Se fue de Peñarol tras una conferencia de prensa y, al escucharla, supe que había hecho bien, que tenía razón. Sin embargo, como hace dos años, cuando se retiró de la selección mediante una conferencia parecida, había algo que no me cerraba. Aquella vez me rechinaban dos cosas: la obsesión por controlar todos los resortes de la interpretación de las cosas y la parafernalia publicitaria armada por Antel para generar expectativa con respecto al anuncio. Luego del Mundial de Brasil no había que ser Óscar Tabárez para saber que el ciclo de algunos jugadores se había terminado. No era algo para avergonzarse. Diego Forlán, Diego Pérez, Diego Lugano; todos habían sido figuras y pasarían a la historia de la selección uruguaya. Sin embargo, Forlán parecía querer decirnos: “La selección uruguaya no me deja a mí, yo la dejo a ella; que quede claro”. No había necesidad.

Esta vez no lograba darme cuenta de qué era lo que me molestaba. Al principio pensé que era esa expresión con cierto tufo clasista (“acá hasta el portero te mira de una manera u otra según el resultado”) que no le escuché pero vi citada en la crónica que hizo El Observador. Luego me di cuenta de que esa frase no hacía justicia a la globalidad de sus palabras, que habían sido muy respetuosas. Lo que me molestaba eran más las cosas “normales” que estaba diciendo que cualquier expresión políticamente incorrecta. Era, sobre todo, el cierre, ese “yo no jugué en Peñarol; salí campeón con Peñarol”.

Siempre aclaró que es hincha y que quería jugar allí algún día. Supongo que sabía algo del fútbol uruguayo y era consciente de lo que ese deseo implicaba: jugar un torneo semiprofesional, recibir insultos a pocos metros de la línea de cal y soportar las críticas de un periodismo deportivo en líneas generales malo, muchas veces propenso a instalar temas absurdos de debate con el solo fin de tener tema para conversar (¿Está muy rubio el pelo de Forlán? ¿Le hace bien eso a Peñarol? ¿Dormirá bien ahora que tiene un botija chiquito?). Eso es el fútbol uruguayo. Ese es el ambiente del que Peñarol forma parte importante. Ese es el lugar en el que su deseo lo estaba colocando. Un extranjero podría argüir ignorancia; Forlán, no.

Podría no haber venido nunca y nadie se lo habría reprochado. Podría haber dicho: “Soy un profesional; no tengo por qué andar soportando que me insulten por hacer mi trabajo”. Yo lo habría aplaudido de pie. Lo cuestionable es querer la foto con la copa de campeón pero deslindar responsabilidades del contexto que da origen a esa copa. La gloria que Forlán buscaba es justamente la de este fútbol, con todos sus problemas, con todas sus miserias.

El fútbol uruguayo no echó a Forlán, como se ha dicho por ahí. Tras su conferencia de prensa, más bien queda la sensación de que Forlán sólo quiso estar en el fútbol uruguayo para poder decir que fue campeón (“Tuve la oportunidad de darme un gusto”; “Me quiero dar este regalo de poder irme bien del club del que soy hincha”), como aquel que viaja a un destino exótico para sacarse algunas fotos y a la vuelta poder contar la aventura.

Un encare no turístico del viaje también era posible. El ejemplo más claro de esto es el de Óscar Tabárez en la selección. No debe de haber nadie en el fútbol uruguayo que en los últimos diez años haya tenido que soportar dosis mayores de presión y agresividad. Pudo haberse ido “por la puerta grande” varias veces. En 2010, luego del cuarto puesto en el Mundial de Sudáfrica. O al año siguiente, tras ganar la Copa América. O en 2014, luego de clasificarse y jugar otro Mundial. Que se haya quedado es una muestra de grandeza mucho mayor que cualquier título, porque eso ha consolidado un proceso de trabajo que hizo mejor al fútbol uruguayo. Y no sólo dentro de la cancha, sino también -y mucho más importante- afuera, en ese contexto que señala Forlán, como lo prueba el tan mentado cambio positivo en el comportamiento del público que va a ver a la selección. Y si alguien piensa que esto es algo que puede hacer un director técnico pero no un jugador, lo invito a conocer el vínculo entre el ex futbolista -y ahora dirigente- Juan Sebastián Verón y Estudiantes de La Plata.

Esto exige, por supuesto, un compromiso extra, que Forlán no estaba dispuesto a asumir. Exige una relación con el otro, y ese otro es Uruguay, es Sudamérica, es el viejo y querido tercer world. Claro que ese compromiso no es obligación del futbolista profesional, pero sí es responsabilidad de aquel que dice moverse por algo más que las obligaciones contractuales, aquel que dice querer “entrar en la historia”, y más cuando se trata de un jugador con la espalda ancha, un tipo respetado, uno de esos que pueden marcar la diferencia. Ya lo dijeron Franklin Roosevelt y el tío del Hombre Araña, señores: un gran poder conlleva una gran responsabilidad.

Lo otro es simulacro. No había necesidad.

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Vi jugar a Forlán por primera vez en el Sudamericano sub 20 de 1999. Prometía poco, pero se hizo grande con los años. Basándose en una inteligencia, una determinación y un capital cultural poco comunes entre los jugadores de primer nivel de este país -está lleno de casos de futbolistas mejores que se quedaron por el camino-, se sostuvo una década en las ligas más competitivas del fútbol europeo y en la selección nacional. Fue figura en un Mundial cuando el último uruguayo que se había destacado en uno se había retirado hacía más de 30 años, y fue máximo goleador de la historia de la selección, rompiendo un récord vigente más o menos desde 1930.

Hay partidos de Forlán que no voy a olvidar nunca. Entre todos los que podría mencionar, me quedo con los cuartos de final de la Copa América de 2011, contra Argentina. Uruguay jugó casi todo ese partido con un hombre menos -por expulsión del Ruso Pérez- y debió sufrir 120 minutos para llegar a los penales. En medio de todo eso, Forlán y Luis Suárez fueron dos solitarios delanteros cuya tarea principal consistía en exprimir las piedras que la defensa uruguaya sacaba como podía ante el asedio argentino. Suárez, como es habitual, metía culo, metía espalda, ganaba faltas y enloquecía a los zagueros rivales. Forlán fluía por la cancha, flotaba, optimizaba el tiempo y el espacio. Nunca hacía un movimiento de más. Cuando controlaba la pelota, no sólo la “paraba”, sino también, en el mismo movimiento, la dejaba viva o muerta -según quisiera- sobre el sitio más apropiado para que el siguiente gesto que fuera a ejecutar -un pase corto, un cambio de frente, un tiro al arco- pudiera realizarse con fluidez en función de la posición en que había quedado acomodado su cuerpo. Nada se desperdiciaba, nunca un corte abrupto, nunca una pierna arrepentida de su recorrido a mitad de camino. Siempre un movimiento circular, armónico, sencillo, como el de esos trineos redonditos que en los juegos olímpicos de invierno se deslizan por una pista con forma de tobogán. Sin estar en su mejor forma física -el supersoldado que había sido en el Mundial de 2010 no podía reeditarse-, cada vez que tocó la pelota fue el desahogo del equipo, el que podía pasársela a un compañero sin comprometerlo y a su vez ofrecerse nuevamente como opción de pase, el que metía cada pelota quieta en el lugar exacto del área argentina en que había que meterla para generar peligro.

Como tantos jugadores uruguayos, muchas veces fue criticado injustamente. En marzo de 2013 Uruguay perdió con Chile por las Eliminatorias y quedó en penúltima posición. Al terminar el partido, las cámaras de televisión mostraron a Forlán cambiando su camiseta con un jugador chileno y conversando a las risas. Para qué. Las redes sociales se taparon de insultos ante un gesto que nuestro nunca bien trabajado chauvinismo interpretó como una ofensa a la Patria. ¿Cambiar la camiseta luego de una derrota? ¿La celeste? ¿Y con un chileno? Ah, no: inaceptable. Muchos uruguayos no estaban preparados para entender que los tipos que se ponen la camiseta celeste son profesionales y que los que tienen una camiseta de otro color son colegas y muchas veces compañeros de trabajo, y que en el fútbol pasa lo mismo que en cualquier ambiente laboral, es decir, las personas se hacen amigas, charlan y se ríen.

Nunca pensé que viniera a jugar al fútbol uruguayo. Supuse que no tendría ganas de hacerse putear por alguno de los miles de burros que habitan nuestras canchas ante el primer córner mal pateado. Pero vino y salió campeón.

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Originalmente escribí esto al revés. Luego lo cambié, por respeto; terminar con su despedida era una bajeza.