Laurie Anderson no necesita presentación, y como con toda persona que no necesita presentación, uno termina incurriendo rápidamente en la traición de ese enunciado cuando escribe sobre ella. Performer, autora de canciones y textos, cantante, violinista, directora de cine e incluso inventora (es una particularísima luthier que supo desarrollar algunos de sus instrumentos combinándolos con dispositivos tecnológicos), la estadounidense Anderson corresponde como pocas personas a la categoría de artista total. No deberíamos plantear este tema desde los exclusivos criterios de la vanguardia, ya que lo que la ubicó en esa posición en el terreno del arte no fue, o no solamente, su forma de adelantarse, a veces de manera perturbadoramente certera, a contextos y acontecimientos que terminarían haciéndose realidad muchos años después (en ese sentido cabe señalar sus composiciones sobre tecnología y aviones, y cómo, de alguna manera, encapsuló en forma premonitoria la caída de las Torres Gemelas del 11 de setiembre de 2001), sino el delicadísimo equilibrio que logró en la tensión entre el pop y lo experimental, una capa exterior del verdadero asunto central en su obra, que es la relación entre lo tecnológico y lo humano.

Todo esto puede resumirse en un video de comienzos de los años 80, “O Superman”, sobre la composición musical del mismo nombre que llegó, de forma muy poco previsible, al número dos del * de éxitos inglés (el simple, de 1981, había sido lanzado en una pequeña tirada por un sello de escaso poderío). En él, Anderson, comenzando con la referencia a una ópera de 1885 (Le Cid, de Jules Massenet), hablaba, sobre una base electrónica minimalista, acerca de tecnología y de la imposibilidad de comunicación en tiempos de máquinas contestadoras, misiles y aeronáutica, todo entremezclado con referencias al *Tao Te King, al historiador griego Heródoto y al entonces presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan. Todo eso podría parecer una chorrada intelectualoide, pero el video calaba en un extraño recoveco humano y doloroso, y más allá del contenido de la composición, la clave era la voz de Anderson, que incluso mediada por efectos del procesador electrónico llamado vocoder se abría como un puente, un extraño tejido orgánico y cálido dentro de los circuitos de la máquina. Esa voz, con una dicción que hacía en el terreno del habla lo que Kate Bush hacía en el baile, la dejaba en un espacio entre dos mundos, una versión tecnológica de lo que David Bowie ponía en juego entre lo humano y lo alienígena.

La muerte que ronda

La voz de Anderson es nuevamente, 34 años después, el elemento que oficia como médium para llevarnos a través de Corazón de perro, película-ensayo que la artista realizó tras la muerte de su perra Lolabelle y que se refiere también, sin duda (como una figura fantasmal, pero que parece más presente en la medida en que no es mencionado) al músico Lou Reed, que fue su pareja desde fines de los años 90 hasta su fallecimiento en 2013.

Armada en base a reflexiones y a diversos extractos de filmaciones previas, la película se conforma como un ensayo sobre la pérdida, salpicada por referencias al mencionado 11 de setiembre, tecnología y, fundamentalmente, el Libro tibetano de los muertos. Detrás de las tres muertes que parecen sostener el relato (la de Lolabelle, la de Reed y también la de la madre de la artista), parece volar en círculos, como los halcones a los que hace referencia Anderson, la reflexión sobre su propia vejez, una vejez curiosísima e incluso paradójica para una persona que siempre pareció jugar dentro del carácter inmortal de lo tecnológico.

Habría sido muy tentador que la autora diera rienda suelta a esa especie de hibridación entre lo tecnológico y lo budista en que han incurrido algunos autores en los últimos tiempos (con el filósofo británico Nick Land como uno de los teóricos más radicales en ese terreno), pero Corazón de perro termina resultando uno de los trabajos más orgánicos, humanos y transparentes (todos términos a interpretar en su literalidad, no en su valor metafórico) que haya hecho la artista.

Incluso a la hora de acercarse a temas más concretamente políticos, como los dispositivos de seguridad establecidos después de la caída de las Torres Gemelas, su enfoque resulta particularmente anecdótico y personal. Para hablar de eso, menciona que una vez sacó a pasear a Lolabelle por una zona árida de California y vio unos halcones planeando por encima de ellas. En determinado momento, uno de esos halcones voló más bajo, aproximándose a la perra y dándose cuenta, en medio del acecho, de que era un animal distinto a los que solía cazar, y más pesado. Anderson dice que en ese momento se dio cuenta de que Lolabelle tenía miedo, porque percibía que en el ave que nunca había visto antes había un peligro, desconocido pero muy real. Sin explicar nada, sólo por una cuestión de cercanía de conceptos, el vuelo de los halcones y el mencionado terror ante algo desconocido aúnan la imagen de la “guerra contra el terrorismo” y el constante patrullaje de las fuerzas estadounidenses en territorios ocupados, quizá haciendo una referencia a la presencia invisible y aniquiladora de los drones empleados en la actualidad. A su vez, en una segunda asociación, Anderson extiende su reflexión acerca de la paranoia en referencia a las campañas realizadas en estaciones de subterráneo y aeropuertos con la consigna If you see something, say something (“si ve algo, diga algo”), en la que se insta a los pasajeros a colaborar con las fuerzas de seguridad, reportando cualquier cosa que les parezca sospechosa. La directora y narradora cita muy hábilmente a Ludwig Wittgenstein en relación a la palabra y la realidad, algo que además parece jugar longitudinalmente con la obra de la propia Anderson, y en especial con la canción “Language Is a Virus” (el lenguaje es un virus), del concierto/film Home of the Brave (1986), evidente referencia al escritor William S Burroughs (con quien bailaba un tango en el escenario).

Anderson puede tomarse todas esas licencias teóricas y aun así lograr que todo parezca una confesión hecha en la naturalidad de la cocina de su casa. El estilo toma bastante prestado de Chris Marker (1921-2012), aunque quizá Corazón de perro no llega al nivel de ese cineasta francés en el soporte visual con que la directora sostiene las sugerentes metáforas e ideas que va hilvanando. En su mayoría son imágenes bastante abstractas, con un uso un poco cansador de las mismas referencias a un vidrio mojado o empañado, y uno piensa que la obra podría haber funcionado igual o mejor como un audiolibro.

Quizá el momento más poderoso del film es aquel en el que Anderson recuerda la muerte de su madre, y habla de cómo no pudo sentir que la amara, intentando recordar el momento en el que se sintió más cercana a ella. En esa búsqueda, cuenta que una vez, cuando paseaba a su hermano menor en un cochecito sobre un río congelado, el hielo se quebró y el bebé se hundió con el cochecito. Anderson se zambulló, rescató al niño y después al cochecito, y cuando volvió a su casa, angustiadísima, y le contó a su madre lo que había pasado, lo único que ella atinó a decirle fue: “Nunca imaginé que fueras... tan buena nadadora”. Este es el recuerdo de la relación con su madre que la artista eligió; ni más ni menos que literatura.