Campos imaginarios se tejen en ciudades colmadas de fétidas y hermosas criaturas.

El vecino abre la persiana y lo inunda una sensación de bienestar, que es porro y noche de sueños recurrentes. También por el sol que irrita las chapas de los techos. Se le acaba, como todos los días cuando sus ojos avanzan hacia adelante, en línea recta. La próxima muralla de ladrillos y ventanas está enfrente, ahí nomás, donde viven las Chichis y los Cachis.

Son fétidas y hermosas criaturas de una ciudad metálica y austera en su esplendor vital, que los recoge y bendice, sin un céntimo ni arrogancia: de la bolsa son y a la bolsa van.

Las Chichis y los Cachis viven ahí, en la Cope de enfrente. Duermen durante el sol y salen colgados como murciélagos, a buscar la noche y sus entornos.

Retrasados del progreso ausente, van más allá de lo que sus almas podrán vivir. Existe un límite discurrido entre campos imaginarios, que está fuera de lo que ellos pueden desear. Oyeron hablar sí, a sus abuelos, y aun a sus padres de campos. Los escucharon desde que sus vidas fueron dadas a la luz. Aún chiquitos, ya creyeron en que la tierra es sólo un pedazo de inverosímil paraíso inventado. Los viejos siempre hablan de cosas que no existen, como el lugar en que se tiene la urgencia de existir, volviendo. El aire, el sol, el trabajo de arrear vacas y comer de lo sembrado. Un eterno rumiar de cabezas machacadas por el desarraigo y la urdimbre que les ha cosido el margen.

Las Chichis no aumentan el caudal de la Tierra, con sus fijadores eléctricos y deshechos de tintas de pelos celestes u oxigenados. Ni los Cachis cavan zanjas, si no es para enterrar algún desvío de la ley. Andan su aburrimiento en las semicalles trazadas por algún urbanista apurado, que planificó el porvenir de gente que no conocerá nunca.

Las Chichis y los Cachis sólo suben a máquinas rugientes cuando meten un fierro en la ruta cercana y dejan al desprevenido en bolas, y riendo se van a dar una vuelta en el auto por los barrios cercanos, tocando bocina y chupando de las mismas latas, hasta que chocan, siempre chocan.

Un día pisaron unos gallos peleadores de un loco re salado que maneja las apuestas de las riñas clandestinas, con quien tuvieron que transar después, pagando cualquier cosa que les fue pedida. Otro día, zigzagueando en un Peugeot recién sacado a su dueño a puro prepo en caminos de la vuelta, le pegaron en la cadera a un viejo sentado en un cordón casi disuelto de una vereda de verano. El tipo quedó paralizado, para siempre, de la cintura para abajo. A decir verdad, era un viejo de mierda, que se había cogido a una Chichi cuando era una nena, y de casualidad la venganza atropelló y cobró a su victimario.

El barrio queda cerca de una playa, una costa pobre y sucia, con agua dulce. Pero a las Chichis y a los Cachis no les interesa la playa. Son criaturas de la noche, del hormigón casi armado, de las barracas desvencijadas de sus compañeris del cante cercano.

En la Cope no marcan mucho. A veces unos tortazos a una tía desempleada que no sirve la comida caliente, o un empujón al viejo, que en pedo, se pone pesado. Pero ahí, no afanan ni miran: se bastan a sí mismos, son su tribu y propia familia, ostentan con la indiferencia. Fornican entre ellos y van teniendo sus hijos. Las Chichis se acuestan juntas y exploran todos sus órganos, que luego ofrecen a los Cachis, machitos medio lentos pero con buen semen, y a veces, empellones que las hacen gritar.

El conjuro de las ambiciones siempre se acaba cuando vuelven a la Cope y se meten en la mierda de viviendas de apoyo mutuo que los viejos construyeron, y que las viejas se rompen el orto por pagar la cuota, trabajando en cualquier bosta, y que nadie, de todos ellos, quiere perder.

Las Chichis y los Cachis imaginan tener un galpón común, un poco más allá de la ruta, en el medio del cante, donde viven Barros y el Tuluca, que mandan y arrancan con todo. Esos sí que mueven la mercadería sin pudor ni censura.

Las Chichis y los Cachis sueñan con vivir ahí, levantarse en la noche, pasearse en un auto largo, donde entren todos, con sus tatuajes de colores y pistolas funcionando como tarjetas de crédito.

Aspiran a dejar la Cope para siempre, olvidar esos cuentos idiotas de campos imaginarios que tejen los abuelos, tener una buena pantalla, mucha merca y todo el tiempo para intercambiar los cuerpos y los órganos.

Las Chichis y los Cachis son fétidas y hermosas criaturas con barro supurando de heridas humanas que se han ido fosilizando en una ciudad sin sol.

Frente a la muralla de ladrillos y ventanas, la persiana baja. Atardece. El vecino decide que es mejor cerrar el boliche y meterse en la pieza del fondo, mirar tele fumando churro y esperar los sueños recurrentes, donde también él teje sus campos imaginarios. Son playas con palmeras de donde caen ninfas como cocos. Pero nació en este lateral oeste de un mundo olvidado. Y allí, sobrevive adormilado, lapidado por un paisaje borroso de placer.

Lo mantiene alerta la prudencia vital de no exponerse a los murciélagos, esas criaturas que vienen de una agria fetidez del fatal aire que se respira. Criaturas que no vienen de la tierra y sin un céntimo ni arrogancia, de la bolsa son y a la bolsa van.

Carmen De los Santos.