Quien haya tenido la oportunidad de curtir la noche de otro país posiblemente conozca -dependiendo de cuánta apertura y espíritu de aventura lleve consigo- ese extraño momento en el que no se tiene exacta noción de lo que está pasando alrededor, de cuánto de la frágil euforia que lo envuelve a uno lo separa de algo mucho más grande y potencialmente peligroso que se está gestando. Unos rusos borrachos te dicen de seguir la noche en la casa de uno de ellos, que tiene un montón de vodka en su frigobar; un simpático cubano te intercepta en la calle y te promete que te va a llevar al mejor paladar de La Habana, sin que tengas idea de cuánto hay de verdadera simpatía y cuánto te va a cobrar; unas chicas -que podrían ser prostitutas o no- te gritan que subas desde la ventana de un apartamento; un dealer te dice que le des un adelanto y lo esperes en una esquina, que ya vuelve. Especialmente en países donde uno no comparte el idioma, son microclimas ante gente recién conocida; se abre una encrucijada, y todo lo que parecía ser idílico se puede volver tenso, o terrorífico. Felizmente, la mayoría de las veces esas sensaciones son sólo reflejos de la cabeza de uno, de una sensación de vulnerabilidad ante lo desconocido, pero salvo que se sea suficientemente inconsciente -o se esté suficientemente borracho-, la ominosa situación se parece a recoger con un fino hilo una pieza fragilísima. Lejos de todas las proezas técnicas que se detallarán luego, el mayor mérito del director Sebastian Schipper en Victoria es recoger esa particular sensación y desplegarla en casi la totalidad del film.

Victoria (Laia Costa, fascinante de principio a fin) es una madrileña desesperada por tener a alguien con quien compartir algo en una Berlín casi desconocida para ella. Al comienzo la vemos saltando al son de música electrónica, intentando hablar con otra gente, invitándole un trago a un barman, fracasando en cada uno de sus francos pero tímidos intentos. Al salir del bar, se cruza en las escaleras con un grupo de berlineses bastante borrachos, que no tardan en convencerla de que se una a su after. Los chicos son abiertos y simpáticos (aunque se intuye que están algo ligados al crimen), pero hay en sus modos una tensión al estilo de Michael Haneke que nos pone en guardia, esperando el giro en que la situación y sus móviles se muestren tal como son, confirmando nuestras sospechas. La referencia a Haneke no es gratuita. Hay muchísimos tipos de directores que manejan situaciones tensas, con explosiones más vistosas o impetuosas. Hay tensiones tarantinescas, buñuelescas, rejtmanianas, pasolinianas y hitchcockianas. La hanekiana corre por un lado particularísimo: lo que está a punto de estallar o derrumbarse no es el campo de acción o el tono, sino el tenor moral del film. Así, quizá mal enseñados por el director austríaco, esperamos, ante la cordialidad desfachatada de esos berlineses eurotrash, el momento en que saquen sus colmillos y caiga sobre la protagonista una especie de castigo divino por haber sido tan confiada, tan cándida.

Lo curioso de Victoria es que no cede a esa fórmula, o no del modo específicamente moral. Se podría mantener un guion idéntico y lograr con la primera mitad -seamos ambiciosos: con todo el film- una perfecta nouvelle vague llena de “amor loco”, aventuras y espontaneidad psicogeográfica. Cualquier director francés de aquella época habría vendido su alma al diablo por disponer de la tecnología necesaria para realizar el plano secuencia de la subida a la terraza, o de una actriz/pianista como Costa, que pueda sentarse ante un piano y tocar el “Vals de Mefisto”, dejando a su pretendiente y a nosotros con la boca abierta. Lo que hacen o dicen los personajes podría ser interpretado como algo puro y digno; sin embargo, dentro de nuestra cabeza el hámster sigue corriendo en la rueda hanekiana, haciéndonos saber que algo no está bien, que algo va a pasar. Cuando pasa, todo se vuelve terrible, pero el tenor moral permanece intacto. Este es un costado ético que toma la película: señalar los riesgos de la aventura, e incluso de la estupidez, pero sin condenarla. Es, en ese sentido, tan pro aventurera como cauta, un estado híbrido extraño para la mayor parte de los films.

Hay también una ética cinematográfica. Aparte de los elementos morales o existenciales mencionados, Victoria va a ser -y está siendo- conocida por un particular tour de force técnico: sus 138 minutos de duración son un solo plano secuencia. En momentos de aridez creativa, vender las películas por algún artilugio narrativo o técnico se ha vuelto uno de los principales recursos de difusión. La disponibilidad de cámaras cada vez más compactas y manejables va a seguir abriendo camino a una complejísima serie de experimentos y juegos con la duración del plano que dista de estar agotada. En Rope (1948), Alfred Hitchcock, con latas de film de diez minutos, hizo enfoques en zonas oscuras para ocultar las costuras de edición. Luego, mucho otros han ahondado en la belleza y narrativa de los largos planos secuencia, como en la quema de la casa de Sacrificio (Andrei Tarkovski, 1986), el icónico travelling de Goodfellas (Martin Scorsese, 1990), la exuberante cámara flotante de Soy Cuba (Mijaíl Kalatózov, 1964) o el vertiginoso manejo de la acción entre plano y contraplano de Children of Men (Alfonso Cuarón, 2006). Ya hubo, sin el rebusque técnico de Rope, films completos en una sola toma, como Macbeth (Béla Tarr, 1982), El arca rusa (Aleksandr Sokurov, 2002), Timecode (Mike Figgis, 2000) o la argentina La utilidad de un revistero (Adriano Salgado, 2013).

En todos ellos parece que lo espacial se subordina a lo temporal, en algunos casos cerrando todo a un plano fijo (como en La utilidad de un revistero), o en un espacio casi abstracto o metafórico, como en El arca rusa. En Victoria, por el contrario, los personajes deambulan por las calles, toman autos, son perseguidos, entran y salen de recovecos mínimos y, en definitiva, dialogan con la ciudad de una manera inédita. Lograr esa coreografía urbana es, por lo menos, admirable. Uno se puede imaginar al director corriendo de un lado para otro por Berlín mientras les avisa a actores, extras y gente de la producción cuando algo va a entrar o salir de escena. En ese sentido, nunca una película con tantos requisitos resultó tan orgánica, y tras el deslumbramiento inicial uno va perdiendo noción de lo técnico, no por desinterés, sino porque los personajes logran colocarse el film al hombro, permitiéndonos fundirnos en la historia.

Lo fundamental a mencionar con respecto a todo esto es que el recurso no resulta gratuito; se podría haber filmado de un modo más tradicional, pero hay algo en la forma en que Victoria está contada que es parte integral del film. Dos de los mayores aciertos son la decisión de filmarla entre las cuatro y las siete de la mañana, viendo la lenta muerte de la noche y el avance del día; y el juego de los idiomas, que nos permite manejar, por los subtítulos, información que la protagonista no conoce.

Tomando todo en cuenta, nada de lo técnico sería lo que es sin la habilidad de Schipper para ir cambiando de tono, y casi de género, con mínimos movimientos. Cuando termina Victoria estamos cansados como si hubiésemos sido nosotros los que corrimos por Berlín a las cinco de la mañana, pero demoramos un poco en descubrir que no es exclusivamente por la apuesta de cámara, sino también por todo lo emocional que se pone una y otra vez en juego.

Ante cierta carencia de ideas, el cine está entrando en una suerte de carrera armamentista, y cada nuevo descubrimiento técnico sienta las bases sobre las que se buscará superarlo. Teniendo en cuenta esto, no llamaría la atención que aparezcan películas más sorprendentes y desafiantes, pero es difícil saber si lo hará una con semejante corazón.

Victoria

Dirigida por Sebastian Schipper. Alemania, 2015. Con Laia Costa y Frederick Lau. Cinemateca 18.