Ya son tres las localidades de la bella costa francesa que prohíben en sus playas el uso del burkini, una prenda de baño que cubre el cuerpo femenino por completo, dejando al descubierto apenas la cara, las manos y los pies. Aduciendo razones tan diversas como la laicidad, la higiene y la sensibilidad, las alcaldías de Cannes y Villeneuve-Loubet, en la Costa Azul, y de Sisco, en Córcega, dispusieron que en sus playas no sería admitido el uso del traje, y el Tribunal Administrativo (una instancia legal ante la que es posible apelar ciertas normas) las respaldó, en atención al artículo 1º de la Constitución, que establece que Francia es una república laica en la que nadie tiene permitido hacer “prevalecer sus creencias religiosas sobre el respeto de las reglas comunes”. Si es dudoso que un vestido, sea cual sea, pueda ser interpretado como una imposición irrespetuosa de la religiosidad en un espacio público, más cínico suena, todavía, que se pretenda impedir su uso en nombre de la sensibilidad (en cuanto a la higiene, no sería nada nuevo: razones “higiénicas” han servido para formatear la moral y las buenas costumbres desde hace siglos, y me temo que seguirá ocurriendo). Según los protectores de la sensibilidad antiislámica, el traje de baño usado por algunas mujeres musulmanas podría causar dolor en los espíritus afectados por los últimos atentados terroristas en el país galo, por lo que parecería razonable intervenir en los hábitos de vestimenta de las bañistas con una finalidad, podría decirse, preventivo-terapéutica.

Algo de eso hay también, aunque no se exprese en forma de prohibición sino de dilatoria, en los resquemores del Centro de Farmacias ante la eventualidad de tener que cumplir con la ley que les confía la venta de marihuana. Imagínense el problemón si justo aparece algún impresentable consumidor de marihuana a buscar su dosis en momentos en que un viejecito está reponiendo la medicación o una dulce madre está esperando para comprar un chupete. Cómo no pensar en la sensibilidad herida de esas personas que, por capricho de una ley permisiva e irresponsable, se verían obligadas a respirar el mismo insano aire de un fumador de porro.

Y fue en atención a la sensibilidad colectiva, por otra parte, que un fiscal federal argentino imputó, días atrás, al músico Gustavo Cordera por sus dichos en una rueda de prensa ficticia que tuvo lugar en una escuela de periodismo de Buenos Aires. Según informó la prensa, Cordera enfrentará cargos por “apología del crimen”, “instigación a cometer delito” e “incitación a la violencia colectiva”. Como todos seguramente ya sabrán, lo que Cordera dijo -en respuesta a la pregunta de un estudiante de periodismo que quiso conocer su opinión sobre las acusaciones de violación de que había sido objeto el cantante José Miguel del Popolo, de La ola que quería ser chau- fue que algunas mujeres “necesitan ser violadas para tener sexo, porque son histéricas y sienten culpa por no poder tener sexo libremente”. Lo que pasó después también es conocido: las palabras del músico se hicieron públicas y durante días no se habló de otra cosa. Al repudio generalizado que provocó la opinión del ex Bersuit le siguió un ir y venir de aclaraciones (tanto suyas como de la escuela de periodismo que lo invitó, le prometió confidencialidad, se quejó luego del comportamiento del estudiante por romper ese acuerdo y, poco después, cambió el discurso y pasó a asegurar que no sólo no castigaría al infidente sino que quería destacar su olfato periodístico y el compromiso ético que lo llevó a publicar en Facebook lo dicho por el músico) y una andanada de reclamos de justicia que se hicieron oír desde los más diversos ámbitos, en nombre de la lucha contra el machismo, el patriarcado y toda forma de opresión contra la mujer. Pero todo eso, dentro de todo, estaría entre lo esperable (a fin de cuentas, Cordera dijo una barbaridad y la cosa se supo; la dijo, además, ante un público de jóvenes que, eventualmente, podrían considerarlo un ejemplo a seguir). Lo que es sorprendente es que la Justicia intervenga para perseguir penalmente la expresión de una opinión, por nefasta que sea, porque resultó hiriente para la sensibilidad pública.

No quiero meterme en una discusión en torno al alcance que tienen conceptos tan resbaladizos como el de “alarma pública” a la hora de establecer si una conducta constituye o no, desde el punto de vista jurídico, motivo para iniciar una causa penal. Quiero, en cambio, poner a consideración sus aspectos no jurídicos. Quiero (sin que se me acuse, en lo posible, de relativizar las palabras de Cordera) que nos detengamos un instante sobre el hecho del peligro que entraña la posibilidad de perseguir penalmente las palabras (para el caso, palabras que fueron la expresión de una opinión; una opinión infame, posiblemente, pero una opinión al fin) por la razón de que pueden ser ofensivas.

En otras oportunidades me he referido a las prohibiciones que pesan sobre ciertas obras de arte porque alguien, en algún momento, consideró que ofendían su sensibilidad. Es el caso de la canción “Money for Nothing”, de Dire Straits, que por decisión de la Canadian Broadcast Standards Council (CBSC) pasó en 2011 a estar proscrita en las radioemisoras canadienses debido al uso de la palabra faggot (maricón). También podría mencionarse, en el mismo sentido, el reclamo que hace ya algún tiempo hicieron ante la Real Academia Española algunas organizaciones para que se retirara del diccionario la expresión “trabajar como un negro”, pasando por alto el hecho de que el diccionario no hace sino consignar lo que ya está en la lengua.

La sensibilidad, ya se sabe, es algo delicado. Es lábil, cambiante, permeable a las influencias y extremadamente contagiosa. Hoy somos sensibles al derecho a amamantar en público, ayer fuimos sensibles a ser consideradas máquinas de parir y dar la teta y mañana seremos, eventualmente, sensibles a cualquier otra cosa, porque los contextos cambian y las injusticias se las arreglan para manifestarse de las más diversas maneras. Sin ir más lejos, hay quienes reclaman el uso de palabras como “alcaldesa” o “lideresa” con argumentos de justicia que no se diferencian mucho de los que hace años llevaron a exigir la palabra “poeta” antes que “poetisa” para las autoras líricas. La sensibilidad cambia, y siempre es peligroso establecer normas en atención a ella.

Pero sobre todo, el peligro que encierra esa encendida preferencia por lo sensible es el de olvidar que las grandes demandas de justicia deberían ser puestas en relación a cuestiones más generales y estables que la sensibilidad de una persona o de varias. Los crímenes de Estado, por ejemplo, no son cometidos contra las víctimas o contra sus madres y familiares. Son crímenes contra lo humano, que es, y debe seguir siendo, un universal. Las injusticias y las violencias pueden ser singulares y concretas y pueden afectar sensibilidades particulares, pero si para evitarlas vamos a perseguirlas de a una y al grito, lo más probable es que seamos incapaces, en poco tiempo, de reconocerlas cuando no nos duelan en carne propia.