Son muy cálidos, y al recibir a las visitas se apresuran a decir “bienvenidos” en un español que muestra el esfuerzo por hablar nuestra lengua. Nos invitan a sentarnos, pero los asientos no alcanzan para todos, así que varios de ellos se quedan de pie. Un día invitan un té; otra tarde Fátima, la mamá, nos prepara falafel -algo así como croquetas de garbanzo- que sirve con salsa de yogur, pan de pita (también elaborado por ella), un relleno de carne y tomates cortados en cubos. Un despliegue delicioso.

Los padres apenas hablan español. El mayor de los hijos tiene 24 años y el más chico, un año y medio; lo presentan como “el uruguayo”, porque nació aquí. Quienes entienden más y les traducen lo que se habla alrededor son sus hijos. Safa, de 16 años, Sofi, de 20, Basel, de 22, y Mohamad, de 24, oficiaron de traductores en el diálogo con la diaria.

La familia llegó a Uruguay por el Programa de Reasentamiento de Personas Sirias Refugiadas en Territorio de la República Libanesa, que gestó el gobierno del ex presidente José Mujica a mediados de 2014. El programa, coordinado por la Secretaría de Derechos Humanos de Presidencia de la República, se planteó inicialmente albergar a 120 familias de refugiados que estuvieran residiendo en Líbano, un país del tamaño del departamento de Lavalleja que albergaba a 1.200.000 refugiados sirios, explicaba por entonces Javier Miranda, responsable de la Secretaría de Derechos Humanos. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) avaló la propuesta y se ocupó de hacer una preselección de familias; el gobierno uruguayo había puesto como requisito que 60% de las familias estuvieran integradas por niños. Una misión oficial entrevistó a los preseleccionados. El 9 de octubre de 2014 llegaron 42 personas y el Estado se comprometió a darles, por 24 meses, apoyo financiero (que incluye la subvención de la vivienda), técnico (con el acompañamiento de psicólogos y trabajadores sociales), servicios de intérpretes y clases de español. El gobierno de Tabaré Vázquez dilató la llegada del segundo contingente y en enero de 2016 confirmó que no vendría.

Carestía nacional

La familia Alkassem vivió casi dos meses en un hogar de los hermanos Maristas. Mientras el programa tramitaba una vivienda, estuvieron diez días en Parador Tajes y luego se radicaron en el Prado. La casa es fría y la única calefacción que tienen es una estufa a gas, con un solo panel encendido; por costumbre, todos calzan chancletas. ¿Les gusta Uruguay? “La gente, sí”, responde el padre. Sin mucho preámbulo, dan cuenta de las limitaciones que viven. Relatan que en la entrevista en Líbano les habían anunciado que los sueldos de aquí eran de 1.000 a 1.500 dólares; “nos dijeron que iba a haber trabajo para mi padre y mis hermanos, y acá no hay trabajo y todo es caro”, lamenta Sofi. “En Líbano vivíamos mejor que acá”, expresan. Pronto hallaron que la mayoría de los salarios son inferiores y que el costo de vida es alto: de energía eléctrica tienen que pagar 5.000 pesos y de agua, alrededor de 2.000. El alquiler de la casa cuesta 30.000 pesos y es costeado por el programa. El primer año recibieron un apoyo económico de 100.000 pesos por mes y el segundo, 70.000 pesos.

“Estamos buscando trabajo pero no encontramos. Es difícil para los uruguayos; para nosotros, más”, cuenta Basel, de 22 años. Naser, el padre, tenía una fábrica de bloques en Siria. Allí tenían un buen pasar y, en comparación con Uruguay, era barato vivir. Basel cursaba abogacía en su país; acá no quiso seguir y estudia Administración de Empresas en el Universitario Crandon. Ha trabajado pintando paredes y en un parking. El único que tiene trabajo es su hermano Mohamed, de 24 años, que es empleado de un parking, donde está en negro y cobra 15.000 pesos (previamente había trabajado en Tacurú haciendo limpiezas). Sofi, de 20 años, tampoco ha podido conseguir empleo. Su padre no ha trabajado aquí y su madre se dedica a las tareas del hogar y a la crianza de sus hijos. En Siria “el salario de una persona es suficiente para una familia grande”, compara Basel.

Consultado por la diaria, Miranda derivó las consultas a Jimena Fernández, coordinadora técnica del programa. Ella detalló que se le ofreció trabajo (y capacitación) a los tres hombres adultos en una empresa constructora y que lo rechazaron, en 2014 y en 2015. Naser y Basel explicaron que el padre estaba mal de salud cuando le hicieron la propuesta la primera vez. Además de no quedarles claro que la capacitación llevara a una oportunidad laboral, la propuesta de la formación era de noche, lo que coincidía con el estudio de Basel.

Fernández agregó que en 2016 se le ofreció un trabajo en buenas condiciones a uno de los hijos y que no lo pudo sostener y concurrió un solo día. Basel explicó que la propuesta era para trabajar en el aeropuerto, para empaquetar. El salario era de 12.000 pesos, pero debía tomarse dos ómnibus para ir y dos para volver, por lo que a las ocho horas de trabajo debía sumarles tres de traslado; la oferta resultaba incompatible con el estudio.

La coordinadora del programa agregó que se trabajó con la familia en torno a “varias posibilidades de pequeños emprendimientos empresariales, sobre los cuales no terminaron de tomar una decisión”. Los Alkassem contaron que uno de esos proyectos consistía en abrir un restaurante de comida árabe; les hicieron la propuesta, en octubre de 2015, tres integrantes del programa y tres de la Intendencia de Montevideo, con el dinero que aportaría un inversor. Les aseguraron éxito, pero que no podrían abrir durante el verano, cuando baja la cantidad de gente en Montevideo. Para que realmente rindiera el negocio debían vender alcohol, algo que tendría que hacer otra persona, porque su religión no se lo permite a ellos. Según la familia, seis meses después les dijeron que el inversor se había conseguido otro socio; el restaurante sigue sin abrir. Otra propuesta consistía en vender ropa, y para ello tendrían que comprarla en el “barrio de los judíos”, donde no son precisamente bienvenidos. Varias de las propuestas son para limpiar, algo que no les gusta; por lo que contaron, los varones no suelen limpiar y las mujeres lo hacen en sus casas. Explican que están dispuestos a trabajar en cualquier cosa pero no en la limpieza, y se preguntan si no hay otros trabajos.

En julio de 2015 Miranda compareció a la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados. “Por supuesto, nadie desconoce que mantener una familia de 12 o 14 personas con dos salarios -que precisamente no son de gerentes de banco, por decir algo- es muy difícil, y por eso la inserción es complicada. En realidad, creo que esa es una de las cosas que deben reverse, ya que la composición familiar es una variable fundamental para las posibilidades de inserción”, consideró, cuando todavía se pensaba traer el segundo contingente. Miranda recordó que Mujica había reclamado: “Yo pedí campesinos y no me trajeron ninguno”, y reprobó que tres familias vivieran en Montevideo: “Insertar una familia de 14 personas en la capital es muy difícil en términos laborales y de autosustento”, reconoció.

Vida cotidiana

La casa es pequeña: no tienen lugar ni muebles para sentarse todos juntos a comer. Hay tres dormitorios; en uno duermen los padres con los dos niños más chicos, en otro los tres mayores y en el más grande hay seis camas, pegadas una a la otra. “¿Para qué Mujica quería familias grandes, para tenernos así?”, pregunta Sofi, mientras señala las camas y la humedad del ambiente. Si pudieran, volverían a Siria, pero no quieren hacerlo mientras dure la guerra. Acusan que “el programa no es justo” y que Miranda les dijo que no tenían futuro en Uruguay.

Aun con las carencias de la vivienda, no quisieran irse de allí. Han establecido lazos con los vecinos, ubican los comercios y puestos de las ferias con mejores precios y todos los hijos que tienen entre cinco a 18 años concurren a escuelas y liceos de la zona, donde, de a poco, han ido haciendo amigos. El apoyo en idioma español ha sido escaso. Mientras estuvieron en el hogar de los Maristas tuvieron clases de español de lunes a viernes; luego pasaron a tener dos veces por semana, pero sólo los padres y Sofi, que no estudia, y en julio dejaron de tener clases, contaron.

La inserción escolar no ha sido sencilla; en 2015 comenzaron cuando el año ya estaba muy avanzado y en 2016 los tres liceales lo hicieron semanas después, porque no estaba aceitado el mecanismo interinstitucional. “La van remando como pueden”, contó una adscripta, señalando las dificultades con el idioma. “El programa pretendía que se insertaran para socializar más que para lo académico pero en algún momento había que encontrarles la inserción académica, porque necesitan y quieren estudiar; Marwa dice ‘yo quiero ser médica’”, explicó la docente. Muchas de las calificaciones están relacionadas con el enorme esfuerzo que ponen los estudiantes, valoró. Señaló, además, las diferencias culturales; puso como ejemplo que les llamaba la atención la “falta de conducta de los chiquilines, las contestaciones, cómo se tratan, cómo se pegan”. “Son realidades totalmente distintas. Ellas decían que [en Siria] entraba el profesor a la clase y se paraban, nadie le contestaba, mientras que acá ven volar papelitos. Es súper loable el esfuerzo”.

No saben qué ocurrirá en octubre. Fernández comentó que “todas las familias tendrán la vivienda asegurada”, aunque no dijo cómo ni dónde. Señaló que el programa se encuentra “en pleno rediseño” y que analizarán “en qué casos es necesario que continúen teniendo apoyo y en qué casos no”.