Guardé aquel vestidito para una ocasión especial. Ése que aparentaba una pureza que no tenía. Vos lo sabías pero elegiste creer. Yo me pinté los labios de rojo, y te sostuve la mirada. Disfrutaba perturbar tu tranquilidad. Entrábamos al laberinto y éramos dos seres en llaga. Esa noche dijiste te quiero y elegí perderme que encontrar una salida.

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Nunca te gustó hablar de nosotros en la cama. Allí estábamos, buscando un nosotros que parecía haberse perdido entre la almohada y aquel domingo que te esperé hasta que se largó la lluvia. En algún momento dijiste distancia, hablaste de pájaros, no sé si te quiero. Lloré hasta empaparnos de agua salada y sentí como el ahogado el mar en los pulmones. Tu cuerpo esa vez irradiaba un calor distinto cuando te agarré la mano y te rogué. Te estaba robando un día. En aquella cama que nunca tan ajena, con tu semen aún tibio manchándome las piernas, te vi desaparecer detrás de la cortina y hacerte un punto brillante en el cielo nublado.

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A veces pienso cómo era antes. Cuando usaba aquel vestidito con volados que vos disfrutabas arrebatar en cualquier baño, en cualquier plaza. Todo se licuaba y apretaba más allá de la cadera, la cabeza, los pies. Las medialunas de mis uñas rojas en tu omóplato.

Hace unos días fui testigo de una tortura erótica. En uno de esos boliches de música mala y alcohol caro. No supe hace cuánto estaban ahí ni cuándo dejó de importarme si sabían que miraba. Un sillón sin luz. Frenesí de labios, saliva y aliento. Y yo mirando. La pierna contraída para no ser arrastrada por la corriente de otras piernas.

La mano que subía y bajaba entre la pollera y los muslos redondos buscando más. Como hacíamos vos y yo en las ventanas de bares poco célebres. El pelo largo y rubio revuelto en un nido sin pájaros ni sueños.

El más carnal de los anhelos. El primer gemido. Audible y genuino, que me delató intrusa. No sé cuál fue tu salida pero aquella noche al llegar a casa volví a ponerme el vestidito con volados. La tela fría me erizó los pezones oscuros y grandes que en la penumbra parecían frutillas de febrero.

Te evoqué de la única manera que sé hacerlo: con premura en la humedad de mi entrepierna. Extasiada de alivio y frustración apreté los dientes para no irme en tu nombre. Fue inútil.

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Debí haber hecho algo aquella mañana. Bajar del ómnibus y correr con mis botas de taco alto en la dirección exactamente opuesta a la tuya. No lo hice. Algo entre la negación y la lástima me mantuvo ahí sentada. Después, todo ha sido tratar de recordar cómo era antes. Inventar nuevas calles, para evitar las que llevan tu nombre. Sentarme a comer con tu ausencia. El miedo al ropero y tu cajón de camisas mal planchadas. Impunes.

A veces me gustaría ceder al control, llorarte este abandono.

No lo hago. Trago y el vacío pasea orondo. Garganta, pecho y estómago.

Sucumbo en la cama fría y dejo que me engulla entera ahí donde vos dormías hasta que el sonido abrupto del despertador traiga otra vez este agujero a la vida.

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Le tengo miedo a la tristeza, al desamor y a los caracoles. A la primera la evito, el segundo siempre me encuentra, con los últimos la guerra está declarada aunque me destruyan las plantas. Al helecho hace un mes que no lo riego, la tristeza y los caracoles van ganando terreno.

A veces me cuesta respirar. Me despierto a las tres de la mañana sin sueño. En la garganta se me atora el sedimento de ríos no sangrados. También le tengo miedo al vacío y el sedimento haciendo nicho. Apagarme. Romperme desde las entrañas.

La agenda dice que hay un pendiente este miércoles.

Me asusta y me fascina la gente que a su tristeza le hace lugar en la cama, la disfruta. No quiero ser uno de ellos. Es miércoles. Los pendientes están listos e irremediablemente lloro.

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Hubo un tiempo que amé la escollera. Se recortaba impune separando las aguas. Salvándonos de ser engullidos por espuma y sal. Por horas los barcos entraban y salían y la piedra y yo éramos una sola cosa. Quería hacerle sentir que no estaba sola. Pero es inútil contener tanta violencia. La roca fría me erizó la piel desnuda. La noche ocupó su turno y entonces agua y cielo fueron uno. Pero el mar indómito no quería que olvidara mi propósito y la sal se me endureció en la carne.

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Desde el día que compramos los pasajes, supe que no viajaríamos.

Hubo un clic imperceptible en el que la tortilla se dio vuelta y nadie sabía dónde estaba la sartén. A veces pienso que fue la primera vez que lloré sentada en una plaza a oscuras mientras vos mirabas.

Me fui naciendo parte de vos. Como el Fénix, pero al revés: me quedé con la ceniza. Y ahora, ¿qué pasa? ¿Qué hago con los asientos de avión, los delfines y el lado frío de la cama? ¿Cómo me dejé devorar por todo esto? ¿Cómo no me di cuenta para escapar a tiempo?

El pájaro que toma agua en la orilla del arroyo, sin saber que en realidad son las fauces del cocodrilo, a punto de engullirlo entero. Así te quise, así te quiero.

Engullida entera, con los pies gastados de caminar ríos que desembocan salvajes en las vidas que vivía cuando estaba con vos.

Lorena Nin Díaz