Cada tanto, volvés a tocar con banda. Pero estás muy acostumbrado a subirte al escenario solo, acompañado por tu guitarra eléctrica. Es un formato poco común.

-Empecé integrando dos conjuntos: primero MonTRESvideo y después Baldío. Pero paralelamente, de vez en cuando también me presentaba solo. Desde aquel entonces me acostumbré a tocar sólo con guitarra eléctrica, en vez de con guitarra acústica. Tiene muchas ventajas de sonido. Obviamente que eso me obligó, muy lentamente -porque soy muy lento-, a modificar un poco la técnica y la manera de tocar. Es muy diferente el manejo de la ganancia, los volúmenes y los timbres; el sonido queda flotando en el aire. No es necesaria tanta fuerza para tocar, apenas con un roce de la cuerda te da un volumen tremendo; tenés que ser muy delicado en eso. Además, la eléctrica te permite recurrir a lenguajes guitarrísticos distintos: podés tocar a la manera de la bossa nova, del blues, del reggae o de lo que sea, mientras que, con la guitarra de nailon, no es tan fácil aplicar la técnica de todos esos estilos; por eso la preferí desde siempre. Y así me presento en todas partes, voy a cualquier país a tocar solo, como un cantautor, pero siempre con guitarra eléctrica. Y voy cambiando de equipos: alquilo valvulares, por ejemplo. Me resulta muy apasionante todo ese asunto.

¿Qué estilo dirías que hacía Baldío? ¿Rock?

-Te diría lo mismo que de mi música hoy, 30 años después: tomábamos algunas cosas del rock, pero para aplicarlas a una idea musical que ya era la mía, y que no era ser un rockero. Hasta el día de hoy, del rock tomo las cosas que me interesan, que tienen que ver con la instrumentación, la energía y determinadas formas de tocar. Pero no me considero un rockero, para nada. Soy una persona uruguaya que hace canción uruguaya, y que toma lo que le gusta del rock, o de la forma de tocar de [Atahualpa] Yupanqui, de Los Olimareños, de Prince o de [Daniel] Viglietti. Agarro de todo de la música que me gusta; y el rock me gusta mucho, por cierto.

En “Estás acabado, Joe” sonaban vientos, 15 años antes de que apareciesen bandas como La Vela Puerca. Tenían otro origen estilístico, pero eran vientos al fin.

-Sí, es cierto. Era otro origen, porque no pretendíamos hacer lo que La Abuela Coca, La Vela y No Te Va Gustar hicieron después, un rock latino o algo así, que venía del ska y del reggae...

Y de Mano Negra...

-Exacto. A mí Mano Negra no me gusta nada; nunca me gustó esa fórmula. Pero aquel tema era bien beatlero, no latin, yo qué sé... Esos vientos intentaban reflejar la atmósfera de los arreglos de George Martin. The Beatles fue una influencia capital, tremenda, de las más grandes de mi vida, a la par de la música uruguaya.

Hay algunas influencias sutiles en tu música que quizá no siempre se tienen en cuenta. Por ejemplo, “La casa de al lado” tiene una progresión de acordes que parece barroca.

-Sí, es barroca. Y el arreglo también, hay una sonoridad que intentó acercarse a la música barroca, con oboe, flauta y violonchelos. Pero tiene la peculiaridad de que la métrica de la melodía -lo que yo canto- es candombera. Quise hacer ese experimento: montar los acentos del candombe sobre una base de tres siglos atrás.

Hace más de 30 años ejerciste la crítica musical en el semanario Jaque. ¿Cómo recordás la experiencia de estar del otro lado del mostrador?

-Y... muy cómodo no es. Lo hice por inquietudes y también por trabajo, no lo voy a negar. Es habitual en este país que los músicos tengamos que hacer otras cosas para sobrevivir. Me ofrecieron eso y me pareció que no estaba tan alejado de lo mío. La inconsciencia juvenil también incidió, pero lo hice con la mayor honestidad que pude. No era sólo crítica, a veces también hacía entrevistas. Está bueno que el que entrevista también esté por dentro de la cocina de la cosa, pienso que le da veracidad.

¿Qué trabajos desempeñaste que no tuvieran relación alguna con la música?

-Unos cuantos. Estuve unos meses en una casa de tornillos, bulones y arandelas, en la calle Miguelete. Trabajé un año y medio de taximetrista. También, de muy jovencito, en un camión que hacía el reparto de querosén por los almacenes, desde las cinco de la mañana; unos horarios asesinos.

¿Qué tal el trabajo de taxista?

-Es muy duro. Hay un halo romántico que a veces uno se imagina: “Ah, el taxista, las aventuras que tendrá, la gente que conocerá...”. Para mí lo único positivo que tuvo fue poder profundizar aun más en el conocimiento geográfico de la ciudad. Eso siempre me interesó. Desde muy niño, andaba en bicicleta de una punta a la otra: de mañana podía estar en Santiago Vázquez y un rato después en el Puente Carrasco, no paraba. En el taxi acrecenté más minuciosamente el conocimiento de todos los barrios de esta ciudad tan linda. Pero el trabajo es muy duro y muy ingrato. Y creo que ha ido empeorando, en la medida en que hay muchos más autos de los que había hace 30 años, cuando fui taxista.

¿Manejabas bien?

-Sí, por supuesto. Vengo de una familia de gente vinculada con el transporte y los autos. Mis hermanos y yo aprendimos a manejar prácticamente desde niños. Mi padre nos enseñó muy bien a todos. De hecho, a los 14 o 15 años llegué a manejar semirremolques. Todo ese mundo es muy natural para mí. El único tema de conversación que había entre mi padre, mis tíos y sus amigos era la mecánica. Me gusta el mundo de los autos. Hasta la década del 70 te podía decir la marca y el año de todos los autos que veía en la calle. Ahora son todos iguales.

Ya que hablabas de la bicicleta: uno de tus himnos, “El viento en la cara”, justamente trata de ella, un tema que no ha sido muy visitado en la música popular uruguaya. Por otro lado, en tus canciones no has hablado de fútbol ni tampoco has usado lenguaje futbolero. Eso tampoco es, a esta altura, muy común.

-Capaz que un día me decido. Les ha ido bien a las canciones de fútbol... Ya sabés que van a ser populares, ese problema no lo van a tener. No soy muy futbolero. Fui un futbolero enfermo de chico, como todo niño varón uruguayo. Iba a las prácticas de Los Céspedes en bicicleta, y me ponía atrás del alambrado para ver a mis ídolos.

Sos hincha de Nacional.

-Era. Hace muchísimo tiempo que se me fue esa cosa de volcar emociones en un cuadro de fútbol; de a poco se fue diluyendo. Hoy en día no tengo simpatía por ningún cuadro. Pero me sigue gustando el fútbol como deporte y lo veo por televisión, sobre todo los partidos más atractivos. Por supuesto, veo a la selección. Y cuando puedo, trato de ver al Barcelona.

Sos un sibarita del fútbol.

-Sí, es un deleite ver eso. Pero no voy al estadio desde hace décadas, le perdí el gusto. Fui testigo de la modificación que hubo en la conducta del hincha en la cancha. Es muy feo ver eso. Vos sos más joven y naciste en una época en la que ya estaban instaladas la grosería y la violencia de las hinchadas. Pero cuando yo era adolescente e iba a los clásicos, en la tribuna Ámsterdam coexistían las dos hinchadas, mitad y mitad, sin ninguna separación ni policía. Recuerdo clarito que, cuando el partido se calentaba y se ponía complicado, lo más violento que podías escuchar era “hijos nuestros, hijos nuestros”. De ahí no pasaba. Andá ahora a un clásico... Algo pasó.

Volvamos a tu obra: analizando tus letras, caí en la cuenta de que usás bastante el recurso de la personificación. Por ejemplo, “la fuente llora su tristeza”, “el tren saluda desde abajo”, “los limoneros merodeando el galpón”, “un bolsillo flaco escapa corriendo”, etcétera. ¿Es un recurso estético que buscás o simplemente te sale así?

-Me sale. No es producto de una fórmula. No sé de dónde me vendrá eso de animar a los objetos. Es un recurso. Capaz que el origen es el mundo de la literatura, la poesía. Me debe venir de mis lecturas poéticas, y de intentar ampliar la paleta.

Tengo curiosidad por los títulos de canciones que en apariencia no tienen relación con la letra. “Por ejemplo”, ¿por qué se llama así?

-Mirá, me tocás un tema que... Para mí es muy difícil poner los títulos de las canciones, y más de una vez me parece que le he errado al bizcochazo. Porque después te pasa que cuando te la piden en un recital nadie recuerda el nombre, y te la piden por alguna frase o palabra de la letra. Eso quizá quiere decir que el título debería haber sido ese, y no el que yo le puse. Pero con otros títulos pienso que acerté. Titular una canción me resulta tan difícil como hacer toda la letra; es realmente un desafío. A veces me gusta que el título le agregue algo a la letra, que sin él no estaría completa. Puede ser una clave, un misterio o un simple agregado que no sea evidente. A veces quiero romper con lo más lógico. Ni siquiera me acuerdo de por qué “Por ejemplo” se llama así. Es como decir “Por ejemplo, esta canción”. No creo que sea un buen título. Me la piden gritando “¡Marindia!”.

“Marindia en el sol”.

-¿Ves? Ahí está. Yo en esa letra no puse la palabra “Marindia” como si fuera el nombre del balneario, sino como una palabra que podría ser también un nombre femenino. Nada más que eso. Es una cosa medio poética que no tiene explicación racional. Ahora mucha gente me dice: “Esa canción tan linda que le hiciste a Marindia”. No, no se la hice a Marindia.

En las letras bien hechas, muchas veces el placer estético está más en la forma que en el contenido.

-Exacto, la forma también existe: es el juego con las palabras y qué les sacás, cómo podés sorprender juntando una con otra. A veces uno se puede permitir ser un poco caprichoso y buscar que no sea lo más lógico; ahí entra lo poético. Detrás de eso se producen terceros contenidos, imágenes que se despiertan.

“Sufro el dominio de los domingos, / son como adelantos de Navidad”. ¿Sufrís los domingos?

-No, ahora no. Me encantan los domingos. La mayoría de la gente me dice: “Cuando llega el domingo de tarde es una depresión, horrible, no sé qué hacer”. A mí me parece un día hermoso, un día libre.

En “Menores”, del disco Ciudad de la Plata [1998], trataste el tema de la marginación de los adolescentes. ¿Estaba en el tapete en esa época?

-Está desde siempre. Desde que tengo uso de memoria hay pobreza, niños en la calle y abandono infantil, por eso escribí esa canción en aquel entonces, porque me chocaba ya en ese momento. El problema es que todo empeoró. Lamentablemente, la canción sigue siendo actual. Yo quise llamar a la reflexión de los oyentes sobre ese tema poco tocado por el cancionero, que hoy es más terrible que nunca. Pasaron casi 20 años. Es muy triste, pero es así. La situación está embromada. Yo vivo acá en Ciudad Vieja y ver a la gente en la calle es muy angustiante. Pero no fue la primera vez que toqué el tema. Fijate que en el primer disco en el que aparecieron canciones mías, MonTRESvideo [1981], el tema de la marginalidad ya estaba presente; es más, la canción se llama “Margen”: hablaba de la emigración del interior a la ciudad, gente que venía a quedarse en el cinturón de la ciudad y aumentaba lo que en aquel entonces todavía se llamaba cantegriles.

“Ciudad de la Plata” es una crítica al consumismo y, en el fondo, al capitalismo.

-Sí, exactamente. No sé si es crítica o no, pero habla de eso. Y todo ha ido empeorando también en ese aspecto. Si ya me llamaba la atención y me alarmaba el nivel de enajenación que le provocaba al ser humano el consumismo hace 20 años, hoy es peor. Y no hay ni miras de que el capitalismo pueda ser sustituido por otro sistema: se oscila entre el capitalismo y el capitalismo salvaje, por ahí va la aguja. Las preocupaciones que yo tenía en aquella época, lamentablemente, siguen vigentes.

Musicalmente, “Ciudad de la Plata” es bastante experimental.

-Muy experimental y muy compleja; tiene muchos géneros adentro. Es de una estructura muy extensa y cambia de ritmos, estilos y melodía. Un año antes de componerla, otro de los trabajos que tuve -me había olvidado-, fue ser jurado del carnaval en el rubro letras. Eso me permitió ver, por primera vez en mi vida, el carnaval entero, de la primera a la última fecha. Para mí fue una alimentación bestial de información carnavalera, y me quedó algo de la multiplicidad. Entonces, intenté hacer una canción en la que pasaran muchas cosas, que la música fuera cambiando y que hubiera personajes, como pasa en el carnaval y en el teatro. “Ciudad de la Plata” tiene eso, fue una experiencia muy interesante grabarla. No la repetí luego, tal vez porque fue muy compleja. Y, obviamente, el resultado no es una canción típica de dos minutos y medio que pasen por la radio.

¿Cómo ves que un músico toque para un partido político?

-No estoy en contra de eso. Yo no lo hago. Nunca lo hice.

¿Lo harías?

-No lo haría por razones más bien prácticas, por lo que significa mi función en la sociedad. Mi intención es que lo que hago llegue a todo el mundo, que cualquiera lo pueda disfrutar -o no, y dejarme de lado-, sea un niño o un viejo, de Peñarol o de Nacional, de izquierda o de derecha. No filtro, no escribo para una franja. Entonces, si me manifestara políticamente, y apareciese explícitamente en una campaña de x partido, los rivales de ese partido me harían la cruz, les caería antipático y no me escucharían nunca más. Lógicamente, tengo mis ideas y mi voto, pero prefiero no embanderarme públicamente. Me parece que el artista tiene que trabajar para toda la sociedad. Nosotros trabajamos con materiales que tienen que ver con la emoción, más que con las ideas racionales. Yo “vendo” algo que es para las almas, para el espíritu, y me interesa comunicarme con toda mi colectividad.

Después de tantos años, ¿cómo buscás comunicarte con las emociones?

-Al igual que en el pasado, no busco, porque cuando buscás no encontrás nada. A mí me pasa eso; espero que me llegue. Cuando un episodio me genera una pequeña conmoción y me toca por dentro, es muy probable que eso derive en que quiera manifestarlo: es el puntapié inicial para una posible canción. Me sucede desde los 12 o 13 años; si algo me conmueve, lo traduzco en una pequeña letra, un poemita o unas notas con la guitarra. Luego viene trabajar eso y convertirlo en algo concreto.

Sos obsesivo con los textos de tus canciones: los trabajás mucho. ¿Cuándo te das cuenta de que una letra está terminada?

-Llega un momento en el que ya no vale la pena seguir corrigiendo o puliendo, porque pasás ese límite muy delicado en el que empezás a perjudicar la canción, porque pierde frescura y tiene demasiada razón y cabeza. Cuando abandono una canción, quiere decir que no estaba buena. Si pensás eternamente que debe ser corregida, arrancó mal.

¿Recordás cuál fue la canción que te costó más tiempo terminar?

-Sí, hay una que demoré como 30 años en terminar. La empecé a fines de 1987, cuando vivía en La Paz, Bolivia, y la terminé hace un par de años: “Buena madera”, que está en mi último disco [Viva la patria, de 2013]. Habla de mi hermano carpintero y de una cantidad de peripecias de su vida. Tenía la música completa, pero la letra la fui trabajando y modificando todos estos años: la agarraba, me trancaba, no encontraba la salida, la volvía a guardar en una carpeta y la volvía a agarrar seis meses después. Al final quedé muy conforme con la canción.

¿Y la más rápida?

-Eso era antes. Hoy lo pienso y no puedo creer cómo me pasaba. “El loco”, que es una canción de mis comienzos, extensa, con mucha letra y con una música que tiene unos circuitos armónicos complejos, la hice en 15 minutos, cuando tenía 25 años o menos. En esa época todas las canciones me salían así. Cuando tenés 25 años, hermano, estás on fire. Cuando sos joven, no sólo tenés que mostrar, sino también que demostrar, porque estás buscando tu espacio y querés ser aceptado. Después, cuando de algún modo ese circuito se establece, ya no es tan urgente la cosa y no tenés tanto que demostrar. A veces pienso: “Yo podría parar lo mío acá y ya está”. Lo que tenía que hacer ya lo hice. Igual, tengo muchas ideas por delante, pero si me muriera hoy, creo que mi obra está hecha; buena o mala, no importa, pero ya está hecha. En cambio, a los 22 años no sentís eso, sentís que tenés que hacer y mostrar.

En los toques en Bluzz Live vas a presentar temas nuevos, de tu próximo disco. Con ese pensamiento de que ya hiciste lo que tenías que hacer, ¿cuál es el incentivo?

-Seguir en esto, que es tan lindo. ¿Puede haber algo más lindo que trabajar y vivir de hacer canciones, y que luego gusten y la gente las cante? Es hermoso. Además, vivís permanentemente en un circuito de emociones. Vuelvo al tema de la emoción: cada vez que subo a un escenario entro en un trance, es una experiencia que va más allá de lo normal. Es muy fuerte subirte a un escenario y sentirte como que vas en una nave, acompañado por todos los que están sentados allí, y que entramos en un mundo que ya no es material ni racional, en donde las pautas son los sonidos, las emociones, la poesía, la música; y ahí estamos, una hora y media, todos juntos.

En “Diseño de interiores” cantabas “detenerse es morir”. Eso lo resume.

-Exacto. Además de que, a esta altura de mi vida, no desarrollé ninguna otra habilidad. Si dejara de hacer música, ¿qué voy a hacer? ¿Quién me va a emplear? ¿Dónde puedo trabajar?

El taxi está bravo, pero podés arrancar para Uber.

-Puede ser. La última vez que renové la libreta de conducir me pasé a la amateur, pero siempre tuve la profesional. Ya que tocás el tema: ¿los de Uber tienen libreta profesional? Yo quiero que me traslade un profesional. El que conduce pasajeros tiene que haber dado el examen, que es mucho más riguroso; mientras que en Uber -o en este otro que viene ahora, que no sé cómo se llama-, los que ofrecen su taxi son aficionados. Capaz que el tipo maneja horrible. ¿Yo qué sé cómo maneja?

¿Nunca te dio por componer una canción sobre autos?

-Tengo un poema que se llama “Austin”, en un librito mío. Ahora estoy haciendo una canción, con música de [Juan Pablo] Chapital, que se llama “Pintura y chapa”. Es muy poética, no es concreta, pero habla de autos y de talleres. Como vos decías hace un rato: personificando al auto como si fuera una persona, con alma y todo, que choca, va al taller y ahí lo curan.

¿Cómo vienen los temas nuevos?

-Hay un regreso -no sé si llamarlo así- a cierto espíritu de pop-rock en dos o tres de ellos. También hay un tema muy experimental que se llama “No recuerdo”: la música es muy extraña, y la letra juega con el chiste de decir “no recuerdo” y contarte todo lo que no dice que no recuerda. Hay una canción que le hice a mi madre, que falleció hace un tiempito, que se llama “Pollera y blusa”. Recuperé una vieja canción que estaba olvidada, “Copando el corazón”, que había grabado en su momento Begoña Benedetti. Otra canción totalmente nueva se llama “Dani” y habla de una chica. Y una que se titula “Otra dirección” es sobre un tipo que se muda, se lleva sus cosas, pero el pobre loco no se puede llevar lo más querido que tiene: un árbol que había plantado en su casa.

¿Cuánto porcentaje de inspiración femenina hay en tus canciones?

-Mucho, un alto porcentaje.

¿Hubo una musa para varias canciones?

-Sí, hay una musa -como decís vos- que es la responsable de como 16 canciones mías.

¿16 de las más emblemáticas?

-Sí, señor.

Entonces, fue una musa importante.

-Fue fuerte, muy importante.

¿Seguís teniendo contacto con ella?

-Sí.