Gummi y Kiddi son dos viejos gruñones y solitarios, portadores de espesas barbas blancas, que viven en propiedades contiguas de un precioso y despoblado valle islandés. Son hermanos pero no se hablan desde hace unas cuatro décadas (los motivos sólo se aluden en forma vaga). Sus vidas están centradas en las ovejas y corderos que crían, únicos representantes de una magnífica estirpe desarrollada por sus ancestros. Año tras año, uno de los dos sale campeón (y el otro vicecampeón) en los concursos rurales de criadores de la región, y ese predominio es tranquilamente asumido por quienes los rodean. Pero cunde una epidemia de tembladera (enfermedad contagiosa y fatal que afecta a ovinos y caprinos), y la única forma de contenerla consiste en sacrificar a todas las ovejas de la región y aguardar un par de años para instalar nuevos rebaños. Para casi todos los criadores/pastores eso implica una gravísima dificultad económica: algunos tendrán que irse y buscar otra actividad, otros se hundirán en deudas que les costará muchos años remontar. Para Gummi y Kiddi implica eso y algo más: la desaparición de un patrimonio familiar profundamente arraigado en la sensibilidad de ambos.

La historia es patética, melancólica. Pero el tono de la película más bien acompaña la sequedad de los dos viejos, acostumbrados a una vida sin emociones fuertes, que malgastaron el único lazo familiar que parece quedarles (el del uno con el otro) y vuelcan en sus ovejas y corderos todo el amor que tienen para dar. La descripción de la vida de esa gente, el contexto y la evolución de la narrativa transcurren en una sucesión de escenas muy breves, muchas veces de un solo plano, siempre con la cámara controlada (sobre trípode o dolly), un ritmo de montaje moderado y unas composiciones clásicas magníficas. Sin diferenciación alguna, entre un corte y otro puede haber continuidad o pueden haber transcurrido algunos segundos, u horas, o días. Pese a ese tipo de fraseo “duro”, el espectador nunca se desorienta. En la medida en que el componente descriptivo se va convirtiendo en historia, y nos vamos involucrando más con los personajes, las escenas se hacen más largas y todo conduce a un clímax que envuelve elementos de suspenso y peligro. El rigor y la pericia de la realización se ostentan ya en el primero de los planos que siguen a los créditos, una bucólica imagen paisajística que condensa todo el contexto: la amplitud del pastizal, las montañas al fondo (que tendrán un papel crucial en la parte final de la película), el hombre solitario y las ovejas, las casas de los dos hermanos, con la de Gummi (el personaje al que acompañamos) adelante y la de Kiddi al fondo. Vaya claridad y poder de síntesis. El paisaje corresponde líricamente a lo que ocurre en la historia: del verdor otoñal iluminado por un sol bajo y pálido en la primera etapa pasamos al invierno helado y nublado a partir del sacrificio de las ovejas, pero ese invierno, aparte de ser expresión del ánimo de los agonistas, a su vez será un componente condicionador del desenlace. Aunque la bella música de Atli Örvarsson -muy nórdica- es desolada, el carácter malhumorado de Gummi y Kiddi termina suscitando algunos momentos de comedia.

Este es un ejemplar de world cinema, pese a que es primermundista. Esos granjeros rústicos en el contexto europeo tienen mucho mayor poder adquisitivo que la mayoría de nosotros en Uruguay: han sido educados y cada uno posee su camioneta moderna, su cuatriciclo, su tractor, su casa sólida y relativamente amplia. La catástrofe económica causada por la epidemia implica para ellos una muy incómoda necesidad de replantearse la vida, pero nunca llegan a acecharlos el hambre ni el desalojo forzado. El mundo en el que viven es, de todos modos, desconocido para la mayoría de los espectadores de cine. Uno de los rasgos más notables de la película es la forma en que recuerda la existencia, aun en plena Europa -y aunque sea sólo en un par de viejos-, de un tipo de vínculo “indígena” con la tierra, los animales y los ancestros. Es una actitud vital, no tiene nada de místico. La película observa ese elemento con simpatía, con admiración y con cierta tristeza por unos valores que se encuentran en peligro de inminente extinción.

Al igual que Gummi y Kiddi, Rams... no deplora que se desvanezca un tiempo de prosperidad, que quizá sea sucedido por otros más opulentos, funcionales, con muchas más alternativas de entretenimiento, con más compañía humana. Pero registra que esos beneficios de la sociedad posindustrial suelen estar acompañados por un proceso de enajenación: el de la ganadería tecnocrática en la que la tierra pasa a ser sólo una propiedad, los animales son bienes y el trabajo es un proceso para costear el ocio entretenido. Aunque pocos de nosotros consideramos seriamente abdicar de los placeres derivados de la sociedad consumista, podemos palpar, por medio de este film, un enorme empobrecimiento en algunos significados vinculados con la pertenencia, el compromiso con el trabajo y la personalización de los seres vivos que nos rodean y de los que dependemos.

Esta deliciosa película de tono modesto ganó, entre otros premios, el Un Certain Regard del Festival de Cannes, fue vendida a más de 40 países y en algunos de ellos tuvo un muy buen desempeño de boletería.

Rams: la historia de dos hermanos y ocho ovejas (Hrútar)

Dirigida por Grímur Hákonarson. Islandia/Dinamarca/Noruega/Polonia, 2015. Con Sigurour Sigurjónsson, Theodór Júlíusson y Charlotte Bøving. Cinemateca 18.