El deporte no es sólo deporte. Al menos no de la forma en la que lo vivimos los amantes de esto. El deporte son los lazos, los vínculos afectivos que creamos por medio del juego. No importa si es una carrera, un partido de fútbol o una rutina de nado sincronizado. Para cada uno de nosotros, hay figuras que marcaron nuestras vidas dentro y fuera de la cancha. Un abrazo para festejar un gol, un llanto para las derrotas, la mirada de asombro para las actuaciones inolvidables. Esta actividad reúne la vida humana en pocos instantes, en pocas horas.

Algunas historias son breves y otras duran décadas. Hay una mano de Dios, una de Suárez, un gol del siglo y un gol de Ghiggia. Hay 100 metros en 9,58 segundos y maratones en dos horas. Y durante todo eso también hay historias que trascienden una sola competencia, que se prolongan en el transcurso de los años. Para mí, durante los últimos 15 años hubo una Generación Dorada. En realidad, sería mentira decir que durante 15 años. Hace 15 años ellos formaron su equipo, pero yo los conocí en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, cuando dieron el paso al frente, cuando Argentina le ganó a Estados Unidos en las semifinales y se colgó la medalla de oro al ganar la final con Italia.

En el cuarto de mis padres, cuando era un casi niño de 12 años miraba un partido más de básquetbol. Pocos segundos para el final y un desconocido para mí por entonces, que se llamaba Emanuel Ginóbili, se tiró en palomita para ganarle a Serbia y Montenegro. Sin pensarlo, salté y corrí por toda la casa festejando aquel doble increíble. Era el truco de magia frente a mis ojos, sólo que yo ya no creía en la magia, ahora creía en el espectáculo maravilloso del deporte.

Pasaron 12 años desde aquella medalla de oro, y por espectáculos como ese el deporte se convirtió en una parte tan grande de mi vida. La tele de mi casa dejó de tener 14 pulgadas y un tubo de imagen. Apareció la era del LCD y las pantallas planas.

La vida y el mundo no son iguales 12 años después. Tampoco lo son ellos, pero siguieron ahí. El miércoles fui albiceleste por un ratito más y volqué algunas lágrimas a pocos metros de donde Manu Ginóbili dejó las suyas, las últimas vistiendo esa camiseta en el partido con Estados Unidos. Esa noche, el juego se convirtió para mí en la vida real. La pelota no picó para divertirnos a todos, sino para emocionarnos, para arrancarnos los sentimientos más genuinos a muchos. Pasaron 12 años y ellos fueron de oro, fueron de bronce, fueron luchadores por la política de su federación, y en una última cruzada reclamaron a su propia hinchada que no interpretara como cultura el canto provocativo a un rival al que ni siquiera estaban enfrentando. Fueron, sin temor a equivocarme, todo lo que está bien.

Ginóbili, Andrés Nocioni, Carlos Delfino, Luis Scola y tantos otros que dejaron su huella y su ejemplo en ese equipo podrán no haber pensado, cuando comenzaron sus carreras, que serían la inspiración y el ejemplo de integridad para tanta gente. Así y todo, cuando ese momento llegó, ellos fueron el ejemplo que muchos necesitábamos, el resultado grandioso acompañado de la cabeza pensante y la humildad. Sólo hay una cosa que vale más que todo eso. Al final, en la última gira, en el último instante, cuando Ginóbili se retiró ovacionado de un estadio partido al medio entre argentinos y brasileños, todos sus compañeros lo abrazaron, lo cobijaron. Como a un hermano, como a un amigo. Su rostro no le permitió ocultar sus sentimientos; no creo que quisiera hacerlo. Ellos le enseñaron a una generación el lado más humano del deporte y demostraron que para que ese lado florezca hay que poner el corazón, no ocultar los sentimientos ni las convicciones.

Mientras eso sucedía, Argentina tuvo muchos más hinchas que los argentinos. Tuvo niños, jóvenes y adultos prendidos a la pantalla, viviendo el sentimiento que un grupo de jugadores les regaló.