Antes de comenzar de lleno con esta reseña, debo decir que suelo, por norma, desconfiar de todo lo que sea autobiográfico, no porque crea que el autor va a faltar a la verdad, sino por lo contrario. Entiendo que el ejercicio de escribir las memorias propias puede ayudar a poner en orden los recuerdos y saldar algunas vivencias emocionalmente complejas, pero la decisión de publicarlas me hace sospechar una desmedida necesidad de alimentar el ego.

Por supuesto, hay quienes han vivido una serie de experiencias dignas de ser leídas y tienen el don de saber contarlas. Desde el momento en que Fernando Butazzoni cuenta cómo, en sus tiempos de tupamaro, se salvó de la tortura y la cárcel gracias al gesto de humanidad de un soldado nos convence de que varios episodios de su vida han sido lo suficientemente particulares para cautivar el interés del lector. Pero este libro no se agota en el simple placer de narrar historias, sino que estas son puntos de partida para reflexiones de diversa índole. En este sentido, hay que reconocerle al autor su capacidad para abordar aristas poco frecuentadas de un tema, y su resistencia a los lugares más reconfortantemente comunes.

La vida y los papeles no es autobiográfico en términos estrictos; muchas de las historias que cuenta tienen a Butazzoni como protagonista, pero en otras es un mero testigo, y también hay anécdotas referidas por terceros. Resulta loable que, lejos de intentar construir una leyenda sobre su persona, no tenga ningún problema en mostrarse frágil y en situaciones bastante ridículas. Como ya se dijo, no zafó de ir preso por valentía o astucia, sino gracias a un soldado. En otro capítulo cuenta que está condenado a lidiar con el mal de Horton, una enfermedad rara que resulta un verdadero calvario para quienes la sufren. Esta tendencia llega al paroxismo cuando relata su experiencia en la revolución sandinista de Nicaragua. No se centra en una gloriosa batalla, sino en una anécdota aparentemente trivial, en la que el estrés del combate le causa un problema de estreñimiento y termina matando a tres monos.

De cierta manera, el libro recuerda más a la película Forrest Gump que a la mayoría de los relatos autobiográficos: no es algo excepcional en Butazzoni, sino la suerte, lo que lo lleva a conocer a ciertas figuras o a ser testigo directo de ciertos procesos históricos. Y él no deja de recordarle al lector que en ciertas situaciones no terminaba de encajar ni se sentía del todo a la altura de las circunstancias.

Se puede considerar un pequeño error, en la manera en que se ordenaron los capítulos, haber ubicado el que se dedica a Mario Benedetti inmediatamente después de uno relacionado con la elaboración del libro-entrevista Seregni-Rosencof: mano a mano. Por un momento parece que el libro va a convertirse en un muestrario de las credenciales de izquierda de Butazzoni, pero justo en el momento en que el lector teme eso, aparece un capítulo en el que reflexiona sobre una antigua foto familiar desempolvada por su hermano.

Respecto del capítulo sobre Benedetti, es necesario reconocer que lo retrata de una manera más compleja que la que muchos podrían esperar. Si bien reconoce la enorme huella que ha tenido su literatura en los lectores, lo llama “héroe cultural” y lo pinta como alguien que básicamente fue una buena persona. No tiene, por otra parte, ningún reparo en afirmar que su obra fue “dispar” (dando a entender que no todo lo que escribió es de calidad) ni en contar algunas fricciones que tuvieron debido a temas políticos. Más allá de que las posturas ideológicas de ambos autores son bastante parecidas, mientras que el autor de los Poemas de la oficina se mantuvo siempre alineado con Cuba, Butazzoni fue tomando posturas más críticas al respecto.

Es un libro que se disfruta muchísimo, y en el que se va forjando una entrañable complicidad entre lector y autor, generando por momentos la ilusión de una amena charla de café. De interés para los seguidores de Butazzoni y buen punto de partida para quienes no han leído nada suyo.