Le enseñaron a callar, a atragantarse de amargura, vergüenza y dolor. Las palabras de su madre le estallaron 36 veces antes de que perdiera la conciencia, antes de que el dolor de cada herida de puñal ya no le doliera: “Pea ningo vyresa che memby.(1) El matrimonio es sagrado, tenés que aguantarle a tu marido; no lo busques y ya le va a pasar”, le repetía tras cada golpiza su progenitora, con la inocencia y el convencimiento de esa subespecie de mentira que de tanto repetirse se convierte en verdad.

Pedro le pegó desde siempre. Llevaban juntos diez años y María ya había parido a su noveno hijo. Su nombre es Juan y nació tres lunas antes. Era un bebé menudito y triste; llevaba el estigma de un matrimonio teñido de gritos, sollozos, incomprensión y rabia contenida ante una sociedad hipócrita, que vive de apariencias, de una iglesia para la cual la mujer debe someterse al marido y soportar siempre, soportar todo. En el barrio, desde los compañeritos de escuela de los hijos de la infeliz pareja, pasando por los vecinos (testigos cotidianos de los gritos y golpes), el dueño del almacén de la esquina, la presidenta de la comisión vecinal procapilla, hasta el propio sacerdote, sabían que Pedro la golpeaba seguido, la maltrataba a diario. Pero la consigna social es no involucrarse en problemas conyugales, pues “katuete, ñase vaí”.(2)

El martirio de María no es una realidad aislada en Paraguay. Las estadísticas de organizaciones que luchan por la vigencia de los derechos humanos destacan que cada cinco días una mujer o niña es violada; cada nueve, una de ellas es asesinada por razones de género, y cada siete, una corre peligro de vida por el solo hecho de ser mujer, por vivir oprimida cultural y económicamente, a merced de hombres abusadores y de un Estado indiferente, que por demasiado tiempo justificó con su omisión la violencia de género.

Desde 2007, tímidamente se ha ido instalando a nivel político el debate sobre la situación de desprotección y vulnerabilidad de la mujer. Los sectores retardatarios de una sociedad tramoyista desviaron, durante nueve años, el tratamiento de la cuestión de fondo; se perdieron en la periferia de la discusión y dieron rienda suelta al barullo, la mediocridad, el morbo, la ignorancia, con planteamientos de todo tipo, tales como si en el proyecto se sugiere tratar como “mujeres” a las transexuales, si el aborto y el matrimonio igualitario vendrían de la mano, y así por delante.

Sin embargo, en 2016, tras la presión de activistas sociales y campañas creativas, fue estudiada y sancionada en el Parlamento la Ley de Protección Integral a las Mujeres contra Toda Forma de Violencia.

El total de víctimas que pagaron con sus vidas la hipocresía política, social y cultural en estos nueve años de idas y vueltas, de justificaciones miserables e intervenciones estúpidas encabezadas por parlamentarios, autoridades y miembros de los distintos cultos y religiones, fue de 325.

Hoy, el camino es más corto. Únicamente falta la firma del Poder Ejecutivo para poner en marcha el primer paso hacia el reaprendizaje de todos y cada uno de los ciudadanos paraguayos, en especial los funcionarios públicos que hasta ahora permiten, en muchos juzgados de paz, que la víctima de violencia doméstica sea quien entregue a su agresor la orden de alejamiento o expulsión del hogar.

La ley aprobada en el Parlamento, que espera impaciente la firma de un presidente trasnochado de reelección y poder, es un pequeño paso para nuestro orden jurídico: significa el inicio de un largo proceso que permitirá desamarrarnos de una cultura de violencia de género, justificada, casi siempre, por el entorno de la víctima. Introduce la figura del feminicidio, que se tipifica como crimen autónomo, con una expectativa de pena privativa de libertad de entre diez y 30 años; además, elimina la instancia de conciliación obligatoria que hasta hoy constriñe a las víctimas a tratar con el victimario antes de proseguir con los trámites de punición. Los servicios integrales de prevención y atención extensiva a los hijos de la mujer en situación de violencia y a personas dependientes en condiciones de riesgo serán -de implementarse- muy efectivos a la hora de animar a las mujeres a denunciar la violencia de género.

Esta ley trae esperanza y, con la voz erguida de dignidad, canta con la pluma inmaculada de Gioconda Belli: “... Tantas flores serían necesarias para secar los húmedos pantanos donde el agua de nuestros ojos se hace lodo; arenas movedizas tragándonos y escupiéndonos, de las que tenaces, una a una, tendremos que surgir. Amanece con pelo largo el día curvo de las mujeres. Queremos flores hoy. Cuánto nos corresponde. El jardín del que nos expulsaron”.

Kattya González Abogada, activista social, presidenta de la Coordinadora de Abogados del Paraguay, docente de Derecho Agrario y Laboral en la Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción-Facultad de Ciencias Jurídicas y Diplomáticas, autora de varios libros de Derecho Constitucional y miembro de la red Espacio sin Fronteras.

(1). ‘Es una insignificancia, mi hija’. (2). ‘Sin falta, salimos mal’.