No me refiero a la queja social porque para mí basta salir a la calle (y le pongo acento al “para mí” porque últimamente parece que todo es cuestión de percepción íntima y que cierto encuentro con la realidad es sólo construcción de relatos) y recibir la bofetada: un niño mugriento, una baldosa suelta, el pastabasero de la esquina, todo el andamiaje casi cósmico (si no fuera ideado por la Gran Máquina y los hombres-máquina) de lo cotidiano. Pero no es de las realidades que hacen imposible cierta satisfacción, un poquito de paz, sosiego (ya es demasiado fantasioso hablar de completud) sobre lo que estoy hablando. Hablo de eso inexplicable y que nos llena de rabia contra nosotros mismos porque “no puede ser que sea así”. La sensación que tan bien describe a veces el caricaturista argentino Tute, por ejemplo, cuando dibuja a una paciente recostada en el sillón psicoanalítico, diciéndole a su terapeuta “vengo porque no me pasa nada”. O esa otra, magistral, en la que le declara: “Si no le molesta, me gustaría estar un rato a solas con mis problemas”. El paciente (“analizando”, dirían, creo, los más lacanianos) conquistó su espacio, paga por su terapia y por acercarse a qué le sucede o por ser escuchado y, en el momento cúspide, el de decirse (también puede callar, ya lo sabemos, pero estamos hablando del sentido de la tira y usándola como excusa para otros asuntos), manifiesta que no, ahora no, no lo quiero, lo tengo y me aburre o me hastía.

Justo algo en lo que esa disciplina (eso sí creo saberlo más allá del saber no sabido del psicoanálisis: ¡tomá para tu tía Gregoria!) aborda e indaga, rebusca, hurga: el nombrar la insatisfacción; y entonces, doble hallazgo de Tute. Representa lo no dicho. Pero vayamos al asunto que nos convoca y dejemos de lado mi evidente diletancia clínico-psicoanalítica.

Insatisfechos con nosotros mismos, por cultura, naturaleza o pulsión, lo mismo da. Tanto tiempo (meses, a veces años) para la conquista de lo perseguido y, tras el trofeo, unos días o un tiempito de algarabía, de orgullo, de apropiación del objeto deseado (el que sea), de varios brindis sin copa desmesurada, porque ya se acaba la fiesta, de calma, al menos, por llegar a algún territorio firme, ya no al deseo sino a su concreción, a alguna certeza y, enseguida, la duda, cuando no la indiferencia o hasta el rechazo. Al final, ¿era esto?

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Lo veo en mí, en mis amigos, en conocidos y perfectos desconocidos y alrededor de casi todos los asuntos de la existencia. Sí, lo sabemos y debemos asumirlo o reconocerlo por su lado amable: la insatisfacción es un motor para seguir buscando, no detenerse ni atornillarse, estar vivo. Pero, ¿no se puede calmar un rato el engranaje, el pedido perpetuo, el “no me alcanza”, la intriga por lo que viene después? Más cuando eso que se hizo carne, sueldo, trabajo, amor, casa, lo que sea que uno deseó, debería ser suficiente por un rato, apaciguarnos, estirarnos la sonrisa o el pecho, hacer que habitemos el nuevo estado con cuerpo y sobre todo mente (quizá alma), en ese soplo de vida (aunque sean meses o años) que luego pasa, siempre, y nos sitúa en la evocación de lo que no supimos disfrutar y la puta madre, era bueno y se fue o no lo vi y ya pasó y en la próxima tengo que aprender a verlo y la próxima es siempre el recuerdo de la anterior. ¿Será un miedo a la pérdida? ¿Un miedo al otro, si habláramos de amor? ¿Miedo al sistema, si hablásemos de trabajo? ¿A la muerte súbita, si pensamos en las dos cosas? ¿O una prevención extrema, lindante con una patología ontológica? El temor a que mañana mismo lo soñado, lo trabajado, se esfume con una virulencia atroz, con o sin nuestra culpa o boicot, la responsabilidad ajena, la maldad circundante, lo inasible, el destino. Sí, también el destino.

No sé, todo eso entra en juego, pero me sigo preguntando: si ciertamente sabemos que las cosas terminan y vamos morir, ¿por qué en algunos, muchos, es tan radical ese bicho-hembra que en su fonética parece macho y en verdad es un híbrido o un adrógino y se llama Insatisfacción?

Voy a tomar sólo dos ejemplos, propios o ajenos, compartibles al fin, de los miles posibles, que ya nombré en abstracto pero a los que necesito ponerles cuerpos.

I. El amor. También podría decir deseo por otro, compañía, clausura idílica de la soledad, también lujuria. Hace años que, entre amigos, especulamos sobre las formas posibles, como si se tratara de cierta ciencia aplicada, de comportamientos a asumir, posturas e imposturas para llegar al objeto-sujeto de deseo: palabras, tiempo, seducción física o gestual, cierto arte para encantar. Estratagemas dignas (y locuaces, arriesgadas, medidas) y etcétera. Lo cierto es no existen tales estratagemas, y otra vez Barthes en mi auxilio, en su entrada “Encuentro”, de Fragmentos de un discurso amoroso: “La figura [del encuentro] remite al tiempo feliz que siguió inmediatamente al primer rapto, antes de que nacieran las dificultades de la relación amorosa”. Luego anota lo que nos pasó a todos: las transacciones, el tiempo y la vida toda de cada uno, Eros que se dispersa, los choques, el fin del rapto. También lo sabemos o deberíamos estar advertidos o ya sabidos: todo eso dura lo que durará esta primavera. ¿Es eso, entonces? ¿No poder disfrutarlo del todo y más allá del rapto porque sabemos que fenece? Pero quería un ejemplo contundente: un amigo apostó mucho por una mujer casi imposible: bellísima, inteligente y misteriosa pero cerrada a cualquier relación o contacto (sentimental o carnal) desde hacía años. A él lo seducía la imposibilidad, le decíamos algunos. El desafío, la conquista de la ciudad autosustentable, sin extranjeros. Cuando al fin se rindió porque la muralla era más que china, ella lo convocó al día siguiente. Al día siguiente, luego de meses de rechazo. Rechazo o histeria (masculina o femenina, ya no tiene género) con amor se cobra: ella, ahora, fue la rendida, y de cuerpo entero. Él no cabía en sí. E inmediatamente luego del sueño realizado, sin motivo aparente y con todas las de ganar, despertó con la depresión más grande que tuvo en meses. Ni hablemos del deseo de la construcción de una familia. Que los dioses nos expliquen, porque los humanos no entendemos.

II. Me concentro en mí (yo somos muchos) para el trabajo asociado a la vocación durante años. Me entrego, como arroz, no declino. Estudio, golpeo puertas -a veces las pateo-, me aplico, estudio, mastico mierda, busco aliados, perservero; hago, hago, hago: muebles, música, periodismo, medicina alternativa, descubrimiento científico, casas de barro, lo que sea: “desculamiento de hormigas”, decía mi madre para hablar de una pasión. Llego. Tengo un sueldo decente por la conquista, trabajo de lo que me gusta, reconozco las decenas de años invertidos (y otras inversiones: dinero, tiempo, emoción, miedo, riesgos) y al fin soy médico, abogado, orfebre, periodista, psicoanalista (a ellos también les cabe el sentido y el sentimiento, claro está), administrativo, “desculador de hormigas”, y de pronto, ella y su reinado, su poder avasallante, su ruido de despertador a las cinco de la mañana, su hijaputez que finalmente viene a decirnos, altanera, sobradora, “¿viste que al final no era esto?”. Y entonces nos manda al río o al campo, a mirar el cielo, a reunirnos más con los afectos, a tomar pastillas, a abicharnos definitivamente o a transitar las calles hasta agujerear los zapatos, a decir con Kundera que “la vida está en otra parte” y no sé Cortázar si “andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”, a seguir hurgando (o huyendo) con la certeza de que quizás el tesoro al fin y al cabo sea el tránsito y no la novia y el desculamiento de las hormigas. ¿Será en el devenir o el trasiego y no en las conquistas de nuestras vidas que, con nombre de pila, podamos presentarnos como los señores Satisfecho y Satisfecha? ¿O estamos condenados a llamarnos Insatisfacción?