En la actividad profesional, se configura una situación de conflicto de interés cuando el interés personal del profesional diverge de su responsabilidad técnica y moral frente a quienes presta sus servicios y frente a la sociedad toda. La existencia de conflictos de interés es ampliamente reconocida y estudiada en numerosas actividades. Un ejemplo elocuente es la medicina, donde existe copiosa evidencia acerca de cómo las relaciones entre médicos e industria farmacéutica (vía regalos, financiamiento de investigaciones, viajes a congresos, etc.) sesgan las opiniones y decisiones profesionales en beneficio de ésta última y, muchas veces, en detrimento del funcionamiento de instituciones médicas, del bienestar de pacientes y del conjunto de la sociedad. Otro ejemplo es el problema de las llamadas “puertas giratorias” entre la política y el sector empresarial. Pensemos en una agencia reguladora dirigida por alguien con una amplia trayectoria de trabajo en una industria a la que ahora debe regular. O el caso inverso: personas con alta responsabilidad política en determinada área que luego son contratadas como activo estratégico por el sector privado. Por estos motivos, los conflictos de interés son ampliamente regulados.

¿Qué decir de los conflictos de interés en el ejercicio profesional de la economía? Como plantea el economista italiano Luigi Zingales, resulta difícil de explicar cómo los economistas, para quienes los problemas de captura de políticos y reguladores a manos de intereses privados han sido una preocupación recurrente, no se vean a sí mismos como un colectivo profesional vulnerable a los conflictos de interés. Se podría agregar algo más. Es como si los economistas, campeones dentro de las ciencias sociales en el estudio de los efectos positivos (¡pero también negativos!) de la racionalidad-egoísta sobre el bienestar social, se vieran a sí mismos como dotados de cualidades morales inusualmente incorruptibles. Una autopercepción que, por otra parte, no parece tener demasiado respaldo.

Pero hay una razón más profunda para explicar la negación de este problema. Las personas tendemos a creer que nuestros juicios son objetivos y a considerar sesgadas las opiniones de “otros”. Se trata de una forma de “sesgo de autoservicio”, un mecanismo psicológico que sirve para proteger nuestra autoestima. Por ejemplo, en un estudio a médicos residentes, en Estados Unidos, un 61% declaró que las promociones de los laboratorios no condicionan su práctica como médicos, pero solo un 16% creyó lo mismo de sus colegas. Las personas reconocen que los sesgos existen, pero en otros, no en si mismas. Difícilmente, un profesional reconozca a nivel consciente los efectos distorsivos de los conflictos de interés en su trabajo. Los economistas no son la excepción.

Resulta habitual analizar ciertas relaciones económicas como relaciones entre un “principal” y un “agente”. El principal contrata a un agente para desarrollar una tarea cuya correcta ejecución lo beneficia. Pero ejecutar dicha tarea le insume esfuerzo y otros costos personales al agente. Asimismo, la actividad del agente suele ser vagamente observable. Por ejemplo, una empresa sabe cuantas horas el trabajador está en el lugar de trabajo, pero tiene una idea mucho más vaga de cuánto tiempo dicho trabajador se está efectivamente esforzando o haciendo un buen uso de la maquinaria. En este contexto, el agente estará tentado de actuar en su beneficio y en detrimento del principal. Sabiendo esto, el principal debe proveer incentivos (monetarios o de otro tipo) para alinear las acciones del agente en función de su interés. Este modelo de principal-agente puede ser útil para abordar los conflictos de interés en la actividad profesional, pero con una variante. Los economistas son “agentes” de las organizaciones o clientes para los cuales trabajan directamente (universidades, gobierno, empresas privadas o consultoras, etc.), pero mantienen una obligación profesional frente a la población en general. Dicha obligación se expresa, por ejemplo, en el análisis de temas económicos de interés general, a través de columnas de opinión y entrevistas en los medios de comunicación. El publico delega (¡tal vez demasiado!) en los economistas la provisión de cierta información y saber económico especializado, en base al cual toma decisiones y forma sus preferencias en relación a la conveniencia de determinadas políticas públicas. En esta variante, el economista es agente común de dos principales: su empleador inmediato y la población. El problema radica en que la capacidad de ambos principales de influenciar el desempeño del economista es muy diferente. Mientras el empleador directo tiene a disposición un amplio repertorio de incentivos (compensaciones, promociones, renovación contingente de contratos de asesoría, etc.), al publico solo le queda confiar que el economista adhiere a ciertos principios de comportamiento profesional. El problema se agrava cuando los intereses particulares del empleador inmediato que el economista debe servir difieren del “interés social”.

Particularmente tras la crisis internacional de 2008-2009, la profesión económica ha sido puesta bajo la lupa en diversos aspectos. Uno de ellos refiere a su cercanía con el dinero. La discusión sobre conflictos de interés se popularizó tras la difusión de la película Inside Job en la que se documenta como prestigiosos economistas, cuyas opiniones y artículos académicos promovían la desregulación financiera, tenían vínculos directos (no siempre declarados) con Wall Street, en calidad de consultores, asesores y miembros de directorios de empresas. Esto disparó acalorados debates en asociaciones profesionales internacionales, como la prestigiosa American Economic Association (AEA), particularmente tras una carta de 300 economistas solicitando que se tomaran medidas. Desde el año 2012, la AEA instauró nuevas reglas de disclosure, que incluyen la mención explícita de vínculos con el sector privado y gobiernos en publicaciones académicas de la asociación (muchas de las cuales cuentan entre las más influyentes a nivel global).

Los economistas que se desempeñan en el ámbito académico están sometidos a crecientes regulaciones en materia de prevención de conflictos de interés. Las promociones en la carrera académica dependen cada vez más de publicar en revistas internacionales, lo que potencialmente genera incentivos a conductas reñidas con la ética profesional. A las mencionadas normas de disclosure en publicaciones, se han sumado exigencias en materia de transparencia y replicabilidad de resultados de investigación (publicación de códigos, bases de datos, etc). Asimismo, han surgido importantes iniciativas de “open science”, que incluyen a la economía y al resto de las ciencias sociales. Si bien lejos de estar generalizadas, el carácter fuertemente globalizado del trabajo académico hace probable que estas buenas prácticas tengan una difusión creciente en el futuro.

Todas estas medidas son una buena noticia. Sin embargo, regulan básicamente la actividad de una minoría de economistas que trabajan en el ámbito académico.[1] ¿Qué sucede con los economistas en la actividad privada? ¿Cuáles son los riesgos potenciales en materia de conflictos de interés cuando se trabaja para intereses privados bien definidos y, simultáneamente, se busca “servir al público” en el análisis de temas económicos? En su libro The Economist’s Oath, basado en un interesante trabajo de entrevistas, George DeMartino provee un inventario de las tensiones que enfrenta el trabajo de los economistas aplicados. Esto incluye, por ejemplo, presiones para producir reportes técnicos sesgados o destinados a justificar posiciones tomadas de antemano. En el sector de servicios de consultoría, el libro describe como muchas veces el trabajo del economista consiste en “vender opiniones”. El economista debe proveer el análisis que mejor sirve los intereses del cliente y no necesariamente aquel que tiene un mayor respaldo en la evidencia. Pese a que muchas consultoras tienen protocolos de actuación profesional, la posibilidad de que en este sector las malas prácticas desplacen a las buenas está latente. Resulta legítimo preguntarse en qué medida la necesidad de mantener una reputación amigable frente a clientes actuales y potenciales conduce, en este tipo de contextos, a potenciales sesgos en el análisis económico.

La identificación de posibles conflictos de interés no es sencilla. Parte del problema radica en que la noción de verdad en economía, en tanto ciencia social, es compleja. Sin caer en el peligroso relativismo de creer que todo es válido (hay argumentos que no pueden sostenerse, sea por razones de inconsistencia lógica o por falta de evidencia), existen amplios márgenes para defender posiciones diversas apoyándose en distintas teorías y en interpretaciones más o menos convincentes de la evidencia disponible (¡incluso de la misma evidencia!). Por tanto, una opinión sesgada por el efecto de los conflictos de interés puede camuflarse fácilmente desde el punto de vista técnico. Asimismo, es difícil separar los sesgos asociados a los conflictos de interés de otro tipo de sesgos inherentes al análisis de la realidad económica y social. Uno conocido y bien documentado es la ideología. Pese a que el economista suele presentarse como un técnico neutral, dista mucho de serlo: sus valores y su posición social en la realidad que analiza pueden influenciar el propio análisis. Otros sesgos se derivan de la ignorancia o la incompetencia. Las opiniones del economista podrían simplemente reflejar saberes desactualizados, en un contexto en que la frontera de conocimiento se mueve rápidamente, o limitaciones cognitivas a la hora de analizar determinado problema.

La dificultad para identificar cuándo se configura un potencial conflicto de interés, y para distinguir sus efectos, vuelve también complicado el diseño de soluciones. Una alternativa podría ser elaborar detallados códigos de ética profesional que obliguen, entre otras cosas, a revelar todos los vínculos laborales potencialmente conflictivos, por ejemplo, cuando se emiten opiniones. Algo similar a lo que ya debe hacerse en muchas publicaciones académicas y a lo que sucede en otras profesiones. Los oyentes de un programa de radio sabrían que el economista que les habla sobre la supuesta inconveniencia de poner un impuesto a las grandes propiedades, o a grupos de muy altos ingresos, trabaja en una empresa que se dedica justamente al asesoramiento en la gestión de grandes patrimonios. El público tendría la información para poder “descontar” el efecto de potenciales sesgos en la opinión del profesional. Los oyentes podrían hacer un mejor uso del “asesoramiento” recibido si los incentivos y motivaciones del profesional están a la vista. De alguna manera, la lógica de las normas de disclosure es nivelar el campo de juego en términos de información.

Este tipo de reglas, si bien pueden ayudar, tampoco son la panacea. La literatura sobre la psicología de los conflictos de interés muestra que, en algunos casos, el remedio puede ser peor que la enfermedad.[2] Primero, podría operar un mecanismo psicológico de “licenciamiento moral”. Una vez revelado el conflicto de interés, el profesional podría sentir que el público ya fue advertido y que, por tanto, tiene “carta libre” para un asesoramiento sesgado en función de su propio interés. Volviendo al ejemplo de los impuestos, el economista podría sobre-enfatizar que el impuesto tendrá graves consecuencias para el país porque esto mejora su reputación frente a ciertos sectores (y asegura un flujo incrementado de contratos de asesoría en el futuro). El efecto comportamental de la revelación del conflicto de interés es reducir el “costo ético” de trasmitir una opinión sesgada. Segundo, las creencias del público frente a un asesoramiento sesgado pueden no ajustarse correctamente, aun disponiendo de información fidedigna sobre el profesional. Tercero, anticipando que el público “descontará” en alguna medida los sesgos de opinión, el profesional podría “exagerar estratégicamente” y dar opiniones aún más sesgadas. Asimismo, cierta evidencia indica que los sesgos tienden a amplificarse cuando el destinatario es una audiencia masiva y anónima en comparación a cuando el receptor es único e identificable. Como resultado de todo esto, las ganancias de bienestar asociadas a las normas de disclosure no son evidentes.

Los momentos económicos turbulentos son de alta exposición pública para los economistas. También son buenos momentos para reflexionar sobre aspectos de la práctica profesional. En Uruguay, y en todo el mundo, los economistas tienen una importante influencia en diversas áreas. Las acciones de instituciones académicas, sociedades y colegios profesionales, medios de comunicación y periodistas especializados deberían conjugarse para mitigar los efectos potencialmente nocivos de los conflictos de interés. Las formas en que estos conflictos se manifiestan varían según el ámbito de actuación de los economistas, pero los potenciales efectos son igualmente perniciosos. Se trata de un problema con muchas zonas grises y que no tiene soluciones fáciles. El gran perjudicado es el público, el único “principal” que carece de “garrotes” y “zanahorias” para alinear la conducta profesional. Y al que simplemente le resta confiar que el economista le servirá haciendo bien su trabajo.

*Agradezco a Agustin Reyes por valiosos comentarios y a Fabrizio Scrollini quien me sugirió referencias utiles.

Una versión previa de esta columna fue publicada en el blog Razones y personas.

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[1] Por ejemplo, información disponible para Uruguay indica que solo un 17% se desempeña en el ámbito académico-universitario. El resto se reparte entre el sector público (39%) y privado (43%) bajo diversas modalidades. Los economistas del sector publico deberian estar regulados por la normativa sobre conflictos de interés en la función pública y no son analizados en esta nota.

[2] Sobre los problemas asociados a las normas de disclosure ver Cain, D., Loewenstein, G. & Moore, D. (2005) Coming clean but playing dirtier: The shortcomings of disclosure as a solution to conflicts of interest, en Moore, D. A., Cain, D. M., Loewenstein, G. and Bazerman, M. (Eds.). Conflicts of Interest: Challenges and Solutions in Business, Law, Medicine, and Public Policy, pp. 104-125. London: Cambridge University Press.