El redoble de Gabriel Delacoste y Lucía Naser (“¡Oh no, otra vez Warhol!”) resulta un aliciente para intervenir en un debate siempre latente, que parece decir algo de profundos malestares culturales. Se ha hablado de “polémica” en este asunto del “trapo” (metafóricamente perfecto: la artista debe de estar feliz -yo lo estaría-, aunque a mí me da más por pensar en la Sábana Santa, otro pingajo), pero ello refiere principalmente a una serie de construcciones verbales similares (“comentarios”): la escritura en el agua de las redes sociales.

Las redes sociales (cuáles sean estas debería ser especificado: en general, se limitan a Facebook y Twitter, que no operan por igual en todo el mundo) son imprescindibles en algunos territorios críticos: basta consultar algunos de los excelentes proyectos periodísticos (se me ocurren ahora Global Voices y liveuamap) que las entienden y utilizan como fuentes de a) información primaria y presencial allí donde no existen, no acceden o son censurados periodistas profesionales; b) cuerpos de datos que valen como termómetro (mediante análisis estadísticos y del examen y/o organización de contenidos estereotipados) de un estado de ánimo popular, subordinado, ignorado o prohibido por gobiernos o por los medios tradicionales; o c) herramientas críticas vinculadas, esencialmente, con el humor.

Todos esos usos, en tanto potencian la democratización, parten de la premisa siguiente: una sola opinión aislada no tiene valor de ningún tipo y es, tecnológica y formalmente, un ready-made (aparte de otros problemas vinculados con el control y la propiedad en la web). Salvo en circunstancias que por sí mismas producen un interés a priori (siempre inestable y en cuestión) de la información brindada (una guerra), o gracias al análisis crítico de grupos de opiniones (su instrumentación con fines políticos, informativos, etcétera), la opinión refleja la estructura binaria (no dialéctica) del poder y reproduce el lugar común que produce el conservadurismo. Las opiniones encontradas en Facebook no son más que una perversa floritura nominal (Tabaré/Mujica, Izquierda/Derecha, Duchamp/Mi tío Joaquín, Peñarol/Nacional, Puto/Puto) de la imposibilidad de diálogo entre “conceptos de realidad diferentes y su imposibilidad de entendimiento” (Hans Bumenberg), sancionada vez tras vez, minuto a minuto, sin tapujos y sin conciencia. GM Tamás lo dice con más brutalidad: “La opinión es un aspecto de la sociabilidad en la sociedad burguesa, a la vez que un enemigo tradicional de la filosofía, la contraparte de la búsqueda de la verdad”.

Naser y Delacoste se preguntan: “¿Por qué tanta gente sólo está interesada en discutir sobre arte cuando se premia lo que parece un trapo?”. La respuesta habría que buscarla en la adecuación del verbo discutir en este contexto. Si bien sobre arte no he leído nada en esas redes sociales, sí he podido comprobar (gracias a la aplicación de algunas de las herramientas arriba listadas) el nivel insólito de ignorancia (la ignorancia se puede comprobar), chovinismo, rencor y odio de un grupo social (el de los que opinan sobre arte) generalmente autocomplaciente.

Me interesa bastante la cuestión del odio y el rencor que desatan los premios de artes visuales, en sí mismos instituciones absurdamente apreciadas en América Latina en general, y consuetudinario motivo de risa. Salvo honrosas excepciones, parece ser que esos odios y rencores no tienen demasiado que ver con ideas combativas sobre las necesidades, exigencias y responsabilidades de las prácticas artísticas, ni con nociones concretas sobre políticas culturales entendidas en su contexto histórico y geográfico, ni siquiera con la adecuación de palabras-fetiche como “técnica” o “virtuosismo”, que, se sabe, siempre hablan de otra cosa.

Al contrario, suelen girar compulsivamente, despolitizadas, en torno a dos conceptos: dinero y valor, cuya importancia opera gracias a una serie convulsa y chapucera de ideas (escalafones de lenguajes artísticos, conceptos completamente dislocados de técnicas y adecuación histórica de estas, una visión romántica de la educación artística, reproducción naíf de lugares comunes en torno al valor-trabajo, percepción parcial y atontada del mercado del arte, sensacionalismo, espectacularización de medios y fines de los artistas, infantilista aceptación de la institucionalidad, omisión de todo aquello que exige investigación y análisis), que convalidan una historia del arte y un abyecto modelo de comprensión y enseñanza de su función, y, en sí mismas, explican por qué, como se preguntan Naser y Delacoste, la vanguardia (entendida como la repetición de sí misma, ya inane, autocomplaciente y hegemónica) puede continuar produciendo los mismos efectos. En efecto, “lo que buscaban transgredir sigue en pie” y contra ello luchamos, todavía; contra todo aquello que odiaban los artistas del café La Rotonde y que tenemos que seguir odiando (y me refiero a aquellos por la similitud de ambas épocas).

Por otro lado, el desprecio o burla que despiertan ciertas obras artísticas (que la mayoría, por desidia, asocia a las bromas de un artista francés que nació en 1887) no suele derivar en la producción de una reacción organizada y pensante (grupos de presión, modelos institucionalizados autogestionados, formas alternativas de exhibición y formación, publicaciones): en general, no se les opone nada específico. ¿No es extraño esto? Tiendo a pensar que cuando quiero atacar un sistema o estado de cosas insoportable no sólo tengo que denunciar sus abusos y cuestionar sus fines, sino también oponerle alternativas, ser capaz de postular la validez de estas por medio de argumentos, comparaciones, modelos, referencias históricas, etcétera, y, además, actuar en consecuencia.

Cuando leo a algunos opinadores (a casi todos ellos, de hecho) me doy cuenta de que no saben absolutamente nada de lo que sucede en el inmenso y revulsivo mundo del arte (local, regional o global, lo mismo da), o sólo lo que las revistas de fin de semana publican (sólo así se entiende que el tarado de Mario Vargas Llosa siga hablando de Damien Hirst, por ejemplo, aunque cuando habla de literatura no supone que JK Rowling sea la vara con la que medimos el estado de las cosas). Tampoco parecen capaces de comprender la historicidad de movimientos, tendencias y obras, haciéndose así instrumentales a absurdos tradicionalismos cuyas condiciones de existencia no son capaces de aislar, como si viviesen en una especie de limbo ahistórico, en el que flotan imágenes sin ancla espiritual, material o vital, que luchan entre sí por la primacía en el coste (dinero) o el valor cultural (estético). Ese mundo, un mundo sin condiciones materiales de producción, es absurdo, y contra eso luchamos, también. Estudiar el arte actual implica, como siempre implicó, estudiar el mundo actual. Y no es siempre agradable.

Es entonces que la frase de Naser/Delacoste “estamos atrapados entre Rancière y Danto” (interesante, en todo caso, como sinécdoque de una dependencia del pensamiento latinoamericano hegemónico en relación con la teoría crítica francesa y la filosofía imperial estadounidense) me resulta, amén de demasiado académica, ingrata. Es muy soso pensarse entre dos opciones tan aburridas, siendo que estamos atrapados en el horror de la nada (el espectáculo infinito, el consumismo absurdo, el delirio individualista, la infalibilidad del poder económico y utilitarista, la instrumentación del odio al otro, la deshistorización del presente, la cancelación permanente del futuro, la guerra).

La conciencia de nuestra situación actual, cuando el modelo del capitalismo autoritario que gobierna la vida (no sólo humana) se dispone, a nivel global, a afrontar una nueva crisis y renovación (y ya sabemos qué significa eso), sólo puede llevarnos, como individuos antes que como artistas, a cuestionar todos los lugares de la comodidad y la inercia, y, en última instancia, a hacer superfluo el término “arte” cuando no sea sinónimo de otra cosa, algo que, como siempre, no tiene definición aún.

Fountain (que sí ideó Marcel Duchamp y sí se perdió, y sí fue replicada por el mismo Duchamp; también informo que la frase “todo hombre debería ser un artista” la escribió Novalis*) está por cumplir 100 años, sí, pero también la Revolución de Octubre. Construyamos otras historias del arte. Hablemos de cosas importantes.

Francisco Tomsich

* “Jeder Mensch sollte Künstler sein. Alles kann zur schönen Kunst werden”. En su colección de fragmentos Fe y amor, o El rey y la reina (Glauben und Liebe oder der König und die Königin, 1798). La variación de Joseph Beuys es un eslogan pedagógico (“Cada hombre, un artista”) orientado a enfatizar el potencial de libertad, creatividad y renovación formal de toda actividad humana.