Un delgado equilibrio de trapecista torpe, de ruta, se tiende entre los agujeritos y yo. Son los del nicho 2.137, en la ciudad donde viven los muertos. Quise pasar por allí a intercambiar tulipanes por azahares, pero no me lo permitió el clima. Mucha humedad. Cuando todo es humedad, los cementerios no paran de llorar y las lágrimas se te van pegando como vaselina rígida hasta que quedás recubierta de una espesa capa, la tristeza. Cuando la humedad asfixia y el sol se hace humo, por los agujeritos de los nichos hay cientos de ojos mirando. Reclaman vida o un “no al tedio”, quién sabe qué demandas fúnebres. Los reclamos siempre lo son; se producen en el punto en que ya algo ha muerto. Por eso Daniel se queda en el fondo y no asoma nunca.

Él decidió tirarse desde un noveno piso para que nadie le tocara más los huevos, ni le interpretara su desánimo, ni lo acosara con pastillas y recomendaciones. Nunca cupieron reclamos entre ambos; alguien había muerto de los dos. Cuando quise decirle que no se fuera, se había ido. Lo maldije; no se me cayó una lágrima, y entre puteadas arranqué toda la tierra que pude con mis manos y seguí gritando y sangrando para sacar sus huesos rotos, recomponerlo y volver a amarlo. Nunca más volví a sentir la calentura que producía su bulto entre mis piernas púberes.

Conocí todo un mundo de palabras que me nombraban el cuerpo, sólo para poder sostener con mis 13 años aquella explosión erótica llena de vibraciones y escozores que me inundaba y dejaba leve y atontada; sonámbula dirigida al placer, nunca al miedo.

Jamás sentí temor de la sexualidad con Daniel; era tanta la saliva, el refriegue y las manos que no alcanzaban, que me tocaba yo misma para multiplicarlo, que se lamía a sí mismo con aquella lengua aguda, derramada también sobre él para alargar la mía. Mi short pequeño de un jean deshilachado y fino en aquel verano, de tanto apretar salvajes.

Mi shorcito se levantaba y abría por las piernas convirtiéndose en una sola tela con la bombacha suave, último obstáculo que mi padre, dios y un atisbo de renuncia me habían cosido a la puerta de mi entrada.

La leche de Daniel se derramaba a cada rato, punteando mis tejidos jugosos, haciendo de la tela del short un entramado de tejido vegehumano. Tejido también por las plantas de hortensias que casi todas las tardes hundíamos de tanto golpear contra el muro los cuerpos con las pieles tersas de las que estábamos hechos entonces.

Luego pasaron dos años; antes, mi padre nos había separado. Escandalizado, me sacó a trompadas del balneario de la costa este donde conocí tu cuerpo. Mis lágrimas fueron tantas que no puedo llorar desconsolada desde entonces. Lágrimas vertidas desde la melancolía salvaje y el deseo radical que te tenía. Congelada y ardiente al ya no verte ni verter nuestras lenguas y mucosas, pezones y puntas de lanzas, agujeros, empellones por detrás y delante, tan vestidos para estar desnudos y tan tocantes para estar vestidos.

Pasaron dos años y no estuviste para vengarnos. Porque, como un Romeo al revés, volaste del balcón, de la fuente de la vida breve, del erotismo sombrío que cayó sobre mí, desde entonces.

Si el amor fuese combate, las moscas que rodean el cadáver del amado serían trazos de sombra picoteando almas como armas. La luz caería oblicua sobre un chisporroteo desencendido en fiestas perdidas del tiempo.

Nunca hubo amor tan fuerte como el que viví volcada a las siestas de tu cuerpo. Un aire de locura y sueño corroía la carne de la que estábamos hechos.

Nunca me gustó tanto el fuego como entonces: una hereje ardiendo el castigo y en llaga viva, derritiéndose. Y aun así, solicitando, de modo nada amable, dame más.

◆◆◆

¿Cómo puedo ahora cazarlo sin lenguaje, sin quedar atrapada entre las palabras y esa mirada extasiada que ya no será mía, ni de nadie, ni de este mundo, y aun así vive entre mis sueños y el día?

Se lo digo en el sueño; se ríe. Con esa semisonrisa amarga que siempre tuvo, y que debajo de sus ojos apenas almendrados me clavaba puñales de ardor y urgencias. Nos acariciamos muy poco. Luego proseguimos a manotazos, con el ardor de entonces y el hambre de años que hace, al fin, que todo suceda. Lo miro inmensamente, quiero tragármelo todo y a la vez mantenerlo a raya; no se puede tener sexo con un muerto.

Ahora que sí podría yo tenerlo, no sólo frotarnos, sino penetrarnos de mil maneras, bebernos la sangre, ahora que mi padre no lo impediría, pues él también: está muerto, ahora se torna imposible: Daniel no existe más en esta tierra.

Yo ya no llevo mi short pequeño, ni hay hortensias aplastadas, ni calles oscuras. Tenemos toda una larga franja de arena a la luz del día para revolcarnos y caer de la hamaca. Nos besamos, con un rastro de saliva perenne que quedó engarzado entre la eternidad y mis dientes. No hay rareza en el encuentro de mi cuerpo de casi 50 y su carne tenue, de muerto.

Sostenemos el encuentro en forma perdurable, entre aullidos, risas y susurros. Sin lenguaje que encadene algo comprensible, ya que no existe palabra que describa el deshielo de un deseo congelado.

Pero un día la muerte se apoderó de tu cuerpo, sabio para mi placer. Sólo moscas, como retazos de sombra vuelan sobre tu cadáver y, como antes ardiente, duelo.

Carmen de los Santos.