I

Abro los ojos y siento un titilar en las córneas que se conecta sutilmente, por un conducto directo, con la boca del estómago. Tapado hasta el cuello y después de dos días completos metido en la cama, una lámina transparente y acuosa me indica que debería dormir una semana más. Es demasiado patético esto de despertar con la tristeza pegada a los párpados, con la garganta acogotada. ¿No podría despertar y ya, sin ninguna sensación trágica, sólo pensando en preparar un desayuno, darme una ducha, elegir una camisa?

A veces sólo es el café (el futuro aroma: un futuro de cinco minutos) lo que logra sacarme de la cama. Y siempre es la obligación para con otros, con el mundo. Si de mí dependiera, entraría en un estado indeterminado de sueño por decreto. En perfecto lenguaje leguleyo o bíblico, me daría la orden: “Dormirás”.

Odio la vigilia, las relaciones y buenas tardes obligadas, todo lo que hago contra mi voluntad con la máscara del entusiasmo. “Odio” es una palabra hermosa. “Entusiasmo”, “esperanza” y “porvenir” son horrendas. Hay un mundo que a unos entusiasma y a otros les da asco. Yo quisiera estar en el medio, o donde sea que se ubique la indiferencia. Prueba uno, descartada.

II

Tengo la misma tristeza que cuando tenía 16 años y en aquel pueblo inmundo, seco de vida, conseguíamos unos pesos para comprar un vino rosado y dulce, el más dulce y más rosado, para que pronto nos hiciera soñar con salir del pueblo o nos atontara, sentados en los andenes muertos de los trenes. Después llegó el porro, pero nunca me gustó esa tontera, ese frágil irse del mundo, esas carcajadas que precedían el ensimismamiento. Y poco a poco llegó más vino, el whisky, todo el alcohol posible, bueno o malísimo, aunque lo importante, desde hace años, es que la cantidad (que siempre sea mucha) no arruine más el hígado ni el pago del alquiler. Y llegaron las pastillas, porque el asunto podía ser químico o porque la tristeza podía venir de un lugar físico o paliarse de esa forma. Y más, y ahora estoy en el punto exacto en que lo preciso todo pero nada me calma. Es trabajar o anestesiarse. Y dormir. Y penar. Quizá deba encontrarle una historia a todo esto, unos personajes que lo digan por mí, una forma más refinada -es decir, metafórica, simbólica, disfrazada- de confesar la muerte diaria. Prueba dos, descartada.

III

Voy a salir de este sitio. Hoy me voy a cortar las uñas, la barba, el pelo, voy a lavar toda la ropa sucia acumulada y a comprarme la camisa más linda que encuentre, o mejor, ese saco de terciopelo bordó ahumado que quiero hace años. Hoy me voy a inventar el juego del dandy, del hombre de punta en blanco.

Me voy a sentar en una mesa de café apartada de las ventanas, para prevenir intempestivos encuentros de pueblo. Voy a llevar cinco libros que iré abriendo, cerrando y leyendo en desorden, de a pedazos. Le pediré al mozo otro café, con crema, un jugo de naranja, otro café. Buscaré párrafos de alegría o alivio, de otros deseos de muerte; pasaré todo el día husmeando de reojo, a través de una ventana cercana a mi mesa, cientos de caras y vestidos; especularé sobre el sueldo del mozo. No indagaré en mis huecos; me detendré en los de los demás; romperé a llorar por otros, por esos dictámenes o trozos de vida robados de los libros y de las vidas que recuerde, por la madre que en la calle se detiene, le acomoda el cerquillo a su hijo y le besa la frente. Yo me quedaré en la superficie de mí mismo, flotando una existencia leve.

Ya está, diré con una sonrisa calma, nada impostada, simplemente amable y decorosa, mientras pido otro café. Y un jugo, por favor, pero este multifrutas. Tendré la calma de los tristes después de la melancolía. No voy a pasar, es claro, del hueco irremediable a la euforia de vivir. Sólo voy a asumir el tiempo corto de mi existencia y a entender que ya fue suficiente hueco y que estoy más allá de la mitad de mi vida, y al mirarme los pies enfundados en zapatos de cuero digno y ver que me puse medias de distintos colores, todo será, otra vez, desmoronamiento, sueldo de mierda para el mozo explotado, niño de cerquillo que sufrirá sin remedio, saco dandy de pacotilla, diez cafés cuando quiero un whisky, y tráigalo, mozo, y que sea doble. Me daré cuenta de que estaba jugando al payaso alegre, al hombre que ensaya una tarde el revés de toda una vida, que no está en calma porque haya traspasado en promedio, comparación y estadística la mitad de su vida biológica, y que sabe que eso de la juventud es un galón que le imprimen los otros, porque él siente y ve que está en el punto exacto de su primera vejez, en el punto exacto en que quisiera que el tiempo se detuviera, en el punto exacto de una senectud que ahora sí realmente se aproxima, mientras hasta hace poco sólo era una sensación y no esta piel de papel corrugado, este cansancio extremo, todos estos años en que se mezclan en su cabeza y su espíritu pensiones, miles de caras, olvido involuntario, pelea contra sí mismo, años de prueba. Prueba tres, un fracaso.

IV

Te miro durmiendo sobre la que pronto dejará de ser nuestra cama. Estás de espaldas a mí, con esa espalda tuya que hace un tiempo creía que eternamente me llamaría a tocarla. No sé si estás durmiendo o también especulás sobre lo que me pasa, lo que nos pasó. A un metro de distancia, estamos demasiado lejos. Podría recostarme contra tu cuerpo y besarte y recorrerte y penetrarte y vos te entregarías, y, sin embargo, sabríamos desde el inicio de un amor sincero y de un deseo posible pero acabado.

No sé si todo empezó al concluir aquella noche en la que me dijiste o te dije que también deseábamos fervientemente a otros (algunas cosas hay que callar), cuando compramos unas plantas para un futuro jardín interior (ahora todas ahí, pudriéndose), cuando tus ojos o los míos se perdieron en la cuenta a pagar mañana mientras nos contábamos de nuestras madres, la niñez, los proyectos que no teníamos.

Una noche nos acostamos bañados en nuestros sudores y a la mañana siguiente, a uno de los dos el agua de la ducha le limpió también la pasión o la furia. Nos fuimos del otro en un instante mortal que no puedo ubicar con precisión. Sí puedo repasar todos estos meses de rutina, de pareja funcional y encantadora para el resto (casi de envidia); el sostener con malabares una bandeja con copas de cristal para que no estallaran contra el piso. Nos queremos más que nunca, pero empezamos a odiarnos por la certeza del fracaso. No hay nada que recomponer, nada que arreglar, que coser, que suturar. No se nos fue el amor, se nos evaporó el deseo. Volviste a vos, volví a mí, nos insertamos otra vez en nuestros seres que reclaman, a su pesar y contra su decir, la soledad primigenia o la no repetición de nuestras caras.

Perdimos como todos los que pierden el amor: de pronto y sin conciencia, como el rayo fulminante que nos unió, pero exactamente al revés. Sí, es un inicio, pero hay un error de cálculo: empieza por el final.

V

Sepan por qué han sido escritos todos estos inicios: porque no tenía ninguno. Debía cumplir con esta obligación impuesta.

Ahora, en este tiempo, de eso se trata la vida (mi vida) y de eso está compuesta mi no literatura: de una derrota radical o de una tristeza indecible que sólo me permiten implorar silencio, mostrar toda la vileza ramplona de la que soy capaz, despertar cada mañana con los ojos empañados y ninguna esperanza. Ni siquiera la de estas letras. He llegado a la intersección horripilante en que se me confundieron los planos. Me veo a punto de llorar, y no lo hago porque en ese mismo instante ya lo estoy escribiendo, transformando en palabra, transmutando toda sensación corporal en relato. Entonces no tengo ni una cosa ni la otra, ni vida ni literatura. Apenas el esbozo de un hombre que ha devenido marioneta de sí mismo, campo infértil, lengua seca. Estoy convaleciendo, amables lectores, y temo por este saco de huesos que está entregando su mierda al mundo.

De todas formas, no se fíen de mí, ni siquiera de esta tristeza que parece irremediable, porque cuando menos se lo esperen practicaré la traición, les clavaré una daga por detrás y escribiré la historia más bella y podrida del universo.