Me pediste que te tocara aquella tarde, Franco. No estoy listo, digo adentro mío. Vos no lo escuchás. Me agarrás la cara con las manos y me mandás la lengua hasta el alma, y empezás a tocarme vos, a ver si yo me aflojo. Yo no digo nada. No voy a decir nada. Si suena algo adentro mío, no lo voy a escuchar. Y a mí no se me para ahora, porque nunca estuve tan cagado en mi vida. Pero a vos te gotea la pija. Sos fuego. Me das vuelta, y te mandás sin darme tiempo. Se abre el mundo y el cielo se cae a pedazos, y no sé por qué me acordé de lejos de mis padres y el campo. Pero yo no digo ni escucho nada; el resto del dolor vendrá después. Me callo la boca, y me doy cuenta de que nunca nadie fue tan dueño de mí como vos en ese momento. Eran tus manos, pero a veces pensaba que eran mías. Y a veces eran mis manos, pero pensaba que eran tuyas. Y yo me quedo abajo tuyo, temblando, sudando, mientras vos, ya relajado, te empezás a adormecer. Son las cuatro de la tarde, hace calor, y afuera de la puerta no existe otra cosa más que vos respirando suave arriba mío. Después de acabar, me diste dos besos en la espalda, y te empezaste a morir despacio, y yo me fui muriendo con vos.

¿Así es el sexo entre hombres? ¿Uno siempre sale lastimado? Entonces no quiero. Quiero, pero no así. Me quedaste mirando la primera vez que te lo dije, esperando que me aflojara, pero cuando me negué de nuevo, me dejaste de mirar. Si no vamos a coger, andate. Chau, Franco. Me sacrifiqué, me obligué, me arrastré a darte la mano en la plaza porque me pediste aquella vez. Se rieron. Ese pueblo de mierda. Esa casas, esas pocas calles. ¿Cuántos habitantes se necesitan para alimentar la miseria, la mediocridad? Los comercios, las esquinas, las luces anaranjadas de la calle. Se rieron. Me conocieron, Franco. Pero era por vos. Y por vos el culo. Y no queda nada, y la noche se termina y hay poca plata. Papá me necesita más que nunca. Hay días que estamos cerca, pero casi siempre lejos. Trabajo con él en el campo. Papá agarra un palo y me enseña cómo pegarle en la cabeza al lechón. Le pego, patalea, se caga mientras se muere. “Bien”, me dice papá, y después no dice nada; le mete el dedo en el tajo del cuello, lo mete en el agua hirviendo un rato, lo saca. Los dos pelamos el lechón muerto con cuchillos, transpirando. Tenemos las frentes tan pegadas, pero nadie dice nada. Papá... ¿sabés quién soy? Nadie sabe que yo también estoy peleando mis batallas.

El abuelo muere. Nadie lo cree. Papá está mudo y tiene los ojos rojos. El cajón cerrado, el día muy soleado. El piso, las telas, papá y su sangre, yo y su sangre, todo sigue, sigue siendo. Mi abuelo y su sangre no. Cajón cerrado; día soleado. Frente a la cajita de madera lloro. Apenas por el abuelo; por ser puto.

Fiesta de la vendimia en el pueblo cercano para distraerse. Me separo de mis padres. Me meto en la gente. Una fogata a lo lejos, el vapor. Los vinos de todas las clases. Escenario. Suenan las guitarras, las gargantas. La noche es helada arriba. Acá abajo no se siente demasiado. Yo tomé un poco. Siento el cuerpo más fino, más agudo en mi ropa, como si comenzara a desvanecerme. Alguien grita, me reconoce y pronuncia mi nombre con acentos exagerados y burlones al otro lado de la gente. Ya lo veo venir de lejos. Ay, mis padres. La noche. Las estrellas. El humo dulce del tabaco de un hombrón que fuma a mi lado un cigarro hecho a mano, con un jean que le parte el forro de los huevos al medio. Un bigote enorme. Me acuerdo de los leather daddies de Franco. Tiene la frente pálida y el resto de la cara roja de tantas tardes bajo el sol con esas gorras de visera, como muchos hombres del lugar. Cuánta tierra habrás levantado con esas manotas. Hablás bien atravesado, pero estás tan rico. Habrás terminado de alambrar recién y te viniste a empedar acá. Hasta olorcito a barro y a alambre oxidado debés de tener todavía. Pasa muy cerca. El alcohol le sacó el frío y viene con la camisa entreabierta, un pecho para dormirse arriba. Alguien le dice algo y se ríe con tantas ganas y tanta obscenidad que asusta. Tiene un aliento a vino barato que me marea aun más.

Siguen gritando. Ahora puto. Ay, señor peón: cómo lo voltearía atrás de cualquier árbol. Lléveme. Agárreme. Activo. Pasivo. Monstruo. Lo que quiera, pero sáqueme de acá. Puto, gritan. Les grito que sí, que qué les importa, que con esto hago lo que quiero, que es mío. El hombrón se aleja despacio en zigzag. Desaparece, muere. Doy una vuelta. Giro intentando encontrar a los que gritan, mirarlos a los ojos a punto de vomitar de rabia, pero no los encuentro. No los encuentro a ellos. Encuentro a mis padres que me miran, me escuchan, me vuelven a parir. Duros. Duros. No hay gritos, pero hay padres. Son dos y están mudos, aunque papá tiene una vena roja que le raja la frente. Su sangre. Mi sangre. Mi padre nos lleva a casa. Vergüenza. No le temo a Dios, pero a papá… Peoncito… ¿por qué no me llevaste vos? ¿Por qué me dejaste solo?

David Rodríguez Salles