Los nacidos a fines de los años 80 quizá recuerden, entre sus primeros acercamientos al mundo de la computación, el Logo, un programa utilizado para introducir a los jovencísimos alumnos en el complejo mundo del lenguaje de programación. Más allá de sus méritos para cumplir esa función didáctica, el detalle más evocable de aquel programa era un pequeño robot con forma de tortuga, que se veía en la pantalla desde un plano cenital y trazaba líneas en ella de acuerdo con las órdenes que le impartíamos mediante el teclado de la computadora (estamos hablando de una época anterior al uso del mouse). Como si aquel animalito virtual tuviera una punta de pluma en la parte ventral de su caparazón, uno le indicaba a la tortuga que avanzara diez pasos y producía una línea vertical recta; conforme le fuéramos dando otras instrucciones, como virar en forma perpendicular hacia la izquierda o girar 45 grados, se les podía ir dando forma a distintas figuras.

Para un programa tan áspero y metódico, con dibujos que, de no tener un buen manejo, solían quedar en garabatos rectilíneos y dentados, sorprendía descubrir que para realizar el trazado de un círculo perfecto la tortuga tuviera que dar un paso y girar un grado, repitiendo el mismo procedimiento 365 veces hasta que se cerrara el diagrama en una perfecta y pulcrísima redondez. Los estudiantes que no terminaron convirtiéndose en programadores o ingenieros en computación recordarán aquel programa como un plomazo, pero, para alguien más volcado a las letras y con cierta sensibilidad proclive a la filosofía, la idea de que un círculo era una sucesión de rectas que moldeaban una curvatura en progresivos y microscópicos cambios de ángulo se presentaba como un hecho epifánico, un acontecimiento geométrico que de golpe hacía caer la estantería de lo abstracto en un pensamiento real y palpable.

La belleza de la música de Mux es la misma que la del Logo: reside en la posibilidad de trazar círculos perfectos a base de lineales pasos de tortuga.

Primero

Lo primero es la voz, o más que la voz, el canto de Fabrizio Rossi, su fraseo. Las formas en las que hace entrar o salir una palabra en un verso siempre parecen improbables o impensadas. Allá donde esperamos un acorde mayor cae en bajada, allá donde el bajo le tiende la colchoneta, con una “x” perfectamente marcada para que caiga en tiempo, se anticipa y luego demora un poco, como una pelota de tenis cuando golpea una raqueta. Cuando estamos compadeciéndonos de lo que cuenta, entra un breve rayo de luz, y cuando abrimos las ventanas para que entre el calor del sol, de golpe viene una ventolera gélida que nos humedece todo el cuarto. Ya desde los comienzos de la hoy difunta banda Solar, ese estilo extraño de Fabrizio, con un tono monocorde, casi hablado, se fue volviendo cada vez más cantado, a veces bordeando la desafinación, ya prescindiendo del mero recurso vinculado con el tempo para componer microclimas cada vez más ambiguos dentro de un mismo tema.

El ejemplo más claro de este recurso se puede escuchar en “Feel de año”, posible corte de difusión de Mux (2016), el flamante disco homónimo de la banda, en el que la voz parece dialogar con un órgano plácido y sincopado que es la perfecta encarnación de ese primero de enero que se arrastra desde la ventana (“Prendo el ventilador / y tiembla una hoja de papel / una lista que escribí ayer / cosas que quiero cambiar / pero el día es un misil / que explota en mi voluntad / quisiera irte a visitar”).

Más que hablar de una montaña rusa emocional, el tema alterna entre un montón de sensaciones y microestados de ánimo: a veces las palabras dicen una cosa y la música dice otra; la tranquilidad deja lugar a la duda; lo que parece una aceptación, casi por ósmosis, de todo lo que va a llegar, se superpone con un tenue redoblante marcial (casi un oxímoron en sí mismo), junto a la promesa de que el año que viene va a ser mucho mejor. Más que hablar sobre un primero de enero, “Feel de año” es un primero de enero, esa rara maraña de decepciones y balances del año ya pasado mezcladas con promesas y miedos del que recién acaba de llegar, un estado emocional paradójico que no tiene nada que ver con la llegada del sol, y es por completo indiferente a los calendarios de los hombres.

La tensión entre lo natural y lo atribulado condice con la superposición de los instrumentos, y especialmente de los teclados, que tomados individualmente parecerían denotar cierta dureza o falta de fluidez inherente, pero juntos terminan formando justamente la curvatura del círculo.

Doble

Siguiendo la línea de esta lucha de opuestos, ya desde sus comienzos Mux se pudo definir desde la contienda interna entre lo tecnológico y lo orgánico, lo digital y la utilización de instrumentos análogos. Luego de un comienzo en el que se daba amplio uso al Casiotone, a sintetizadores analógicos y a instrumentos típicos del low-fi (algo rastreable en su primer EP, Vacaciones, de 2009), el primer disco de larga duración de la banda, La supersticiosa comparación entre lo que fuimos antes y lo que creemos que vamos a ser hoy (2011), tenía un sonido más cercano al glitch digital (un subgénero de la música electrónica que trabaja a partir de sonidos de fallas electrónicas y pequeños sampleos), con la voz desplazada hacia un lugar más entrópico y tragada por la frondosidad de texturas. Ahora, Mux es el disco en el que la oposición entre lo análogo y lo digital se presenta en forma más evidente y a la vez mejor ensamblada, de modo que al oírlo se hace más viable disfrutar de los timbres y texturas, como en esos libros que se vuelven tridimensionales cuando los abrimos.

“Observador”, el tema que cierra el disco, empieza como un afro beat grabado adentro de un trasbordador espacial, que se deja llevar por un curioso patrón sincopado de batería al estilo de Phil Selway en Radiohead (en cierto modo la batería es el instrumento clave de este disco, y en su protagonismo parece ampliar el espectro de las máquinas de ritmos mucho más presentes en los trabajos anteriores de Mux) y termina con un estruendo de las guitarras, que en la mayor parte de Mux aparecen en una función casi ornamental. En “Su guitarra”, el sonido de las cuerdas de ese instrumento se superpone a una especie de duplicación digital que las vuelve loop, descomponiéndolas y trenzándolas alrededor del patrón rítmico de la batería. Esta idea del doble no es algo nuevo en la banda, y podría decirse que es uno de los elementos más repetidos en la imaginería del disco.

Siguiendo la línea del doble, o de lo perturbadoramente duplicado, aparece el tema más logrado del disco, “Sueño del conejo” (“Un rayo invisible atravesaba los ojos / un hermano invisible me hablaba en el sueño / un hermano gemelo invisible / me hablaba mirándome”). Es difícil encontrar, dentro de la generación del indie uruguayo actual, un tema que pueda equiparársele en la creación de atmósferas, dándonos la impresión de que viajamos dentro de la cabeza del personaje hacia ese bosque donde nos encontramos con un conejo parlante.

La intervención del conejo, encarnado por la voz de Patricia Iccardi (precedida por las notas sueltas y apenas esbozadas de una especie de sintetizador moog, que parece dar forma al acercamiento tímido de este animal) es un momento extraño y sobrecogedoramente bello, bordeando lo conmovedor. Iccardi dice “te vi aparecer / te vine a saludar / vos ya te estás por despertar / y yo allá no puedo regresar”, y la única referencia directa a la manera en que entra y sale esa voz (ya casi para el cierre de la canción) es la de “Funeral de la planta”, de 3 Pecados, en la que aparecía inesperadamente un cantante invitado diciendo “yo la esperaba en el bar / y sus alas vi pasar”.

Uno

Pese a medir unos seis centímetros más que la altura media uruguaya, el viernes 12 de agosto me fue casi imposible ver a la banda tocando en vivo en Pera de Goma, entre todas las cabezas que se agolparon delante del escenario. Ese inconveniente visual terminó ayudando a que me quedara sólo con lo meramente auditivo, permitiéndome cerrar los ojos y descubrir las pequeñas sutilezas de atmósferas y ritmos, como en esos nuevos restaurantes en donde mozos ciegos escoltan a clientes a comer en habitaciones a oscuras, con la intención de que se profundice la percepción de otros sentidos. En la oscuridad pegajosa de los párpados cerrados, Mux, con sus subidas y bajadas, sus callejones sin salidas, sus atajos y finales abiertos, fue lo más parecido a esos silbidos azarosos sin partitura que uno entona mientras camina en la noche. Y ahí comprendí que la composición de Mux es eso, lo más parecido a las canciones inacabadas que uno entona para sentirse menos solo.