No es mucho lo que suele llegar del cine peruano. El gran referente por acá es el director Francisco Lombardi, cuyas adaptaciones de obras de Mario Vargas Llosa recorrieron el mundo; con una realización “profesional” y competente, lograban preservar mucha de la complejidad de los originales literarios, al mismo tiempo que funcionaban en sus propios términos (como películas). Salvador del Solar, el director de Magallanes, parece descender directamente de ahí. De hecho, fue el protagonista de Pantaleón y las visitadoras (1999), de Lombardi, película que lo proyectó a una tremenda carrera actoral en cine y televisión. Esta es su ópera prima.

Al igual que en el cine de Lombardi, el estilo, la técnica y las premisas narrativas son muy “normales”, como si se tratara de una película comercial argentina o brasileña. La música incidental de Federico Jusid está interpretada por una orquesta (como en el cine de Hollywood) y actúa orientando y condicionando las emociones; la fotografía es matizada, muy plástica, y acentúa la tridimensionalidad virtual de las imágenes; van en ese sentido también el montaje, urdido siempre sobre una buena variedad de ángulos, y unos discretos movimientos de cámara. Todo se centra en personajes, y la empatía con algunos de ellos es parte fundamental de la experiencia. Los actores están a la altura de esos personajes (y, en algunos casos, excepcionalmente bien), así como el presupuesto estuvo a la altura del guion (sin ser especialmente cara, la película no luce en absoluto “pobre”).

En ese marco de “normalidad”, es notable cómo el director debutante encontró el tono exacto de contención y austeridad para acoplarse a un abordaje temático bien “tercermundista” y rendirlo con contundencia y complejidad. El inicio sugiere un drama social, y la película lo es en cierta medida. Acompañamos principalmente las vicisitudes de Harvey Magallanes, un ex soldado que se gana la vida como taxista en Lima y completa sus magros ingresos atendiendo a un viejo coronel bajo cuyo mando sirvió y que ahora padece del mal de Alzheimer. Entre él y otros personajes de su entorno, acompañamos existencias desprovistas de recursos y de perspectivas, en una sociedad que parece ser mucho más impúdicamente clasista y racista que la nuestra -ya que el tono con que una parte ejerce autoridad y la otra demuestra sumisión y asume su inferioridad no está mediado por los cuidados que nacen de una vaga noción igualitaria-.

Pronto la película gana visos de thriller. Cuando Celina se sube al taxi de Magallanes, él reconoce en ella a la cholita que su grupo de soldados secuestró, hace unos 20 años, en Ayacucho durante el enfrentamiento con Sendero Luminoso, para convertirla en la esclava sexual del coronel. En ese entonces ella tenía 13 años, y su esclavitud duró un año. Ella en principio no reconoce a Magallanes. A partir de ese encuentro, él decide chantajear a la familia del coronel. Las cosas no salen como las prevé, y la situación termina desembocando en algo más peligroso y violento.

Junto al drama social y al thriller, la película empieza a interpelar algunos aspectos incómodos, que la convierten además en un ejemplar de cine político: cuestiones que tienen que ver con la culpa, la omisión, el castigo, la expiación, las heridas abiertas, la dignidad y los sentimientos potencialmente explosivos comprimidos en el aparente orden social.

No sólo queda mucho por hablar a la salida del cine, sino que la propia estructura de la película potencia varios momentos y vueltas de tuerca memorables. Hay secuencias de fuerte suspenso. Una acción tan sencilla como un corte de pelo gana de pronto una expresividad y una densidad de significaciones imposibles de describir. La escena en la que Celina sale a correr desesperada por los cerros alrededor de Lima en la noche, aparte de la belleza plástica y de la catarsis, es expresiva de la confrontación entre su trauma desgarrador y la indiferencia de la ciudad inmensa (la misma ciudad que recorremos varias veces de día y de cerca, desde el taxi). Lo que Milton dice sobre la manera en que extraña la adrenalina, el miedo y la guerra pronto se reinterpreta de manera inesperada en la etapa siguiente de las acciones de Magallanes. Y cuando tendíamos a ubicarlo en una posición ética más o menos cómoda de “antihéroe heroico” -un subordinado que tomó conciencia de las villanías de las que fue cómplice y que pretende redimirse, asumiendo el riesgo de enfrentarse a gente poderosa-, nos enteramos de cosas que implicarán algo más entreverado y discutible.

En lo anecdótico suceden muchas cosas, pero al final nada es demasiado distinto de como estaba al inicio. Pero para nosotros sí, no sólo por lo que aprendimos, pensamos y sentimos, sino también por la curiosísima culminación, con un minuto entero de puteada en quechua, sin traducción. Para la mayoría de los espectadores que no habla ese idioma, el contenido es el quechua mismo, toda la cultura que representa, la expresión del rostro de quien insulta y el silencio a su alrededor. Parecería que en español sólo cabe la actitud de humillante sumisión, pero en el idioma nativo afloran la indignación, el odio y el repudio a la injusticia. La potencia de ese momento vale como un showdown.

Hay muchas cosas que no se definen y quedan abiertas a especulación. ¿Magallanes tenía desde el inicio las intenciones altruistas que va a mostrar luego, o cambia de idea en función del desarrollo de los acontecimientos? ¿Los hombres que invaden la peluquería eran chorros, nomás, o fueron enviados por Rivero? ¿Celina denunció a Magallanes? ¿La decisión final de Rivero ya estaba tomada o, de alguna manera, es algo que asume la humildad de aprender de Celina? Dejar picando estas preguntas sobre cuestiones específicas, y muchas más sobre el “qué hacer” en situaciones como esta, es parte de la fuerza removedora de esta película intensa.

Magallanes

Dirigida por Salvador del Solar y basada en un relato de Alonso Cueto. Perú, 2015. Con Damián Alcázar, Magaly Solier y Federico Luppi. Cinemateca 18.