Hablo de cárceles y madres con hijos pequeños consciente de que hay en mí una triple experiencia. La de madre presa separada de mis hijas, la de convivencia con otras madres presas a las que por un año se les permitió tener a sus bebés con ellas, y la del trabajo con mujeres madres en alta situación de vulnerabilidad.

La angustia de la separación no se puede narrar, sólo se puede sentir. Es la que emerge en la canción de Mercedes Sosa, por ejemplo: “Ay, qué camino tan desparejo, la angustia cerca y mi niño lejos”.

Una de mis hijas, siendo ya mayor, dijo un día: “La madre no estaba y la nena sintió que se moría”. Un pensamiento llegado desde su propia vivencia a los tres años de edad.

“Madre, mujer, trabajadora”, consignamos en equipos de técnicos de Tacurú, San Vicente y Nueva Vida que trabajaban con madres de los fondos del Borro, sabiendo, con la certeza que dan los años de trabajo con gente de la zona, que ese es el orden de prioridad. Al hablar, hace poco, con las mujeres presas en El Molino encontramos el mismo enraizamiento vital: madres primero.

Por eso esas mujeres no van a pensar en nada que ponga en riesgo a sus niños, no van a pensar en huir, no van a hacer motines, no van a quemar colchones, no van a iniciar ningún acto violento. Porque la vida, en ellas, está primero.

Por eso no quieren que sus niños sean llevados a un sitio que ellas conocen, porque han estado antes allí. Porque saben que hay muchas ratas, saben que en los pisos superiores se producen motines, que se queman colchones, que hay peleas, que se escuchan los gritos.

Sé que existe la idea de que la cárcel tiene que doler. Al parecer, lo ha dicho la autoridad. Parte, seguramente, de que debe doler para que sea ejemplo, para que inspire miedo y disuada al que podría delinquir.

No concuerdo con eso. Creo, por el contrario, que la violencia engendra violencia, y también que el amor engendra amor.

Pero además, sólo quien no conoce la cultura otra, la de los barrios marginados; sólo quien nunca ha discutido la afirmación de “hoy salgo a ganar” para tratar de introducir la idea de que es posible perder; sólo si nunca sintió la desesperación de una discusión así, sabiendo que se pueden perder vidas; sólo así puede alguien pensar que el penar con más años o castigar con una vida más dura en la cárcel tendrá alguna incidencia ante la posibilidad de delinquir.

“No hay mejor manera de sentirse vivo que ir calzado a quemar a alguien”.

Frente a pensamientos así, no hay lugar para esas valoraciones.

Ya se sabe que “estar preso está de menos”; se sabe, y no importa cuán de menos. Si ni la vida importa, porque total, “mi lugar está en el cementerio”.

El hijo, en cambio, sí vale; el poder cuidarlo y protegerlo. Es el único valor cierto, lo único que se posee. Por eso es tan elemental saber que si se busca que las madres sean parte viva y positiva para la sociedad, el hijo, cada hijo, es la herramienta más poderosa. Y es la protección de ese sagrado binomio lo que será recompensado, lo que será cuidado, lo que será inviolable, lo que generará lealtades. ¿Cómo? Con un comportamiento que no lo ponga en peligro; con una integración social positiva.

El Molino es una experiencia positiva. Por algo las reincidencias son casi nulas entre las mujeres que han cumplido allí su pena. ¿Cómo hacer para que quienes tienen el poder de decisión lo entiendan y actúen en consecuencia, y no de forma justamente inversa?