En una entrevista publicada el miércoles en la diaria, Amaranta Gómez Regalado, “activista LGTBI, indígena y muxhe” explicaba las convergencias y disyunciones a la hora de construir una identidad en torno a la identificación sexual o de género, repasaba su historia como integrante de una comunidad indígena del sur de México en la que las derivas sexuales son normalmente aceptadas y hablaba de las coincidencias entre la figura del “muxhe” (personas nacidas como varones pero que adoptan desde la niñez una identidad femenina y que la comunidad zapoteca del istmo de Tehuanpec acepta con naturalidad) y otras como los hijras de India y Pakistán (tercer sexo, intermedio entre masculino y femenino, con fuertes raíces en la mitología hinduista), los berdache de América del Norte (personas habitadas por dos espíritus, masculino y femenino) o los fa'afafine de Polinesia (varones que cumplen un rol de género femenino, independientemente de sus prácticas sexuales). Las personas muxhe, decía Amaranta, se diferencian de las personas trans en que sus culturas de origen ya prevén un lugar para ellas, mientras que la identidad trans debe constituirse en la batalla política, peleando sus derechos y su lugar en el menú de identidades posibles. “El muxhe no debería entrar en ninguna categoría”, explica, rechazando la homogeneización de la variopinta riqueza identitaria en una rígida y forzada taxonomía. Y ponía un ejemplo que no deja de ser significativo: el de una persona “de Noruega” que dijo sentirse muxhe, e incluso fue a vivir un tiempo “ahí”, pero “le fue un poco mal”, porque la comunidad sabía que no pertenecía realmente a ella. Vamos, que se puede incluir, pero todo tiene un límite.

En una entrevista publicada en Brecha la semana pasada, la filóloga Teresa Meana, feminista y activa militante por el lenguaje no sexista, explicaba, por su parte, las razones de su oposición a la sustitución de la arroba (que ciertos colectivos usan para no hacer distinciones entre la terminación en o del masculino y la terminación en a *del femenino) por la *x (que incluiría no sólo a varones y mujeres sino a todas las posibles identidades y derivas de género): “[...] la arroba se debe usar poco porque no suena [...]. Pero no estoy de acuerdo con la x. Porque [...] está bien nombrar todas las identidades, pero las mujeres continuamos siendo la mitad de la humanidad y todavía tenemos que ser nombradas”. Y completaba la idea diciendo: “[...] si resulta que a la hora de nombrarnos vamos a quedar diluidas, pues lo siento, todavía no. A mí no me digan que nos escondamos detrás de una x cuando todavía no llegamos a la a”.

Así las cosas, algo que parecía tan simple, como los derechos universales de la persona humana, parece desdibujarse detrás de una singularización de las reivindicaciones y demandas de cada colectivo identitario posible. El resultado es una balcanización del campo del lenguaje -que, por si alguien no lo ha percibido, es el campo de lo político- en el que cada uno aspira a su porción. Y claro, a falta de criterios conceptuales (universales) para establecer lo que a cada quien se le debe, el criterio que termina por imponerse es el de la cantidad: las mujeres somos muchas, así que primero lleguemos a la a y luego veremos qué pasa con el resto. De la representación como metáfora (en la que la cosa es sustituida por otra, que la simboliza) a la representación como metonimia (en la que el todo es constituido en la parte, según un cálculo proporcional).

Hay que echar mano a una enorme voluntad de negación para no percibir las similitudes entre el mercado y el campo de lo social que es trazado por estos formatos de lucha. Todas las variedades posibles de la identidad de género (que pueden, a su vez, cruzarse con otras) ordenan y reticulan el espacio bajo el mismo principio de acumulación y diversificación de oferta de la góndola del supermercado. La democracia liberal es un menú pletórico de opciones, una apuesta al infinito de la multiplicidad y al crecimiento ilimitado de las posibilidades. Aunque siempre sujetas, eso sí, a la regla de hierro de lo cuantitativo. La existencia de una variedad específica en el menú depende, antes que nada, de cuántos consumidores tenga (o de la fuerza que esos consumidores sean capaces de hacer, incluso siendo pocos).

Quien tiene el poder tiene las palabras, recordaba, citando a Humpty Dumpty, Teresa Meana. Y quien tiene las palabras tiene buena parte de las armas para disputar el poder. No parece muy sensato dividir el campo semántico de tal forma que todos terminemos aislados en comunidades pequeñas y excluyentes, por simpáticas o pintorescas que sean o por numerosos que sean sus integrantes.