¿Qué pasaría si cada semana, cada día, habláramos de lo que ciertamente nos pasó o nos conmueve, y ese diálogo, o ese sentir mudo, nos trajera de los pelos hacia una narrativa de la existencia que no estuviese marcada por ninguna agenda, ninguna imposición de temas? No pienso en olvidarnos esta semana de Dilma, de todas las estafas mundiales, del mal vivir de una sociedad, de lo que nos aqueja como colectivo. (Abro el paraguas, lo cierro y sigo).

Qué pasaría, pienso, si por una semana o un día todos viviésemos la ficción con la que nos identificamos o que se nos antoja o parece (aquello de la construcción de la propia vida como una existencia estética). Qué pasaría sin chismes politiqueros en nuestras mentes y si, asegurados los mínimos bienestares sociales y suponiendo una mirada entrenada, cierta democracia cultural, todos fuésemos los actores que eligieron su papel, su película, la nota de una gran sinfonía. ¿Qué obra elegiría usted? ¿Qué mundo habitaría? Y preste atención: dije una semana o un día, no la eternidad. Ningún para siempre, pero sí el olvido de esta materialidad circundante, del poco vuelo al que estamos condenados, de las vidas que generalmente -las nuestras- no queremos vivir. No estoy hablando de desaparecer ni de matarse: estoy diciendo que todos (casi todos, está bien) queremos otras vidas. Qué asunto, ¿no? Porque cuando nos preguntan, como cuando éramos niños, “si tuvieses que elegir entre tal cosa [importante] y otra”, acusamos a la pregunta de juego bobo, la descartamos por imposible, por demasiado irreal, por naíf y enajenante, por plenamente pelotuda. Tanto que apelamos a los niños y su honestidad (a la verdad que portan cuando juegan), y sin embargo somos incapaces de un día ya no de absolutos, sino de una inserción mínima en un mundo que no tiene por qué ser el paraíso ni las aguas puras de un universo bucólico que sostiene nuestras risas de panes y peces. La belleza de este juego también contiene su lado tremendo, su seriedad.

Está bien, no elijamos una, y tomémonos la libertad de especular con dos o tres películas, sinfonías o imágenes silenciosas. Si lo practicamos ciertamente, no hay mucho que pensar; las piezas vienen solas, nos asaltan, están dentro de las cortezas cerebrales, de los corazones de cáscara seca, y lejos, estoy seguro, de lo que decimos cada día. A unos les gustará la representación de la realidad; a otros, entrar en mundos imaginarios, inverosímiles; otros apostarán por la contemplación que no busca el diálogo con ningún adentro, ese que pierde el lenguaje; pero a todos nos pasa que alguna imagen se ha apoderado por algún tiempo (o por la vida toda) de nosotros: esa imagen (y tantas otras) que nos lanza sin más a lo no explicado, o a lo explicado de otras formas. Sí, aparte de niños, estaríamos locos y hasta, quizá, más incomunicados. ¿Cómo establecer un pacto de tránsito si cada uno trasiega el mundo con su concepción ética y estética (eso es político, cariño), que nada tiene que ver con la de la mayoría? Pero ¿no es así, en verdad? Estoy siendo racional para adentrarme en cierta locura. Estoy pagando su precio.

◆ ◆ ◆

Voy a por él, a por mi gusto, y enciendo los motores de una maquinaria que me seduce, en la que me gustaría vivir. Voy a plantarme en el cine, a decir mis planos secuencias, mis encuadres quietos (pero que me mueven todas las células), a jugar al dígalo con mímica, a la ficha del obsesivo que anota película, actores, año, director y comentario propio, o al que sólo registra una escena de una película de tres horas. Voy por la primera que me viene ahora (y no me interesa desmenuzar las razones psicológicas o sociológicas ni ninguna otra lógica que el placer ético y estético de este ahora) y que se me presenta como un rapto en el que de pronto (es cerrar los ojos y nada más) comienzo a vivir de otra forma: Theo Angelopoulos y una escena de su Paisaje en la niebla o de La mirada de Ulises (no tengo la ficha, sólo la atmósfera), cuando en un país devastado por la guerra y su sinsentido, en la noche y con todo hecho niebla, todo hecho mierda, cientos de músicos, bailarines, poetas y actores salen de la nada y ocupan las calles y dicen sus versos, esparcen sus notas y bailan bella o torpemente, pero con todo el cuerpo, la existencia después de la catástrofe.

No es que quisiera vivir ninguna tragedia social (esta manía de explicar lo dicho a la que últimamente uno se siente obligado; ese miedo a ser tomados como tontos o como indiferentes hombres es-nobs), pero sí esa metáfora en carne propia, es decir, en su literalidad más cruel: decir los versos más sedientos de vida (más bien, escucharlos) luego de que nos destrozaron o nos destrozamos.

Quizá para el propio daño funcione mejor Smoke, de Wayne Wang (las películas que cito, y creo que las que citaré, ya alguna vez las cité antes; no me asusta la repetición, porque uno debe recordarse, asentar con disciplina japonesa lo que sabe de sí, las escenas que lo atraviesan), y su maravillosa entrega a los cigarrillos (hermosa apología del humo sin sus males y pecados) y al registro cotidiano, durante años, de la misma esquina a la misma hora con la misma cámara fotográfica. Y en cada foto, miles de miles, un día realmente distinto al otro, cientos de gestos de una persona, las luces y las sombras y las lluvias y los soles y las estaciones de la supuesta misma esquina.

Estaciones, y entonces Primavera, verano, otoño, invierno y otra vez primavera (ahora que la estamos precisando tanto), de Kim Ki-duk, y tallar a punta de cuchillo alguna revelación o secreto y cargar la piedra de Sísifo sobre las espaldas hasta que se caiga por su peso, el de haber obtenido la propia redención. Y ahí, salir solo a la vida a buscarle el sentido que se nos perdió, o a encontrarle otros. Y, por supuesto, no estoy construyendo mi top 10 ni pensando cuáles son las mejores y me dejan mejor o peor parado, porque justamente no estoy diciendo de andar bien parado. Justo en estos días, la BBC confeccionó un listado de las 100 mejores películas de lo que va del siglo XXI (en base a una consulta a 177 críticos de todo el mundo), y uno siempre tiene la tentación de leer esos listados (probar su gusto, saber cuántas vio, ver si está a tono, divertirse un rato), pero la verdad es que yo con los listados siempre caigo en la desgracia del olvido. Sí recuerdo las dos primeras (mentira, acabo de googlearlo), y coincido. No sé si son de las 100 mejores, pero son de esas en las que me gustaría estar viviendo un rato, aunque Mulholland Drive, de David Linch, sea, por momentos, tenebrosa, y también, creo yo, reveladora de lo que puede el inconsciente (o la creación): el delirio. La segunda, sólo superable en este siglo (yo también hago mi listado, y de eso vengo escribiendo: ¡haga su propia lista, construya su mundo estético!) en su asunto principal, el amor, por el mismo autor, Wong Kar-wai. Es insuperable, porque después de una de sus películas uno desea amar, odiar, besar, estar acompañado y hasta ser abandonado de esa forma. Al menos, con esa música, esa gestualidad y toda esa indumentaria.

Siempre me pasa lo mismo con el espacio: ya se termina la página y quedo en evidencia coja, con un puñadito de escenas que no dicen de toda mi filmografía, de mi complejidad discursiva, del mundo que no se me puede acabar en la poesía después de la masacre, el registro cotidiano y simple de lo mismo pero que, imperceptiblemente, muta; del tallado de sí y de la redención, del inconsciente y su belleza no explicable, del amor deseado hasta el sexo y la locura. ¿O sí me alcanza? ¿Serán estas las escenas que ahora hacen el montaje de la película de mi vida? También hay por allí algunas escenitas porno, a qué mentir. ¿Cuáles son, de verdad, las suyas?