Una gran cantidad de medios viene metiendo mano en el cajón de sastre hitchcockiano para señalar algunos de los atractivos fundamentales de la película El vecino. Más allá de trucos de marketing, la comparación es extraña, a no ser que se utilice al director Alfred Hitchcock para señalarlo como un contramodelo de todos los hilos que mueven el film del rumano Radu Muntean: se puede definir El vecino como un thriller antihitchcockiano.

Sandu Patrascu (Teodor Corban) es un hombre sencillo, que disfruta de algunos pequeñísimos placeres de la vida, como pasear a su perro y hacer ejercicio. A diferencia de la mayoría de las películas rumanas que llegamos a ver, en las que la persistencia de resabios del antiguo régimen en tiempos actuales suele estar asociada con los conjuntos habitacionales y con una paleta bastante gris u opaca en la fotografía, en El vecino todo parece estar bañado por una luz prístina y amable, con un cuidado de dirección de arte que favorece los colores vivos y alegres, sin llegar a ser chillones. Hay un esmero particular en la economía de cortes, y todo entra y sale de cuadro de una manera orgánica y plácida, pero a la vez lenta y meditativa, lo opuesto al cine de, por ejemplo, Corneliu Porumboiu, en el que siempre se nos está tironeando desde la incomodidad de lo que queda adentro y lo que queda cercenado del encuadre. Podría decirse que, en ese sentido, el film es como la vida del protagonista: todo en el lugar correspondiente, todo limpio y ordenado, dispuesto a ser disfrutado sin mayor emotividad.

La cámara capta con esa misma paleta de colores y luminosidad las escaleras del edificio donde vive Patrascu, en las que este oye unos gritos provenientes del apartamento vecino. El protagonista hace la de Poncio Pilatos y se va a trabajar, para enterarse horas después de que encontraron el cadáver de una vecina, de que era a ella a quien había escuchado gritar y, más que nada, que una persona a la que vio salir del apartamento de esa mujer, ahora envuelto en cintas policiales, probablemente fue quien la asesinó.

Aunque posee esta valiosa información, Sandu niega una y otra vez haber escuchado algo; se hace el distraído con su familia, con los vecinos y con la Policía. Aun así, el posible asesino sabe que fue visto por él y empieza a invadir su privacidad: se hace amigo de su hijo, va a comer a su casa y lo contrata para una gestión personal, como forma de tantearlo (o intimidarlo) más de cerca. Acá podría estar el gen hitchcockiano, con una verdad conocida por el protagonista y su antagonista y la tensa espera a que alguno de los dos mueva una pieza. Una vez que Patrascu opta por el silencio, la culpa queda compartida entre él y el asesino; como ambos pueden hundirse juntos, deben permanecer como si nada hubiese pasado, y en esa tensión (similar a la de, por ejemplo, La sombra de una duda -1943- y La ventana indiscreta -1954-) se nota el halo más hitchcockiano. Sin embargo, Muntean no está interesado en tirar de los hilos más asociados al suspenso ni en el efecto de succión alrededor del vacío generado por el protagonista, sino en delinear ese vacío sin dejar que sea atravesado por lo moral ni por una línea directa de acción.

Para ser más claros, el problema de Patrascu no es moral, sino de gestión; no reside en cómo convivir con el secreto, sino en cómo mantener su vida tal cual era sin esa irrupción loca del cambio de destino. Esto marca una diferencia con el estilo hitchcockiano, en el que la angustia y el plano de acción corren por cuenta del protagonista (pensemos en el arrepentimiento alrededor de ese arreglo tácito de asesinatos cruzados en Extraños en un tren -1951-), mientras que el villano es como una fuerza de la naturaleza, a la que no es posible detener una vez que se pone en movimiento. En El vecino, la versión menos subjetivizada es la del protagonista, mientras que el foco histérico parece provenir más bien del asesino.

A su vez, la invasión progresiva de la privacidad por parte del asesino se diferencia de las filmaciones que aparecen en Caché (Michael Haneke, 2005), porque estas parecen provenir de la constancia fría de una especie de testigo perverso, que hace que se dispare toda la neurosis del protagonista y la familia, mientras que en El vecino quien enloquece más es el sospechoso, que parece rodear a Sandu movido por la pregunta de qué va a hacer.

En todo caso, el “qué va a pasar”, que puede ser el motor de cualquier thriller, es desplazado, aquí, por un retrato más bien estático de gente que puede mantener el silencio en su estado más sólido e impertérrito, algo que -y con mucha razón- se ha visto como una alusión a la complicidad civil durante los oscuros años del gobierno de Nicolae Ceausescu.

Este estilo escindido de los nudos dramáticos evidentes es muy similar al del ya mencionado Porumboiu, un director más interesado en describir los procesos de la verdad o de la justicia que en relatar un debate o un crimen en sí mismo, de modo que obvia los núcleos emocionales más transparentemente narrativos. Pero esta comparación pone en evidencia lo que hace perder brillo al film de Muntean. A diferencia de Poromboiu, que nos puede tener aburridos una hora y media, cansándonos con la descripción del monótono y burocrático trabajo de un detective, para llevarnos a un sorprendente knock-out en el round 12 del film (los brillantes últimos tres minutos de Policía, adjetivo -2009-), El vecino no tiene ninguna gran escena, ningún momento de cristalización teórica, filosófica o moral que haga valer la pena el estilo cansino y meticuloso con que nos pasea por la trama. Así, la película termina pareciéndose a un complejísimo plato gourmet del cual leemos en la carta una exhaustiva descripción (ingredientes exóticos, marca autoral del chef, extraños procesos de cocción, referencias históricas y justificación ético-teórica), pero que en la boca simplemente sabe a pollo.

El vecino (Un etaj mai jos)

Dirigida por Radu Muntean. Rumania/ Francia/Suecia/Alemania, 2015. Con Teodor Corban y Iulian Postelnicu. Cinemateca Pocitos.