Partamos de la premisa del encuentro-taller en el que participaste.

-Abordé el tema desde el lugar de la investigación y de la escritura. Me importa más cómo cuento que lo que cuento. Es importante el trabajo con el lenguaje; eso es la literatura, un decir distinto al cotidiano, que no provoque lo mismo en todos los lectores. Escribo mucho sobre esa cosa de que los chicos se toman todo en forma literal, y del malentendido que surge entre lo que les dice el adulto y lo que ellos escuchan. Esto en lo que se refiere a los más chicos, porque para mí la literatura juvenil y la de adultos es lo mismo. La literatura juvenil es un borde, es una línea elástica, porque uno no sabe dónde está el límite y cuando escribe no piensa en un receptor juvenil. Creo que es una cuestión de mercado y que tiene que ver con la capacidad lectora de los jóvenes: algunos tienen más dificultades que otros. De hecho, en lo que se presenta como literatura juvenil hay muchas obras que no estuvieron pensadas para ese público y que el editor recupera: textos de Cortázar o de Borges que se colocan en colecciones juveniles; es algo que un adulto trae para que lo lean los jóvenes.

La chica pájaro, de Paula Bombara (2015), por ejemplo, aunque tiene elementos que la enmarcan en la literatura juvenil, al mismo tiempo excede esa categoría.

-Pasa lo mismo con sus novelas anteriores El mar y la serpiente [2005] y Sólo tres segundos [2011]. Transitan un borde. En la literatura infantil es más clara la diferencia, aunque no excluye al adulto. Al contrario, es una literatura para que el adulto comparta con el niño. De hecho, hay un montón de cuentos que si no tuvieran la forma de literatura para niños no estaría claro que lo son. Me pasó con La enamorada del muro [1999]; lo escribí sin pensar en un destinatario y lo mandé a un concurso. Cuando salió premiado y lo publicaron para primeros lectores, me sorprendí. Por eso hago hincapié en cruzar la frontera. Los buenos libros son los que perduran, los que fisuran esos límites y no se sabe dónde ponerlos. Pero es cierto que negar la literatura infantil es negar la infancia: por más que no pensemos en un lector a la hora de la creación, sí lo hacemos en la edición, en la corrección, y hay todo un mundo en torno a eso.

En los últimos años en Argentina surgieron numerosas editoriales pequeñas que aportaron diversidad y calidad a la producción. ¿Cómo es el panorama hoy?

-La literatura tuvo un boom en los 80, cuando se rompió un montón de estereotipos y hubo muchos pioneros. Después, en 2001, con la crisis, surgen editoriales chicas. Digo “con la crisis” porque se deja de importar libros y hay una mirada hacia adentro; al mismo tiempo, hay un auge del libro álbum. Eso propició el surgimiento de una segunda generación, una camada de nuevos autores. No te puedo decir ahora qué pasó este año porque todavía lo estamos transitando, pero supongo que se va a editar menos. Hubo muchos cambios, que incluyen un recorte muy grande: no existe más el Plan Nacional de Lectura, y eso implica que ya no se compren libros en ese marco. Estamos perdiendo muchas cosas que habíamos logrado en los últimos años, viviendo la pesadilla de volver a los 90, y eso nos lleva a preguntarnos qué nos pasó. Nunca pensé que en tan poco tiempo fuera posible destruir tanto. Cobra mucha vigencia lo que decía Graciela Montes; traje para compartir en el encuentro El corral de la infancia y La frontera indómita, que ella escribió en esa época: es una pintura de lo que está sucediendo ahora. Se pierde, por ejemplo, en la escuela; por los libros que se llevaba y el acompañamiento de los docentes, el Plan Nacional de Lectura había logrado una familiaridad con el libro. Pero eso tiene que tener una continuidad, porque el lector no se construye para siempre en seis meses. Va a costar mucho trabajo reconstruirlo. Entonces, estás entre la desesperanza y el duelo, pensando al mismo tiempo cómo hacer para continuar de alguna forma. Con otros autores -Márgara Averbach, Mario Méndez, Silvina Rocha, Silvia Schujer, Alejandra Erbiti y Laura Ávila- formamos el Colectivo LIJ, en el que estamos en alerta y tratamos de ver qué se puede hacer.

En una ponencia de 2002, en las Jornadas para Docentes y Bibliotecarios de la 13ª Feria del Libro Infantil y Juvenil de Buenos Aires, te referiste a la censura por omisión. ¿Ha habido cambios al respecto en los últimos años?

-Uno de los logros había sido llevar textos seleccionados a la escuela, algo que les da permiso a los docentes para abordar ciertos temas: si el Ministerio de Educación me lleva un libro que aborda determinada temática, estoy avalada a tratarla. Que eso se corte puede tener como efecto que vuelvan los miedos. Yo creo que la censura por omisión siempre está. Cuando afirmé eso había partido de una frase de Gustavo Roldán [“La censura se ejercita de maneras muy perversas, porque está oculta. Un libro que queda en el cajón de un escritorio y no puede ser ni visto ni leído por ningún niño, no existe”] que me hizo pensar: porque la censura muchas veces proviene de algún lado, pero en otras ocasiones no, lo que ocurre es que yo me censuro, por miles de razones. Por otra parte, quiero dejar claro que podés abordar determinado tema desde la escritura si es algo que te atraviesa; si lo hacés porque se puso de moda, es un panfleto. La literatura es otra cosa. Esto quizá suene contradictorio, pero no es que uno se proponga hablar de ciertos temas, sino que más bien los temas son los que te eligen, aunque suene romántico. Hay contextos que permiten hablar de ciertas cosas. Por ejemplo, durante mucho tiempo no se pudo hablar de la guerra de Malvinas, porque era muy doloroso. Si hay un contexto que lo permite, eso se refleja en la literatura; en Argentina en 2010 se empieza a hablar del tema desde el Estado y eso aminora el conflicto. Si hay un tema tabú, por ahí es lo erótico o lo sexual; hay autores y editores que se animan, pero no es lo más frecuente.

¿En qué está el abordaje académico de la literatura infantil en Argentina?

-Hay maestrías, seminarios. Lidia Blanco da un seminario anual en la Universidad de Buenos Aires, que dura un cuatrimestre y se replica en la biblioteca La Nube. Ahí está la historia de la LIJ latinoamericana y europea en un archivo impresionante, donde todos pudimos estudiar alguna vez. Tengo entendido que el postítulo no existe más, que fue uno de los recortes; lamentablemente, porque era una formación terciaria importante. Hay una maestría en la Universidad San Martín con un equipo académico de peso, Gustavo Bombini y Cecilia Bajour, entre otros. Después, hay, como siempre hubo en Argentina, congresos, jornadas, revistas como Cultura LIJ, blogs como La memoria y el sol. En una época estaba Imaginaria, que nos marcó a todos.

Yo formé parte del equipo de La Mancha, que fundaron Laura Devetach, Graciela Montes, Graciela Cabal, Ricardo Mariño, Gustavo Roldán, Ema Wolf, Graciela Pérez Aguilar y Silvia Schujer. En el número 7 nos la cedieron y la continuamos Gustavo Bombini, Elisa Boland, Nora Lía Surmani y yo. Creo que en esa publicación fue donde hice mi aprendizaje más profundo, porque ahí sí hacíamos crítica con una mirada muy reflexiva. Editamos hasta el número 20, creo que el último fue en 2007; no lo pudimos sostener, las cosas culturales suelen ser difíciles de sustentar. Fue un lugar de aprendizaje y quedó como material bibliográfico. Siempre pienso que habría que hacer algo con aquellas notas, porque escribió un montón de gente, no sólo de Argentina. Y fue precioso hacerla. No teníamos un portal, y habría que digitalizar el material para que perdure, es algo que tenemos pendiente.