El rol de los movimientos sociales en las democracias contemporáneas latinoamericanas no genera consenso en la academia. Grosso modo, es posible identificar dos posturas contrapuestas. Mientras que algunos autores sostienen que la protesta social es una forma normal de complementar la política institucionalizada, otros afirman que la protesta expresa problemas en el funcionamiento de las democracias. Estas dos posturas han sido caracterizadas como la “hipótesis de la normalización” y la “hipótesis de la polarización”.

Los defensores de la hipótesis de la normalización señalan que la protesta social se ha vuelto habitual en nuestro continente y que quienes participan en ella son aquellos que manifiestan también mayor interés en la política en general, incluyendo los canales institucionales de participación. Desde esta perspectiva, la protesta social y la participación política convencional serían dos caras de una misma moneda. Las personas más propensas a participar en actos políticos y actividades partidarias también serían las más proclives a hacerlo en protestas sociales. La realidad latinoamericana sería entonces parecida a la de las democracias de los países desarrollados, donde existe cierto consenso sobre la normalización de la protesta.

De hecho, algunos autores caracterizan a las sociedades posindustriales como “sociedades de movimientos sociales”, manifestando de esta forma la habitualidad de estos en el funcionamiento de esas democracias.

Sin embargo, en América Latina hay quienes cuestionan que se haya dado un proceso de este tipo. Quienes defienden la hipótesis de la polarización ven en las protestas sociales un síntoma de los problemas de las democracias, incapaces de canalizar institucionalmente las demandas sociales. Desde el retorno de la democracia en la región, varios presidentes han abandonado precipitadamente su cargo en medio de fuertes movimientos sociales de protesta, algo que parece abonar esta hipótesis (Jamil Mahuad en Ecuador, Fernando de la Rúa en Argentina y Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia, por ejemplo). En esta misma línea, se ha argumentado que las características de los sistemas de partidos de los países afectan la cantidad de protestas y/o su radicalidad. Este tipo de razonamientos se basa en el supuesto de que, en caso de funcionar correctamente las instituciones políticas, una democracia no debería enfrentar fuertes movimientos sociales.

Aunque esta dicotomía puede resultar interesante para disparar la reflexión sobre movimientos sociales y democracia, cabe preguntarse si es posible postular una tesis genérica para una realidad continental tan diversa. Además, es posible sostener que un mismo país puede oscilar entre momentos de protesta “normalizada” y momentos de protesta “polarizada”. Sin profundizar sobre el tema, este debate sirve también para preguntarnos sobre el tratamiento que ha recibido el estudio de los movimientos sociales en la ciencia política.

El análisis sobre movimientos sociales ocupa un rol más bien marginal en la disciplina, que ha avanzado más decididamente en el abordaje del funcionamiento de la política institucional convencional, la que transcurre en congresos y ejecutivos, oficinas gubernamentales o las sedes de partidos políticos, por ejemplo. Cuando ocurren momentos de alta conflictividad social, el acto reflejo suele ser preguntarse: “¿Qué está funcionando mal a nivel institucional?”, y buscar afinar la mirada, para dar con las causas de la protesta. En definitiva, a nivel teórico la mirada más habitual considera a los movimientos sociales como instancias más bien reactivas frente al funcionamiento de la política convencional. Este tipo de miradas limita el potencial analítico de la disciplina para comprender el funcionamiento de nuestras democracias. Siendo provocativo, podría afirmarse que la dicotomía entre polarización y normalización puede ser más útil para caracterizar distintas perspectivas analíticas a la hora de tratar los movimientos sociales que para describir la realidad que se pretende estudiar.

Creo que en la disciplina ha primado una mirada polarizada y que mucho podría ganarse al incorporar el análisis de los movimientos sociales como objeto de estudio a título completo, dejando un poco de lado el punto de vista que las concibe como síntoma de fallas en el funcionamiento de la política convencional. En primer lugar, porque sería una manera de ampliar la mirada hacia fenómenos y actores que, aunque estén por fuera del funcionamiento cotidiano de la política convencional, son expresiones de temas eminentemente políticos, como la representación, la participación y el poder. En segundo lugar, porque, incluso desde una visión restringida de la política acotada a los actores convencionales, es innegable que los movimientos sociales interactúan con la política institucional y afectan la estabilidad de los regímenes, de los gobiernos, las decisiones gubernamentales e incluso los resultados electorales. En tercer lugar, porque los actores sociales no actúan solamente en momentos de crisis ni lo hacen solamente de forma reactiva, sino que suelen realizar un trabajo constante.

Este trabajo es muchas veces la base sobre la que se articulan luego los ciclos de protesta más espectaculares. Además, las fronteras entre actores sociales y políticos son porosas y los primeros no sólo dependen de la protesta para promover sus demandas. Las actividades de las organizaciones sociales incluyen contactos informales con actores políticos y gubernamentales, la generación de actividades de reflexión y divulgación sobre temas políticos, la participación en instancias gubernamentales como representantes sociales, etcétera.

En definitiva, creo que hay mucho para ganar si la ciencia política se suma de forma más decidida al debate sobre movimientos sociales, que hasta ahora ha recibido mayores insumos de otras áreas del conocimiento científico (como la sociología y la psicología). Hacerlo permitiría aportar al debate propiamente politológico, a la comprensión de los movimientos sociales y del funcionamiento más amplio de la sociedad.