¿Cuál ha sido tu relación con la planificación de la tecnicatura?

-Hace tres años, dramaturgos y gente que de alguna manera estaba interesada en la creación de la carrera nos reunimos por primera vez, y se lanzó la hipótesis de empezar a juntar energía. Como siempre, el campo oficial es una tierra en la que uno nunca sabe si crecerá la semilla. Pero, por experiencia, sí sabe que hay que plantarla, regar, estar y cuidar que nadie la pisotee. Aquella semilla que se plantó hace tres años fue cuidada, fue regada y encontró tierra fértil. Esto tiene que ver con lo que recién comentaba Calderón, acerca de la sorpresa por el hecho de que la academia se haga cargo de un lugar atípico de formación y entienda que esa formación no puede ser academizada, sino que, de alguna manera, hay que encontrarle su propio formato. Creo que se formó un círculo virtuoso en el que, en muy poco tiempo -tres años es muy poco para algo como esto-, se terminó armando la tecnicatura. Naturalmente, de aquí en adelante los resultados serán los que hablen.

Desde Argentina, ¿cómo ves a la dramaturgia uruguaya?

-Cada vez tenemos más presencia uruguaya allá. Y tenemos presencias jóvenes. Ahora hay un espectáculo de Marianella Morena [No daré hijos, daré versos, a cargo de Francisco Lumerman en Timbre 4] que está funcionando bárbaro, con mucha prensa y mucho comentario en el campo independiente. Se empieza a naturalizar la presencia del autor uruguayo en la cartelera de dramaturgia. A mí eso me parece extraordinario. No porque crea en la globalización, o en que los textos deban tener una condición global de repercusión en cualquier lado. Por el contrario, creo mucho en la singularidad y en la personalidad de los textos, y en eso radica parte de la salud de la escritura. Pero hay una cercanía indiscutible e inevitable entre el teatro uruguayo y el argentino. Lo llevo a una pequeña imagen: estoy bocetando una obra que, de alguna manera, intenta metaforizar el origen del teatro nacional argentino, reflexionando desde un marco paródico y no realista. Y en el origen del teatro argentino hay una uruguaya. Es inevitable que cuando los argentinos pensamos en nuestro origen no pensemos, por ejemplo, en los Podestá, sino en una familia uruguaya que, simplemente por razones logísticas, decidió desarrollar su poética en otro lugar. Pero esa poética era la de una familia uruguaya. Hay algo profundamente imbricado que merece un claro reconocimiento. No existiría el teatro nacional argentino sin la presencia paradójica de los creadores uruguayos. Cuando esto se naturaliza, uno empieza a entender que hay cosas que nos unen. Es absolutamente claro que, entre todos los países vecinos, Argentina y Uruguay son probablemente los que tienen un encuentro mayor en cierto lugar sensible de lo artístico. Y me parece que es hora de hacerlo explícito.

A principios del siglo XX, las compañías iban y venían, Florencio Sánchez era un autor rioplatense que estrenaba allá y acá. Después, en los años 30 y 40 hubo un quiebre, profundizado con el peronismo y las dictaduras posteriores.

-Claro que sí. Mi última obra, Salvajada, es la adaptación de un cuento de Horacio Quiroga [“Juan Darién”]. Ni siquiera lo había leído, pero mientras alguien me lo contaba yo sentía: “¿Cómo no supe de la existencia de este texto que a mí me parece el non plus ultra de cierta idea de argentinidad?”. Es curioso, porque se trata de un uruguayo. Históricamente, hay algo muy profundo.

¿Cómo ves la formación profesional en la escritura dramática?

-Normalmente la transmisión del oficio se produce por medio del arte. Se aprende de la obra de otro, pero eso es incompleto cuando se intenta darle carácter de fórmula a algo que es mera forma. Si intento transformarlo en en un modelo a repetir, lo achico. Creo que el oficio debe transmitirse mediante el oficio, de oficiante a oficiante. Alguien le cuenta a otro, trata de poner en palabras lo que hace. Se lo muestra, abre de manera generosa su proceso, e intenta que el otro pueda tomar de allí lo que necesite. Esto es poco común, simplemente porque no hay instancias para hacerlo. ¿Dónde un dramaturgo va a reunir a otros dramaturgos para decirles por qué trabaja como lo hace? Esto no es otra cosa que la posibilidad de darle un soporte, en las dos grandes dimensiones del tiempo y el espacio, a ese conocimiento abierto. A un oficio abierto para otro. Mi experiencia en 24 años de la carrera en dramaturgia en Buenos Aires es que no sólo hemos generado mejores dramaturgos, sino también nuevos profesores, nuevos maestros. Y, como si fuera poco, los que enseñamos somos mejores dramaturgos por el hecho mismo de enseñar. Por el hecho de tener que poner en palabras lo inefable, de hallar respuestas ante el desafío de decir “¿cómo lo hago?”. No es algo que “me sale”, porque no se trata de esperar a que caiga la noche y tomarse un whisky. ¿Cómo y por qué te sale? Ponerlo en palabras, explicárselo al otro, es también explicárselo uno mismo. En ese sentido, esta es una formación que, con el tiempo, comenzará a mostrar su profundidad.

En la última entrevista con la diaria (ver http://ladiaria.com.uy/UL5) decías que antes el dramaturgo aprendía mirando obras de otros y de preparar muchas obras en un período muy corto. ¿Es con el cambio de condiciones y la ausencia de aquel modo de formación que se vuelve fundamental un espacio de aprendizaje como el de esta tecnicatura?

-Claro, es que es natural. El teatro dejó de ser un lugar de entrenamiento continuo y a los bifes, como era efectivamente cuando una compañía tenía que ensayar de semana a semana un nuevo espectáculo. Pero también han surgido estos nuevos mecanismos que, en cierto modo, se volvieron compensatorios. Hay menos producción, pero los productores también estamos dispuestos a mostrar a otros cómo lo hacemos. Si te ponés a pensar, este es un conocimiento de 2.400 años, y en todo ese tiempo el teatro no ha cambiado tanto, no ha tenido una variación absoluta, sino que sigue manteniendo algunos saberes. Si uno se pregunta por qué el teatro permanece, inevitablemente debe contestarse: porque los profundiza. Esos saberes no se repiten de una manera mecánica, simplemente ritual y simbólica, sino que, además, cada creador los está profundizando, y lo que encuentra es que, con esa base de 24 siglos, estamos haciendo otra cosa, y otra cosa, y otra cosa. Ese gran camino de profundización es el que encara la dramaturgia.