Una estrategia integral de seguridad y convivencia que tenga vocación de política pública debe articular un conjunto de dimensiones que logren superar una mirada estrictamente policial, coercitiva y punitiva de la problemática.

El concepto de seguridad es una referencia permanente en el debate público desde hace al menos una década, cuando se instaló como la mayor preocupación de los uruguayos, según diversos estudios de opinión pública. En general, su abordaje ha transcurrido por dos andariveles que constituyen una visión muy recortada del problema. Por un lado, un enfoque centrado en las respuestas policiales que debate sobre la misión, el despliegue, la infraestructura y el perfil profesional. Por el otro, la agenda de adecuación normativa que promueve reformas legales que con insistencia pretenden aumentar penas.

Un esquema de seguridad y convivencia debe contemplar en forma combinada una serie de pilares que en conjunto articulan una política sostenible y democrática. Esos pilares son:

1. Un enfoque conceptual que ubica a la seguridad como un derecho humano y supera la lógica de orden público y seguridad interna.

2. Un análisis compartido sobre las amenazas y los escenarios de riesgos de seguridad existentes en la etapa histórica determinada a nivel nacional y regional. Esto implica una mirada que conceptualice las diversas formas de violencia de la sociedad, la inseguridad y la criminalidad como elementos constitutivos.

3. Una estrategia integral de seguridad de gobierno que tenga como pilar central la cultura ciudadana y la reconfiguración urbana, que garantice planes específicos y transversales, muy particularmente en el área metropolitana fragmentada y con niveles de exclusión persistente éticamente intolerables.

4. Un modelo de gobierno civil de los organismos de seguridad que distinga y articule el mando y el comando.

5. Una política de formación, capacitación y especialización técnica de la Policía Nacional basada en los derechos humanos y el respeto a la ley.

6. Un diseño del despliegue policial orientado a prevenir el delito, que evite, como orientación estratégica, que los hechos sucedan. Esto representa para la Policía una apuesta a la proximidad y a un sistema de patrullaje y respuesta eficiente.

7. Una política de equipamiento, armamento, infraestructura e incorporación tecnológica coherente y sustentable de acuerdo con la misión definida.

8. Un rol, una misión y un alcance precisos de los servicios de inteligencia policial orientados a combatir el crimen y prefigurar escenarios críticos.

9. Un sistema de mecanismos de evaluación y control permanente para combatir la corrupción policial, que es uno de los factores determinantes de procesos consolidados de inseguridad pública.

10. Un conjunto de marcos legales modernos que garanticen y efectivicen el acceso a la Justicia junto con una profunda reforma del Poder Judicial, en su composición, funcionamiento y alcances.

11. Una estrategia contundente de desarme civil.

12. Una política y un modelo de gestión orientado a las víctimas de los delitos, a las personas privadas de libertad y a los liberados.

13. Una política estratégica de comunicación pública sobre seguridad y convivencia.

14. Un presupuesto adecuado y consolidado que asegure la estabilidad de las acciones que se definan.

Despolicializar la agenda de seguridad

El esfuerzo por construir una estrategia de seguridad integral debe revertir dos procesos históricos relevantes: el desgobierno político sobre los asuntos de seguridad pública y policiales y el autogobierno policial de la seguridad pública y del sistema policial mismo.

Marcelo Sain ha señalado que “el desgobierno político de la Policía implicó el desentendimiento y la delegación a las agencias policiales del monopolio de la administración de la seguridad pública. Es decir, una esfera institucional controlada y gestionada por la Policía sobre la base de criterios, orientaciones e instrucciones autónoma y corporativamente definidas y aplicadas sin intervención determinante de otras agencias no policiales. En consecuencia, la dirección, la administración y el control integral de los asuntos de seguridad pública, así como la organización y el funcionamiento policial, quedaron en manos de las propias agencias policiales, generando así lo que se ha denominado la “policialización de la seguridad pública”.

Como contrapartida, se señala que esto trajo aparejada una autonomización política de la Policía, que permitió que esta definiera sus propias funciones, misiones y fines institucionales, proporcionara sus propios criterios y medios para cumplirlos y en ese marco definiera orientaciones generales de seguridad. Esta lógica fortaleció a la institución en su capacidad de proteger sus logros e intereses autodefinidos y resistir con relativo éxito todo tipo de iniciativas gubernamentales tendientes a erradicar, cercenar o reducir dicha autonomía.

Este proceso dual implicó durante muchas décadas una apropiación del saber de la seguridad en la Policía. Esa ajenidad del sistema político se reprodujo en la academia y se multiplicó al infinito en la izquierda política y social, que cuando llegó al gobierno en 2005 tenía un solo párrafo destinado a la seguridad en su programa de gobierno.

La esfera de la seguridad ha sido un secreto bien guardado a toda la sociedad. Por eso uno de los desafíos democráticos es fortalecer el gobierno político de la seguridad e incorporar en la agenda acciones estratégicas para construir una comunidad integrada.

La apuesta a la cultura ciudadana y al shock de ciudad

La cultura ciudadana se define como la promoción activa del conjunto de actitudes, costumbres, acciones y reglas mínimas compartidas por los individuos de una comunidad, que permiten la convivencia y generan sentido de pertenencia. Incluye el respeto al patrimonio común y el reconocimiento de los derechos ciudadanos y los deberes frente al Estado y a los demás ciudadanos.

Una acción decidida del Estado que promueva políticas de cultura ciudadana constituye un potente agente regulador, ya que la inseguridad, la violencia y el delito no son causadas exclusivamente por motivaciones criminales. En muchas ocasiones, nuestra cultura tolera, cultiva y encubre actitudes o conductas contrarias a la ley o al bien común, o incluso celebra y promueve las transgresiones la cultura de la ilegalidad.

Pero la apuesta a la cultura ciudadana debe estar acompañada por un shock de ciudad e inclusión en el área metropolitana de Montevideo, para retejer la profunda fractura social y urbana que aún hoy existe. Esto implica desplegar un conjunto potente de intervenciones habitacionales, urbanas y sociales en 40 microcomunidades barriales donde las desigualdades persistentes se han acumulado y donde hoy viven alrededor de 200.000 personas. Esa es una prioridad en la agenda de inversión social, y el gobierno nacional debe cooperar fuertemente con el gobierno de la ciudad.

Hay que cambiar el enfoque y concebir el territorio como un factor clave de producción y reproducción de desigualdad y exclusión, razón por la cual intervenir en él para transformar la trama urbana, es decir, el soporte donde se asientan poblaciones, y revertir la desigualdad persistente es una tarea sustantiva.

Es ahí donde hay que implementar una estrategia de urbanismo social, para que la arquitectura y el urbanismo tradicional sean herramientas para la inclusión y refuercen estrategias territoriales, estéticas y simbólicas de una transformación física que confieran a la ciudad escenarios dignos para vivir. En suma, un shock de ciudad que logre retejer la inmensa fractura social que aún existe, y que en algunos territorios se profundiza.

Seguramente sería movilizador y esperanzador un acuerdo político en esta agenda. Haría creer que los pactos políticos tienen sentido de construcción de ciudadanía, de libertad y de más dignidad.

Gustavo Leal Sociólogo