Jia Zhangke fue el principal exponente de la llamada “sexta generación” del cine chino, surgida en los años 90: la primera tanda de cineastas que, beneficiándose de nuevas tecnologías, de modos de producción más informales y de una relativa apertura político-económica, empezó a producir sus obras (por lo general bastante baratas) en forma independiente del sistema de grandes estudios controlados por el Estado. Esa independencia implicó un margen mayor de contenido crítico en un país donde la censura sigue siendo muy fuerte. La obra de Jia pronto alcanzó una gran repercusión internacional, lo que le viene permitiendo realizar películas con mayores recursos de producción, provenientes del extranjero.

Si para la “quinta generación” (la de Zhang Yimou y Chen Kaige) el gran disparador temático fue la salida de la Revolución Cultural -con su puja entre autoritarismo y libertad-, la sexta parece girar en torno a la inmersión más franca en el capitalismo, el mercado y la globalización. Se disfruta de los beneficios de esta, y el primer plano de esta película lo hace en la forma más gozosa imaginable: un grupo de jóvenes, en los últimos días de 1999, ensaya una coreografía para “Go West” en la versión de los Pet Shop Boys. Pese al título (“hacia el oeste”, pero también “hacia Occidente”) y, para quienes lo conozcan, pese a las connotaciones políticas del video asociado con la canción (que mostraba un mundo totalitario impregnado de imaginería soviética y podría interpretarse como una prédica optimista con respecto a la occidentalización), la escena no transpira nada irónico: lo que se transmite es puro disfrute colectivo, alegría, quizá nostalgia de ese hit de los 90. Pero el film está cargado de apuntes críticos con respecto a esos procesos.

Quienes tenemos la ilusión de un país amparado por algunos restos de socialismo -como los que aparecían, por ejemplo, en Qiu Ju (1992), de Zhang- nos sorprendemos al ver que, por lo menos según esta película, en una ciudad de 400.000 habitantes un enfermo de cáncer está mucho más desamparado que en Uruguay, ya que su posibilidad de tratarse depende de que logre reunir una cantidad de dinero imposible para alguien de clase obrera. El dueño de una mina despide a un empleado por motivos abiertamente personales, y no parece existir protección laboral alguna. Un personaje emprendedor logra enriquecerse en el nuevo escenario, pero la premisa parece ser una actitud vital prepotente y una obsesión tal con el dinero que a su hijo le va a poner de nombre Daole (“dólar” en mandarín). Ese hijo crece en una comunidad de chinos en Australia pero nunca superará una comprensión muy insuficiente del chino, lo que implicará una enajenación importante entre él y sus padres. El bienestar económico de su padre no parece implicar nada que se parezca a felicidad, más allá del orgullo competitivo por integrar una clase privilegiada. Tao, la protagonista, es el eje de un triángulo amoroso entre Jinsheng (el futuro capitalista) y Liangzi (el obrero), e incluso podríamos leer su elección del primero en clave alegórica, a la manera del realismo socialista de antaño (con Tao representando los valores arraigados de China frente a la opción binaria entre el capitalismo y la clase obrera; la expresión profunda, entrañable, de Liang Jingdong como Liangzi no deja mucho margen de dudas con respecto a quién es el más querible).

Estos apuntes y posibilidades de lectura están y tienen importancia, pero son un trasfondo, un subtexto. La superficie de la película es un drama en el que acompañamos de cerca y en forma empática a un puñado de personajes. Sufrimos y nos alegramos junto a ellos, esperamos con curiosidad qué va a pasar, ansiamos algunas cosas y nos decepcionamos cuando no ocurren, como en la mayoría de las películas narrativas. Y, además del trasfondo político-social-cultural, hay otros de carácter más existencial.

El film no podría tener un final formalmente más clásico (remitiendo al inicio, cerrando un círculo). Pero no es el cierre convencional del cine “clásico”: queda abierto el “qué va a pasar”, no se resuelven varias líneas de acción, no se arriba a conclusiones morales netas. Y el transcurso de la película es totalmente impredecible. Aunque parece que el triángulo amoroso va a dominar el drama, siguen dos saltos temporales de más de una década cada uno, configurando episodios apartados en el tiempo, y es imposible prever a cuál de los personajes seguiremos.

Nos enfrentamos con las pérdidas inherentes al paso del tiempo, y estas se suman a las causadas por elecciones importantes de la vida, pero no necesariamente elecciones “equivocadas”: cada una de ellas implica la pérdida de una alternativa, y uno puede especular con la posibilidad de que una opción fuera mejor que la otra, pero aquí se trata de algo aun más fundamental, de una dimensión de pérdida inevitable, que convive con otra de misteriosa permanencia (como le dice Mia a Daole: “El tiempo no lo cambia todo”). Hay una contemplación serena, pero no por ello menos dolida, de esas pérdidas inherentes al ciclo vital y a la condición humana (muertes, separación entre madre e hijo, soledad, enajenación generacional, progresiva inadaptación a los nuevos tiempos), que se puede asociar con la obra madura del japonés Yasujiro Ozu. Pero, de modo más profundo que en ese director, esta contemplación se combina con una evaluación de los dilemas político-sociales, y con la noción de que siempre persiste un importante margen de elección y, por lo tanto, una reserva de optimismo (también contenido en “Go West”).

Casual sólo en apariencia

La textura de la película es naturalista: la acción avanza lentamente, los encuadres no son especialmente pictóricos y están tomados en su mayoría sin trípode, con una cámara que se mueve libremente aunque nunca en forma exhibicionista, y se ocupa casi siempre de mostrar a los personajes desde más o menos cerca, excepto en raros momentos en que un plano general nos distrae de lo que hacen, y parece proponer una vaga reflexión poético-paisajística de ebullición dentro de la textura quieta de la narración (fuegos artificiales, una explosión de dinamita). Hay toda una poética con los paisajes de Fenyang (la ciudad natal de Jia, donde transcurría su primera obra maestra, Platform, de 2000), que extrae belleza, cariño y arraigo de su deslucida urbanística de pequeña ciudad industrial, un río Amarillo resecado y contaminado, la masa de gente ensimismada cumpliendo sus rutinas con ropa entre gris, negra y azulada, viejas construcciones derruidas que de pronto conviven con la vista increíble de una antigua pagoda, los colores vivos de los dragones en el festejo de Año Nuevo, o la imagen emblemática de un niño portando un guandao (tipo de lanza tradicional). La misma mirada que halla belleza en esa fealdad parece contemplar con cariño el consabido kitsch de la China modernizada, como en la canción pop sentimental de Sally Yeh, los rituales formalizados de un festejo provinciano, o la foto de casamiento seudoturística tomada frente a un telón con la imagen de la Ópera de Sidney.

De pronto ocurre algo fuerte, pero que no tendrá consecuencia alguna en la anécdota, cuando un avión pasa a pocos metros de donde Tao iba en bicicleta. Tampoco tienen consecuencia anecdótica algunas imágenes llamativas sobre las que la cámara pone su atención (un tigre enjaulado, la maniobra complicada de un camión cargado de carbón). Aunque podemos atribuir un sentido metafórico a esas imágenes, contribuyen sobre todo a la sensación de que no estamos viendo algo armado, sino el fluir no planificado de una vida, como si el dispositivo narrador no supiera de antemano cuáles elementos le van a servir para el resto de la historia y cuáles no. Esa sensación casual se da incluso en la ubicación de la placa con el título de la película, recién a los 45 minutos de metraje (cuando uno ya no espera que aparezca antes de los créditos finales).

Esa apariencia no formalizada disfraza una estructura rigurosa y puntillosa. Si las imágenes perdidas (avión, tigre, camión) no “llevan a nada”, los datos importantes de la historia sí están cuidadosa y hábilmente plantados (la fascinación de Jinsheng por las armas, la elección de Australia como escenario). Algunos objetos son usados en los diferentes episodios (correspondientes a las tres épocas en que transcurre la historia) para enfatizar permanencias y diferencias, dando concreción y densidad al paso del tiempo y a su vínculo con la memoria: la canción de Sally Yeh, el perro de Tao, los wantan (ravioles chinos), el buzo a rayas, el guandao. Son especialmente fuertes los dos objetos mensajeros de Tao (la tarjeta de casamiento y el llavero), ambos de un rojo fuerte, que enlazan, respectivamente, el primer episodio con el segundo, y el segundo con el tercero. El avance temporal entre un episodio y otro está enfatizado por los formatos de encuadre, cada vez más anchos (del formato televisivo de 1,3:1 hasta la pantalla ancha de 2,4:1). Esa estructura refuerza la presencia de relaciones ternarias: pasado-presente-futuro; las tres personas involucradas en el triángulo amoroso; los tres personajes con quienes empatizamos (Tao, Liangzi y Daole); los vínculos de Tao con padre, marido e hijo; los tres arreglos, progresivamente más amplios, del tema único de la bella música incidental de Yoshihiro Hanno (para guitarra sola, para piano y cuerdas, para conjunto más amplio de cuerdas). Eso incluso se puede vincular con el título original de la película (“Las montañas pueden desplazarse”), que se conforma con los ideogramas de tres objetos pertinentes para la trama: montaña, río, persona.

Esta es una de esas películas cuyo peso y amplitud parecen jugar efectivamente al nivel de la vida, y no de una simplificación esquemática de esta. El rostro especial y la actuación maravillosa de Zhao Tao -musa y esposa de Jia, y protagonista de la mayoría de sus películas- contribuye a su excepcional impacto emotivo. Su tono de delicadeza cruda y cargada de ternura es especialísimo, así como la manera en que articula lo personal con lo colectivo, el momento fugaz con el pasado y el futuro, lo intransferible con lo simbólico y conceptualmente denso.