Cuando Steven Spielberg adaptó en 1975 un best-seller de Peter Benchley editado el año anterior y llamado Jaws (“mandíbulas”, Tiburón para los literales mercados hispanohablantes), no sólo hizo una de las mejores películas de horror de todos los tiempos, sino que además desató un monstruo aun mayor y más feroz que el que presentaba en esa obra: el del subgénero de las películas de tiburones. Originalmente continuada por sus secuelas y algún oportunista film italiano, Tiburón se convirtió en un fenómeno absoluto, al descubrirle al mundo un pánico común a todos los nadadores y hacer evidente que el público respondía masivamente, de modo algo masoquista, a la exhibición de películas de ese tipo durante el verano. La fiebre de este subgénero (y de sus parientes cercanos los films de pulpos gigantes, orcas, pirañas, cocodrilos y cuanto animal dañino pueda poblar un océano, mar o río) duró hasta los años 80, cuando la reiteración de recursos y sustos previsibles hicieron buscar fuentes más novedosas de pavor. Pero a principios de este siglo, debido tanto a la falta de ideas nuevas en la industria cinematográfica como al auge de los documentales sobre tiburones y por una mayor atención mediática a los ataques de escualos en las playas de Estados Unidos y Australia, se volvió a recordar el pánico que producen estos peces dientudos, y una nueva y más numerosa oleada de películas con ellos como amenaza -impulsada por la efectiva Alerta en lo profundo (Renny Harlin, 1999) -inundó los mercados, en lo que parece ser una moda bastante estable y prolífica.

Además de la voracidad de sus escualos, las nuevas películas de tiburones suelen tener en común una espantosa calidad cinematográfica general, que apunta esencialmente a hacer al bicho cada vez más grande e increíble, dejando por el camino cualquier intención de verosimilitud o de legítimo suspenso. Distribuidas en el mercado del cable (esencialmente el canal Syfy, especializado en bizarreadas similares) y el del DVD, y apuntando de modo cada vez más explícito a la payasada delirante y exagerada, la nueva fiebre de este subgénero produjo films sobre tiburones gigantes, tiburones zombis, tiburones prehistóricos, tiburones antropomórficos, tiburones subterráneos, tiburones fantasmas, tiburones pulpo y tiburones de tres cabezas, llegando al cenit del ridículo y el consumo irónico con la ya clásica Sharknado (Anthony C Ferrante, 2012), sobre una serie de tornados que inundan Los Ángeles y producen algo así como una lluvia de tiburcios voraces, algo tan absurdo que terminó siendo un éxito con varias secuelas.

Ya establecido como un subgénero algo atroz, el cine de tiburones también tuvo algunas revisiones un tanto más serias, que recordaban que el éxito original de aquella gran película de Spielberg tenía que ver con el tradicional miedo en la mente humana a las profundidades y, sobre todo, a las profundidades habitadas por un depredador con varias hileras de dientes. Así es que, en simultáneo a las berretadas más o menos divertidas sobre tiburones que se comen aviones o salen de una manguera, también se realizaron algunos films más respetuosos de la herencia de Tiburón, como la desesperante Mar abierto (Chris Kentis, 2013), sobre una pareja de buceadores que son olvidados por su equipo en un área infestada de escualos, o la aun mejor El arrecife (Andrew Traucki, 2010), acerca de un grupo de jóvenes cuya embarcación encalla en un arrecife y que deciden ir nadando hasta una isla cercana, sólo para encontrarse en el trayecto con un paciente y enorme tiburón blanco. Es en esta orientación más realista y acotada en sus personajes, pero con elementos de aventura desbocada, que se inscribe Miedo profundo, una película fácil de descartar a priori pero muchísimo más inteligente de lo que parece.

Un bikini contra una bestia

Dirigida por el español Jaume Collet-Serra, autor de la tétrica película de horror psicológico La huérfana (2009), Miedo profundo cuenta la historia de Nancy (Blake Lively), una surfista estadounidense que, traumatizada por la muerte de su madre (también surfista) a causa de un cáncer, decide abandonar sus estudios de medicina y viajar a una desértica playa mexicana que había visitado en su infancia. Mientras corre olas y hace catarsis, Nancy es atacada por un tiburón blanco, que la hiere, la deja varada en un pequeño islote a unos 200 metros de la orilla, y se queda orbitando a su alrededor mientras la marea comienza a subir.

El argumento es tan simple que Miedo profundo podría considerarse de antemano un mero vehículo de explotación del atractivo de su principal y casi única protagonista (a menos que se cuente a una gaviota y un enorme tiburón), Blake Lively, hoy en día uno de los mayores símbolos sexuales de Hollywood, filmada con generosidad en un rol que la obliga a estar en bikini durante la casi totalidad de la película, pero si bien la premisa es simple y tal vez un tanto absurda, no lo es el tratamiento que le da Collet-Serra. Con una duración acotada a la hora y media (una longitud sensata pero cada vez menos utilizada en el estirado cine estadounidense actual), el film sólo dedica unos pocos minutos a delinear a su personaje central y no necesita más, ya que eso alcanzará para justificar todas sus conductas posteriores. Esa breve presentación inicial puede ser un poco irritante, a causa de sus múltiples guiñadas a la generación tecnológica a la que el film apunta como público (tomas intercaladas con fotos de Instagram, filmaciones con cámaras de casco de surfista, conversaciones vía iPhone), seguidas por largas tomas beatíficas que parecen extraídas de un programa sobre surf, con lujosas secuencias subacuáticas (que aprovechan un agua transparente como el aire), afeadas por ralentis y recursos habituales en las filmaciones deportivas. Pero cuando el escualo entra sutilmente en escena (en una excelente toma en la que lo vemos traslucirse dentro de una ola sobre la que se desliza la incauta Nancy), todo en la película se vuelve concentración, foco y una tensión casi insoportable y ejemplar en términos de narración. No hay nada que se pueda adelantar sobre el duelo de la chica y el porfiado pez sin ser un aguafiestas, pero vale la pena señalar que, en un subgénero en el que las horrendas dentelladas y las explosiones de sangre en el agua son dos de las características más distintivas, Miedo profundo se banca todo su suspenso y sus considerables sustos sin recurrir prácticamente al gore, lo cual no es bueno ni malo de por sí, pero por lo menos deja en claro que no es la obra de un cineasta perezoso.

Ya sea por lo focalizado y efectivo de su narración, o debido al entusiasmo causado por la anatomía de Lively, Miedo profundo -una producción de gran presupuesto para nuestros parámetros, pero sumamente barata para los de Hollywood- se convirtió en un enorme éxito en la temporada estival del hemisferio norte, y se lo merece por su solidez y su férreo compromiso con el objetivo limitado pero legítimo de entretener durante hora y media. Básicamente una película clase B realizada con profesionalismo, no es perfecta ni merece la comparación con una gran obra como Tiburón, su obvia inspiración (a la que hace no pocas guiñadas), pero tampoco es un film que se tome para la chacota aquel noble legado de miedo primitivo, más que comprensible para cualquiera que nadando distraído se haya topado con una tonina en una playa de Rocha.

Miedo profundo (The Shallows)

Dirigida por Jaume Collet-Serra. Estados Unidos, 2016. Con Blake Lively. Life Cinemas Costa Urbana; Movie Montevideo, Nuevocentro, Portones y Punta Carretas; shoppings de Colonia, Paysandú y Punta del Este.