunque no cazara un carajo, pero no pude. Al final, se la tuvieron que tragar Cristiano y los de la tele, y yo metí puñito con la zurda y off con el pulgar derecho. El partido con los húngaros me agarró en Deportivo Uruguay y sin un streaming que me permitiera verlo. Y el partido decisivo del miércoles también lo vi por rojadirecta, porque los señorones de la televisión mirá si te van a pasar a Islandia.

Moviendo el mondongo

Me hubiese gustado verlo en la explanada del Laugardalsvöllur o en una cafetería de la calle principal, Laugavegur, pero como para algo sirve ser ciudadano de la aldea global, terminé en un bolichón en el barrio oeste de Mercedes, el que hoy no nombran como el Mondongo, entre unas mesas desvencijadas, con un truco anotado con porotos y cuatro hombres añosos embriagados por el juego y no por la grapa o la caña que presidían la cármica por la que, con artrítica dificultad, trataban de deslizar aquellos agotados naipes Tatú. Parece joda que para sufrir esa terrible patología contemporánea que es ver un partido por rojadirecta haya elegido el barrio El Mondongo: los islandeses les dan de punta a las achuras, que son casi uno de los platos nacionales.

Mientras, o unos segundos antes de que aquel punterito izquierdo hoy devenido relator-especialista comentarista de fútbol se ponga a berrear como un loco, el rollizo y añoso hombre que esconde su profunda risotada detrás de aquella roja nariz de rey me mira extrañado por tercera o cuarta vez. A mí y a mi computadora orientada circunstancialmente hacia su vista y a la espalda del de mameluco intervenido por unas franjas flúo luminosas, y pispeando el glorioso gol, bufa moviendo el cuerpo a la derecha y casi enrostrando al más joven de ellos le grita: “¡Truco! ¡Y te pateo los mocos!”.

11.282 kilómetros separan el barrio El Mondongo de Mercedes del centro de Reikiavik, donde para un extranjero caminar puede transformarse en un ejercicio de patinaje sobre aceras congeladas. Esa circunstancia inhibe al oriental de pura cepa -sea mercedario, montevideano o fernandino- desplazarse con su apéndice natural de mate y termo, pues uno debe caminar haciendo equilibrio y con las manos prontas para evitar el golpazo.

¿Los viste? Juegan bien. Meten pero son ingenuos. Para mí que esa candidez fue la que me terminó de comprar.

Sin patinar

Bo, mirá que yo no me subí ahora al carro. Ya hace como cuatro años que estoy con el proyecto Islandia y me siento un ganador con ellos. Como pensaba escribir esta historia desde Islandia, y al final, no sé si por un problema de cupos o por la merma denunciada por Torres, el de la torre de Tres Cruces, lo estoy haciendo frente al televisor del Café del Centro, le pedí letra al Islandio, para que me espoileara algo de allá -yo ya estuve en los festejos por intermedio del informativo de la Ríkisútvarpið (RÚV), algo así como Radiodifusión Pública de Islandia- y me contó muchas cosas.

Me -nos- dice: “Sorprendido quedé con su verdaderamente innovadora matriz energética, basada en energía geotermal. Del mismo sistema que saca y provee agua caliente a todos los que viven en la ciudad, se extrae también la energía eléctrica, lo que hace ambas cosas extremadamente económicas. Hasta la losa radiante es alimentada por esta agua caliente que llega a tu casa a unos 80 grados. A pesar de que es considerado uno de los países más caros de Europa, los precios no son más altos que los de acá: una lata de cocacola sale 20 pesos uruguayos y 280 una especie de combo en America Style (lo que vino a reemplazar a McDonalds). Se fue la casa de Ronald pero tiene KFC, Domino’s, Pizza Hut y cuanta otra multinacional que ande en la vuelta. Siguiendo en el tema de la comida, es muy del islandés ofrecerte cabeza de oveja, que no es más que una especie de queso de cerdo, pero que cambia de animal. En ese mismo formato también preparan uno con achuras, que mezclan hasta con el mondongo, de una forma muy infame. Más al norte tienen un tiburón que entierran para que pierda el amoníaco, que tiene un gusto a Jane asqueroso. Son muy del pescado seco tipo charque, que los más impúdicos comen untándolo con manteca desde el mismo paquete; eso viene ya industrializado de 1.000 formas, como si fuera TicoTico. Los bares son del estilo de los pubs irlandeses pero más austeros; tocan grupos locales y bandas que supuestamente hacen humor en los cortes, pero uno, que es de afuera, no entiende nadita y contempla impávido cómo el resto se caga de risa. Son bandas no muy conocidas: HAM, Strigaskór 42, Sólstafir y Skálmöld”.

Y aquí estoy, en mi virtual plaza Austurvöllur, frente al Parlamento, en Reikiavik, festejando esta alegría del triunfazo 2-1 ante los ingleses, como si estuviese en San Pablo, como si estuviese en los lugares donde se festeja la pasión por el deporte y la ilusión por lo (im)posible. Francia, te estamos esperando.