Los Juegos Olímpicos de este año presentaron incontables ocasiones para el comentario. Coberturas machistas descaradas, desigualdades evidentes entre los diferentes equipos de atletas, el escándalo del doping que dejó fuera a una cantidad de atletas de Rusia, el racismo desatado con la controversia del Zika, historias de superación personal, éxito colectivo y hasta los conmovedores relatos de la peripecia de atletas del equipo de refugiados, con el telón de fondo de un golpe de estado en cámara lenta sucediéndose implacable. Buena parte de la discusión en los días anteriores a la apertura giró en torno a las especulaciones sobre si las infraestructuras dispuestas para los juegos estarían prontas, y esto traía la cuestión de si un evento de esta envergadura podía realizarse en el Sur. A la vista está que sí, pero es cuestionable la lectura de esto como una victoria.

Los Juegos Olímpicos completan un ciclo de 10 años de mega eventos que terminan –o al menos era lo que prometían— en las palabras de Lula, sacando “a Brasil de los países de segunda clase y poniéndolo al nivel de los países de primera”. Río de Janeiro entró en una carrera frenética por posicionarse entre las “ciudades globales” más importantes. Recientemente, Saskia Sassen (quien acuñó este término en su libro de 1990, La Ciudad Global), las caracterizó como “una plataforma para las empresas globales y para los mercados globalizados porque les da todos los insumos que necesitan para el manejo de sus operaciones”.

Una de las cuestiones que hace ingresar y escalar posiciones en el ranking de selectas ciudades globales es acoger grandes eventos de relevancia internacional. Esa parece haber sido la estrategia adoptada por Río de Janeiro. Allí tuvieron lugar los Juegos Panamericanos de 2007, la conferencia Río +20 en 2009, los Juegos Mundiales Militares de 2011, la Jornada Mundial de la Juventud de 2013, la Copa del Mundo FIFA de 2014, y ahora los Juegos Olímpicos y Paralímpicos de este año. El compromiso de ser sede de estos eventos requería que en la ciudad operaran grandes cambios. Su alcalde, Eduardo Paes, se describía a sí mismo como la persona a cargo del “renacimiento” de Río. Estos eventos iban a dejar un “legado” para la ciudad. Se construirían nuevas instalaciones deportivas, se “regenerarían” zonas deprimidas de la ciudad, se abrirían nuevas líneas de transporte y se concretarían nuevos proyectos de urbanización.

Es que los megaeventos deportivos ya no solo prometen elevar a las ciudades por obra y gracia del deporte y sus virtudes inmanentes (fomentar la paz y la amistad entre naciones, valores olímpicos, etc), sino que prometen ser motores del desarrollo. Como señalan Cookley y Souza (2013), este cambio se opera a partir de los 80, cuando los costos de los megaeventos deportivos aumentaron de manera exorbitante. El cambio de narrativa se volvió necesario, ya que había que convencer a las ciudades que utilizaran enormes sumas de dinero público para financiar estos eventos. El deporte, ya no solo por el deporte, sino el deporte por el desarrollo. En esta retórica, lo que impera es el “bien público”, pero en la práctica, es medido como la capacidad de atraer capital y residentes ricos. Rápidamente, el bien público muta en bien privado. Incluso los propios juegos son vedados para la mayoría de la población: los precios de las entradas son muy caros en relación al salario mínimo.

Es posible analizar a los grandes eventos deportivos como una vía rápida para la modificación del espacio urbano. Esto es un reordenamiento de los recursos públicos, la tierra y las relaciones sociales, donde los grandes capitales obtienen acceso sin precedentes a la toma de decisiones sobre el espacio público. Como señalan Cookley y Souza, los gobiernos, apretados por los plazos y los requerimientos que tienen que cumplir, y los políticos que en esto se juegan su carrera, echan mano de la expertise y los recursos que los intereses neoliberales están dispuestos a proveer.

Organizaciones sociales cariocas cuestionan el sentido del legado olímpico en una ciudad que ha basado su estrategia de desarrollo en acoger grandes eventos globales, mientras desatiende las necesidades básicas de su ciudadanía a la par que desplaza a los más pobres. Sandra Quintela, del Comité Popular das Olímpiadas y del instituto PACS, denuncia la falta de participación y transparencia en la planificación y ejecución de estos proyectos de ciudad, desde la postulación de la misma como sede hasta la ejecución de las obras. Sucede que son los actores con gran poderío económico los que influencian con más fuerza los resultados e influencian las decisiones. El imperativo pasa a ser, entonces, presentar a la ciudad como atractiva para los negocios. En esa combinación es que aparecen los sobrecostes en las obras, se postergan planes que beneficiarían a la población (como el caso de Morar Carioca, un ambicioso plan para urbanizar las favelas en el año 2020, cancelado) en beneficio de infraestructuras que conectan las partes más ricas de las ciudades entre sí, desatendiendo a las poblaciones más pobres. Esas son las demandas que imponen organizaciones como el Comité Olímpico Internacional y la FIFA.

Los comités populares de la Copa y de los JJOO denuncian que alrededor de 750.000 personas fueron desplazadas entre las obras de infraestructura y la especulación inmobiliaria. Para esto fue fudamental la labor de la Policía, que ocupando las favelas con el fin de “pacificarlas” mató 8013 jóvenes entre 2006 y 2015. Amnistía Internacional incluso lanzó una app para el registro colaborativo de la violencia con armas de fuego. El instituto PACS ha compilado un libro llamado “Atingidas” (Afectadas), donde recoge diversos testimonios de mujeres que han visto su vida afectada por la decisión de este modelo de desarrollo. En él, Gizele Martins, periodista de la favela de Mané, denuncia que desde que comenzaron los megaeventos en Río la militarización de las favelas ha sido constante. Sus vidas cambiaron drásticamente: desde tener que pedir permiso para hacer una fiesta a las autoridades militares, hasta ver a sus vecinos, amigos y parientes ser asesinados impunemente. Además, desde la instalación de las UPP, los precios de los alquileres han subido, lo cual denuncia como una forma encubierta de desalojo.

Se cuenta también la historia de María da Penha, una de las integrantes de las 20 familias de 600 que logró resistir el desalojo de Vila Autódromo, un asentamiento cercano al lugar donde se construyó la Villa Olímpica. Finalmente, luego de que el asedio de las fuerzas policiales desde el año 2007 echara a la mayor parte de sus vecinos, 20 familias lograron un acuerdo con el gobierno para que les construyeran casas en esos emplazamientos. O la de Maria Lourdes (Maria dos Camelos), vendedora ambulante que funciona como el rostro de la represión a esa forma de vida: las ciudades globales no pueden tolerar a los vendedores ambulantes, y en eso ocuparon a la policía.

Tampoco es que las necesidades de las y los deportistas cariocas hayan sido tomadas en cuenta a la hora de la realización de los juegos. La historia de Edneida Freire, campeona brasilera de pentatlón en 1980 y profesora de educación física, así lo ilustra. Es que el estadio Célio Barros, donde ella y 800 personas más (muchos de ellas niñas y niños pobres) entrenaban todos los días, fue cerrado para almacenar los deshechos de la reforma del estadio de Maracaná, de un día para el otro y sin mediar palabra, para luego ser convertido en un estacionamiento. Les fue ofrecido el estadio de Botafogo, que luego tuvo que cerrar por problemas edilicios, y quedaron entrenando en los parques públicos de Río. Finalmente, consiguieron instalaciones, pero sólo estaba permitido que entrenaran en ellas los atletas con mejores tiempos, lo que desmontó el proyecto educativo que se llevaba adelante en el estadio.

Estas historias al menos ponen en cuestión el legado que estos eventos dejan en la ciudad, y las formas de desarrollo que promueven. Serán aquellos intereses que empujaron por la instalación de esta dinámica quienes se beneficien de las obras que se realicen, y quedará para las excluidas cargar con las externalidades, que por algo se llaman así.


Diego León Pérez es estudiante de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República. Esta columna fue escrita para Cotidiano Mujer en el marco de “Ni más, ni menos”, un espacio de análisis político con enfoque de género, donde estudiantes avanzados de la Licenciatura en Ciencia Política realizan su pasantía de egreso.