Herschell Gordon Lewis no pertenecía al mundo del que llamamos séptimo arte, sino al de los pícaros artesanos que, con un puñado de ideas, mucha voluntad y escaso dinero, operaban en los márgenes de los grandes estudios y los circuitos de exhibición, filtrándose en las fisuras con películas atractivas a priori (aunque muchas veces desastrosas en sus resultados), atrevidas y que ayudaron -como lo haría más tarde el cine independiente- a mantener en movimiento los engranajes de la industria cinematográfica y su creatividad. Personajes como Roger Corman, Russ Meyer o el calamitoso Ed Wood, que por vocación, talento, avidez monetaria o simple error dieron origen a esa industria paralela y regida por otros criterios que frecuentemente se aglutina bajo la definición de cine clase B.

Lewis -el padrino del gore, como se lo solía llamar- era un ex profesor de literatura y director de avisos publicitarios para televisión, residente en Chicago, una de las principales ciudades de Estados Unidos pero también una urbe sin producción cinematográfica alguna a fines de los años 50. Él y un astuto productor llamado David Friedman llegaron a la conclusión de que, aun tan lejos de Hollywood, podían multiplicar sus ahorros apostando a la realización de películas nudies (desnuditas). Aunque la pornografía era completamente ilegal y clandestina, y cualquier referencia directa a actos sexuales estaba prohibida por la estricta censura de aquellos días, se permitía realizar -con la excusa de su carácter documental o educativo- películas sobre campos nudistas y situaciones de una u otra forma acaloradas, en las que se podían incluir escenas con desnudos parciales. Aunque completamente inocuas para los criterios actuales, las nudies funcionaban como una suerte de pornografía suave y tolerada por los vigilantes de la moral en el celuloide.

Pero a principios de los años 60 el mercado más atractivo y floreciente del cine estadounidense era el de los autocines, que estaban en el cenit de su moda entre los jóvenes. Justamente por su público juvenil, los autocines tenían firmes reglas de moralidad en relación con las películas que exhibían, que eran esencialmente cine clase B de horror o ciencia-ficción, y estaban completamente prohibidos los films picarescos con desnudos en los que Lewis se había especializado. Para cineastas sin grandes medios económicos, la imposibilidad de que sus películas integraran la programación de los autocines era una auténtica desgracia, de modo que el director y el productor Friedman se devanaron los sesos para encontrar una forma de ingresar en ese mercado y llamar la atención con sus escasos recursos económicos y artísticos. A Lewis se le ocurrió entonces hacer un film inspirado en la exitosa Piscosis de Alfred Hitchcock, o mejor dicho sobre lo que Psicosis -considerada en su momento una película muy fuerte, pero en realidad con escasa violencia en pantalla- había dejado afuera en la mesa de edición. Descubrió que, si bien había infinidad de regulaciones acerca del lenguaje que se podía utilizar en el cine, las ideas que se podían expresar y, sobre todo, de las imágenes de carácter sexual, los códigos de censura decían poco y nada en relación con la violencia, así que decidió hacer un film mucho más chocante que Psicosis, pero que al mismo tiempo no corriera el riesgo de transgredir las reglas de exhibición de los censores y los autocines. El resultado fue Blood Feast (Festín sangriento, 1963), reconocida hoy en día como la primera película de horror gore (palabra de origen germano, utilizada generalmente para describir sustancias o elementos desagradables o sucios).

El mago de Gore

Lo desagradable y violento no llegó al cine con ese género, pero, curiosamente, se había visto sólo en obras de corte más culto y artístico, como en la legendaria escena inicial del ojo seccionado en Un perro andaluz (1929), de Luis Buñuel y Salvador Dalí, o en los chorros de sangre de las películas de samuráis de Akira Kurosawa. Lewis y Friedman decidieron usarlo en un film descaradamente comercial y que aprovechara ampliamente el color. Blood Feast era un disparate, con un guion esquelético sobre un cocinero llamado Fuad Ramses que, a fin de resucitar a una antigua diosa egipcia, asesinaba y mutilaba a varias mujeres para quitarles sus órganos y realizar un ritual. Excepto un guion decente o actuaciones que no fueran totalmente risibles, en Blood Feast había de todo: piernas cortadas, ojos reventados, lenguas arrancadas y hectolitros de la sangre más roja y artificial que se haya visto nunca. No fue necesaria una gran inversión o investigación en efectos visuales: bastó con un par de maniquíes desvencijados y la visita a una carnicería para comprar una cantidad suficiente de entrañas de animales para regarlas sobre los actores. Como truco publicitario, Friedman se encargó de que en los cines se repartieran bolsas, para que pudieran vomitar en ellas los espectadores cuyos estómagos no resistieran lo visto en pantalla.

Las reseñas de Blood Feast fueron abominables, cuando no lisa y llanamente insultantes, pero Lewis no tenía la menor intención de competir con Bergman o Fellini, y al leer esas críticas él y Friedman se reían de que algunos críticos se hubieran tomado en serio esa pequeña atrocidad de celuloide. Sí fue algo serio la cantidad de dinero que la película recaudó, alrededor de cuatro millones de dólares de la época, una cifra sideral, sobre todo si se tiene en cuenta que su realización sólo había costado 24.000.

Aprovechando semejante éxito, Lewis y su productor decidieron seguir por ese camino con un par de films ligeramente menos violentos y que demostraban no poca inteligencia temática; el primero de ellos -también un pequeño clásico entre los afectos al género- fue Two Thousand Maniacs! (¡Dos mil maníacos!, 1964) con el que, apenas un año después de haber inventado el terror gore, inventaron también una de sus tantas subdivisiones, el gore sureño, caracterizado por presentar historias de familias armoniosas y provenientes del norte de Estados Unidos que se pierden en territorios poco civilizados del sur, donde les ocurren cosas espantosas a manos de los salvajes habitantes del lugar. Two Thousand Maniacs! inauguró ese simple esquema, en el que se basarían más tarde pilares del horror moderno como La colina de los ojos malditos (Wes Craven, 1977) o La masacre de Texas (Tobe Hooper, 1974). En 1965 Lewis culminó lo que sus fans conocen como “la trilogía de la sangre” con Color Me Blood (Píntame de sangre), otra divertida atrocidad grotesca sobre un artista que sólo puede inspirarse si utiliza grandes cantidades de sangre como pintura para sus cuadros.

Para aquel entonces, las mayorías moralistas y sus representantes ya habían comenzado a protestar por los excesos de violencia, y simultáneamente estos ya no sorprendían a los espectadores, así que Lewis decidió dedicarse a explorar otros subgéneros menos chillones, como el de los films de delincuentes juveniles, y también dirigió en 1967 un par de películas inesperadas, sobre la corrupción de la industria cinematográfica (Blast-Off Girls, 1967) y el control responsable de la natalidad (The Girl, The Body and The Pill, 1967). Pero en el mismo año volvió a su viejo amor del gore con la extensa historia de vampiros A Taste of Blood (Sabor a sangre), que el director consideraba su mejor obra.

Durante los años 70, Lewis siguió visitando el género con mayor o menor suerte, filmando una serie de películas tan llenas de sangre como olvidables, entre ellas The Wizard of Gore (el mago de Gore, 1970), una historia sobre un mago cuyos trucos terminaban en mutilaciones, que algunos consideran su film más extremo y representativo. Pero el mundo del cine de horror había cambiado, y una nueva generación de directores, que utilizaban el gore y lo repulsivo con efecto mucho más terrorífico (George Romero, Tobe Hooper o los italianos Dario Argento y Lucio Fulci, entre otros) habían copado el mercado. Lewis decidió entonces dedicarse por completo al marketing y a diversos negocios relacionados con la gestión de derechos de autor, es decir, con cuestiones estrictamente mercantiles, para las que ya había demostrado un gran talento durante su carrera cinematográfica.

Aquel gusto a sangre

A medio siglo de distancia, las películas de Lewis siguen siendo extraordinariamente violentas y sanguinolentas, pero, al igual que las primeras de Peter Jackson -posiblemente su admirador más dedicado-, siempre estuvieron más orientadas hacia un grand guignol exagerado y algo kitsch que hacia el horror visceral o el desagradable espectáculo de la crueldad sádica que se ha hecho habitual en el gore tardío. Además, es imposible ver sus films hoy sin percibir el gran sentido del humor -y el descarado cinismo efectista- que los impregna y los convierte en el modelo de gran parte del cine de horror irónico y desprejuiciado, que busca la complicidad con el espectador apelando a mostrar formas creativas de reventar imitaciones de cuerpos humanos. Aunque no se lo puede calificar como un director muy refinado, su influencia directa o indirecta es evidente en la obra de gente tan respetada como el ya mencionado Peter Jackson, Quentin Tarantino, Robert Rodríguez y una larga lista de exagerados.

Aunque disfrutaba con la atención y la reverencia, el simpático Lewis era muy escéptico con respecto al culto que se había desarrollado alrededor de su figura, que observaba con admirable sentido crítico e ironía. En el documental Herschell Gordon Lewis: The Godfather of Gore (Frank Henenlotter y Jimmy Maslon, 2010), sobre su vida y obra, confesaba con franqueza que “en cierta forma Blood Feast es una vergüenza, no sólo para mí, sino tal vez para toda la industria cinematográfica”, pero agregaba: “El resultado ha sido representativo de mi filosofía personal, que es que ‘si vivís el suficiente tiempo, te volvés legítimo’”.

Como decíamos al principio, es complicado argumentar que -legítimo o no- Lewis haya sido un cineasta talentoso, o que su trabajo haya enriquecido en arte y cultura al cine mundial. Pero es seguro que lo volvió más libre, rojo y divertido, y tan sólo por eso vale la pena despedirlo con respeto.