Hoy les voy a mentir a todos. Les voy a decir a los interpeladores del no que al final tienen razón, que soy yo quien ve las cosas tristes, que mi mirada está detenida en la crítica sin devenir histórico de este Uruguay que prospera y que se viene construyendo contra viento y marea; algo que yo no puedo ver ni percibir.

Hoy les voy a decir que sí a los que acusan a mi discurso, y, de paso, a mi persona y a otras que lo comparten, de poner palos en la rueda, de promover la depresión, de no entender los procesos históricos.

Les voy a tender la derecha (más bien la izquierda, porque es la mano con la que escribo, la fundamental, casi mi vida) y voy a aceptar que estoy jugando todo el tiempo al inquisidor, al que goza con el boicot, al que registra todo lo malo porque quiere hacerse el distinto, ganarse enemigos que antes fueron aliados o compinches, molestar porque sí, andar amargado por la vida porque eso paga, por la construcción de un personaje, por viveza criolla que sólo redunda en su beneficio, porque le gusta que le escupan el guiso, quedarse solo o buscando nuevos aliados, tener que decir en cada ocasión que esto no es divertido.

Hoy voy a decir que todo lo que percibo y vivo es puro oportunismo, que lo que veo es invento, construcción literaria de una realidad falsificada. Hoy voy a hacer la mueca y nombrar mi cinismo. No voy a aplaudir mi hallazgo lingüístico ni a regodearme en finas metáforas; menos, festejar mis elocuencias. Voy a abjurar de mis imágenes, tomar las estadísticas que me indican la verdad, tener paciencia, reivindicar la alegría, los procesos, acusar todo el tiempo a los verdaderos enemigos (milicos, blancos, colorados), reír más, festejar avances, no registrar la miseria porque claro, otra vez, el proceso. Ver pasar a tres, diez, cientos de pobres por esta Ciudad Vieja, más pobres que la pobreza, pero decir -lo voy a decir- que es cuestión de tiempo, que algo mejora, que las cosas van cambiando, que las peatonales, que la pobreza endémica y arrastrada por decenas de años, que no hay culpa ni responsabilidad del ahora, que ya cambiará, que espera, esperanza, tiempo.

Voy a decir que están conviviendo, entonces, los pobres nacidos pobres y los de penthouse remodelado que hablan de que acá cabemos todos, y nada voy a decir de los negros que cargan su negrura de pobreza, y mucho menos de la felicidad cierta de los que se dicen vecinos del que mañana los puede asaltar, ni del que desearía que todos murieran (los pobres) y que la Ciudad Vieja se convirtiera de pronto en el paraíso-casco-histórico-como-en-todas-las-ciudades-del-mundo.

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No voy a decir, ni loco, que hace unos días me tomó la noche a las cinco de la mañana y tuve la feliz idea de salir a caminar y hacerme de un conocido nocturno -vino de por medio- para que me hablase de su vida toda, esa noche y otras más, para convertirla en relato cierto de este casco, y saber de su infancia, su miseria. Menos, relatar su “monedita, vecino” a toda hora, su falta de dientes, su andar atropellado, su intimidante presencia o amenaza solapada, todos los huecos que conoce, una existencia humana y de ciudad que no me animé a afrontar porque tuve miedo de no volver a casa, de los otros que me pudiera presentar, de amanecer cadáver en la escollera, de mi miedo que no está construido por la prensa amarilla ni por los informativos centrales sino por otro que nadie confiesa, un miedo que mi cuerpo siente, que lo percibe, que sabe de pactos violados cuando el lenguaje, todo esto, no vale nada.

Y sin embargo, qué desperdicio, qué lástima esa falta de coraje. Ahí está la historia de verdad, o la verdad a secas, no en la teoría sobre los miedos, no en mi cuerpo (aunque también) sino en el suyo. Ahí está la ruina de la especulación social, de la estadística, de la esperanza, del espanto. Ahí está todo lo que deberíamos contar sin intermediarios ni discursos ya armados, sin ideas sobre la realidad. Intuyo que en ese negro enorme y sin dientes que me pide una moneda cada día está toda la historia de la Ciudad Vieja, de la esclavitud en este país, de la colonización y, sobre todo (para qué me voy a hacer el arqueólogo de la historia), de la pobreza real, la palpable, la del niño que, como me dijo hoy una amiga, “no tiene cara de niño”.

Es que uno a veces sabe dónde está la verdad, o un hilo cierto que lo conduce a su algoritmo. Y como sé que no voy a mentir ni a jugar al que comprende los procesos históricos, también sé que la verdad está en el presente, en el cuerpo de ese negro. Yo lo sé, y no puedo hacerme el idiota ni fingir escenarios. Aquello de Nietzsche: el hombre racional -o el narrador, para el caso- busca la adecuación a su decir de las metáforas ya construidas, para sostener la “necrópolis de los conceptos”, una paz, una seguridad, un orden inteligente, inteligible, justificado. Estadístico. El otro hombre, el intuitivo, sufre y “hasta sufre con mayor frecuencia, porque no sabe aprender las lecciones de la experiencia y se mete siempre de nuevo en el mal trance en que una vez se ha metido, y en el sufrimiento adopta la misma actitud irracional que en la felicidad; profiere gritos agudos y no halla consuelo alguno”.

Digo lo que ya sabemos: que esa intuición mía es la de todos, que sólo escuchando a ese negro y su historia y corriendo peligros es que sabremos algo de todo esto, más allá de estudios analíticos o sesudos y de buenas intenciones. Que quizá, sí, ese negro o el rubio que renguea o el pelirrojo desdentado sean una maravilla de personas, pero que nadie realmente los narra más allá de sus narrativas discursivas previas, de su pura ideología, de los números que engrosan la cuentística social. O el deseo de otro mundo. El maldito deseo que a unos los tiene bailando en la rueda de la historia y a otros en los boliches del Cordón mientras dicen (decimos) de una idea del cuerpo del otro, pero nunca del cuerpo-verdad. Esas distancias que deberíamos asumir, ese no sé; al menos, ese quizá.

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¿De qué estoy hablando? En definitiva, de dos o tres cosas simples. De una narrativa política que nada tiene que ver con la vida social. De los interpeladores del no que no le han visto en sus vidas la cara al negro ni han visto todo lo que lo rodea pero igual construyen el relato de su existencia con una petulancia vergonzosa o una ignorancia garrafal. De los nuevos discursos de la integración que sólo practican los integrados.

No hay convivencia cierta. Hay tránsito de capitales simbólicos, cámaras de seguridad, una ciencia ficción de pacotilla que rompe los ojos y el alma. Claro que me encantan las terrazas, las viejas fachadas, que el trabajador y el artista compartan este pedazo de ciudad, pero no puedo evitar ver lo que veo: pobres endémicos juntando rabia o resignados o enajenados mientras muchos de nosotros -yo, decenas de amigos, nosotros: esa debe ser la primera acusación, siempre- nos congratulamos de una convivencia que me resulta brutalmente pacífica.

¿Todo esto a cuento de qué? A cuento de todo. Principalmente, de la realidad y su intrínseco revoltijo, su desorden, su inequidad evidente. De que quizá vos no te creas mi narrativa (triste, depresiva, de boicot), pero yo mucho menos me voy a atragantar con la tuya, tan cerca de la feliz mentira.

Y final de nuestros cuentos.