• Ricardo Patán Ragendorfer es un buen periodista argentino. Si fuera necesario catalogarlo de alguna manera, se podría decir que es un cronista del género policial, pero tal vez eso no sea suficiente. “Yo fui atravesando una etapa en la que me dediqué a pintar retratos de vida de los delincuentes hasta llegar a un trabajo de investigación profunda, sólo que en vez de botonear delincuentes, botoneamos policías”, le dijo hace unos años a Enrique Symns, en una entrevista publicada por la revista Cerdos y Peces, con la que él colaboraba. Ragendorfer prefiere hablar de “periodismo delincuencial” como una forma de zafar, desde la propia denominación del género, de la excesiva dependencia que tiene la denominada “crónica roja” de los partes policiales. Este periodista argentino -que además trabajó en las redacciones de El Porteño, Sur, Tiempo Argentino y Página 30- publicó en 1997, junto con Carlos Dutil, el libro La bonaerense, una de las investigaciones más completas sobre la corrupción de la Policía de la provincia de Buenos Aires y sus vínculos con el sistema político, sobre todo durante los períodos en que fue gobernador Eduardo Duhalde.

Resulta imposible imaginar cómo sería ese libro si sus autores se hubieran limitado a trabajar exclusivamente a partir de informes policiales; Ragendorfer considera que para abordar periodísticamente fenómenos sociales tan complejos se necesitan contactos con todos los actores involucrados, y por eso reivindicaba sus fuentes en “el misterioso mundo del hampa”. La incansable prédica de Ragendorfer también está presente en otros proyectos periodísticos en los que participó; tal vez los más recordados sean los programas El otro lado y El visitante, que se emitieron a principios de los años 90 en la televisión argentina. En ambos ciclos -conducidos por el notable entrevistador Fabián Polesecki, que lamentablemente falleció muy joven, a los 32 años-, se marcaba un rumbo: al final de cuentas era posible buscarle otra vuelta de tuerca a la llamada “crónica roja” y narrar buenas historias, sin caer en falsas moralidades o simplismos sociológicos. La necesidad es antiquísima, tal vez primitiva: para saber qué nos está pasando colectivamente, los individuos necesitamos que nos lo cuenten bien, y las posibilidades son muchas. Otros dos ejemplos periodísticos y porteños, que vienen al caso: a comienzos del siglo XX el diario Crítica publicaba las noticias policiales como versos (“Don Juan Bautista Meneses / a raíz de una discusión / recibió un par de reveses / de Don Pérez, Pantaleón. Y se armó una gresca tal / que un “chafe”, al verles la pinta / los llevó a la seccional; / pernoctaron en la 5ta”), y en 1957 -casi una década antes de la aparición de A sangre fría, de Truman Capote- el periodista Rodolfo Walsh llevaba a su máxima expresión el cruce entre investigación policial, literatura y política, con la publicación de Operación masacre. El periodismo argentino, o al menos una parte importante de él, tiene mucho camino recorrido en estos asuntos, en los que vale la pena profundizar. De este lado del charco, en mi opinión, la venimos corriendo demasiado de atrás, en todos los niveles.

Quiero plantear algunas interrogantes, tal vez con ánimo de encaminar una autocrítica. Minimizar la presencia de las noticias policiales de nuestras agendas informativas ¿sirvió como contrapeso al tono sensacionalista de los informativos televisivos que tanto nos indigna? ¿No deberíamos construir relatos propios que expliquen mejor cosas que suceden (sí, suceden)? ¿No estaremos, medio siglo después, cometiendo un error similar al de aquellos medios que despreciaban las noticias deportivas, aunque sus periodistas se pasaran todo el lunes hablando de los partidos?

• Hace pocos días, en el debate sobre seguridad al que convocaron organizaciones sociales en la Intendencia de Montevideo, se trataron muchos temas interesantes; en una de las mesas, por ejemplo, se habló del papel que juegan los medios de comunicación en la construcción de la imagen pública de los jóvenes que cometen delitos. Cuando se discuten estos temas, siempre recuerdo algo que planteó en 2011, y con mucha claridad, Milton Romani, que por entonces era director de la Junta Nacional de Drogas: “Los informativos presentan noticias de carácter violento que no cumplen ninguna función social y que estimulan la violencia. He visto noticias que prácticamente son un manual de uso de la pasta base [...]. Esos pibes que vienen de cuatro generaciones de exclusión tienen otros códigos. En Cerro Norte, a los gurises que aparecen en la televisión vinculados a delitos los festejan en el barrio. Es una estupidez lo que hacen los canales de televisión, lo único que hacen es promover el delito y que los gurises salgan a robar como quien anda buscando cámara”.

Tenía razón Romani, es una estupidez, pero no es la única. “Cuatro encapuchados robaron 200.000 pesos en un supermercado”, dice el locutor del informativo, mientras se ven las imágenes que registraron las cámaras de la empresa de seguridad. Es difícil comprender cuál es el valor informativo de la difusión de esos materiales, que configuran los hechos delictivos como un espectáculo (y aun menos comprensible resulta que el Ministerio del Interior contribuya a esa lógica desde su comunicación institucional, en espacios como In fraganti).

• A fines de agosto, el periodista George Almendras fue entrevistado en el programa Suena tremendo, de El Espectador. Los conductores del programa, Diego Zas y Juanchi Hounie, lo consultaron por una de las coberturas informativas más polémicas de los últimos tiempos. Hace unos años, la hija de una familia de un barrio pobre de Montevideo murió por una infección respiratoria; a partir de un diagnóstico médico y un parte policial equivocados, varios periodistas, incluyendo a Almendras, responsabilizaron al padre de la bebé de un abuso sexual que no cometió, y eso le costó, entre otras cosas, que sus vecinos prendieran fuego su casa. El periodista se defendió diciendo que, además de los periodistas policiales involucrados, los respectivos mandos gerenciales de los canales resolvieron dar la noticia y que todo el procedimiento realizado “estaba dentro de las reglas del juego”. También esgrimió que los periodistas corren estos riesgos cuando están “en el campo de batalla” y advirtió que si esta profesión se manejara exclusivamente por el “espíritu del autocontrol” no habrían existido casos como el de Watergate. Más allá de Almendras, cuando aparecen estas discusiones de inmediato se empieza a plantear la necesidad de regular ciertas prácticas periodísticas o reformular la letra chica de los códigos de ética que rigen nuestra actividad. No digo que sea una mala opción, pero tiendo a pensar estos asuntos de una manera más llana, en línea con lo que planteaba Ryszard Kapusinski: “las malas personas no pueden ser buenas periodistas”. Es exactamente eso: no conocí a Walsh ni a Polosecki, y nunca hablé con Ragendorfer, pero cuando miro sus trabajos periodísticos me termino de convencer de que los hicieron buenos tipos.