En redes sociales se viraliza un video que muestra de frente un caso de abuso policial en Argentina contra un niño de 11 años. El pibe se llama Lucas. Empecemos por esto. Lucas, al igual que muchos pibes cuyos nombres no nos interesan, pasó por una situación de abuso policial que probablemente no será la última. Tampoco fue la primera; Lucas sufrió a la Policía cuando mataron a su hermano en un caso de tantos de gatillo fácil. Pero antes de eso Lucas fue abusado una y otra vez por un Estado que no lo reconoce. O más bien, un Estado que sólo lo reconoce por medio de la violencia. Y esto es lo que el Estado tiene para muchas personas.

Muchos de nosotros vivimos en un Estado de bienestar, que se relaciona con nuestra vida cotidiana de diversas formas; que vuelve con esas acciones que nos garantizan un buen vivir y que, cuando faltan, reclamamos al grito de “yo pago mis impuestos”. Otros -que también son parte de nosotros- sólo conocen al Estado por medio de la violencia. Porque falló la escuela, fallaron las políticas sociales y lo logró el Ministerio del Interior. O a veces ni siquiera significa un logro, y solamente es una muestra más de la violencia que atravesarán estos pibes en su vida.

El principio de presunción de inocencia no corre para todos. No corre para los que tienen porte de cara, para los que nacieron del otro lado, para los que no queremos cerca en la calle porque les tenemos miedo. “Algo habrán hecho” es la máxima que usamos para justificar la violencia, como durante mucho tiempo la usamos para justificar la violencia de género, como si existiera escenario posible en que la respuesta que tenemos que asumir como sociedad sea la violencia.

Y en este marco es que muchas veces aparece el delito. No en todos los casos, no en todas las personas que violentamos durante toda su vida. Pero en algunos casos sucede, y el delito pasa a ser una forma de vinculación de estas personas con la sociedad. Y ahí aparece el Estado de nuevo, esta vez con forma de cárcel.

Como dice Juan Carlos Domínguez Lostaló, criminólogo argentino, “Las cárceles están pobladas por pobres, marginales y excluidos. Aunque quizás habría que hablar más de consumidores de violencia que de ciudadanos, por sus inscripciones históricas en procesos de subjetivación en el riesgo social”. Esa cárcel aparece como un enorme paréntesis en la vida de las personas, que detiene el cuerpo y la formación en sociedad (la convivencia). Es un espacio y tiempo de separación de la vida social que crea una trama cotidiana alternativa, una ficción, cuya norma es la violencia. Ese enorme paréntesis determina -probablemente para siempre- el después en la trayectoria de vida de cada una de las personas que es privada de su libertad, y la de sus familias. Y la nuestra, porque pone en riesgo nuestra seguridad.

Cuando una persona es privada de libertad es aislada de lo conocido, despojada de su identidad, y debe necesariamente acomodarse y generar herramientas para sobrevivir al entorno amenazante y hostil que la espera dentro de los muros. Tiene que aprender a vivir presa, detenida, quieta, volviendo sobre sí en un círculo hostil de violencia. Y luego, cuando recupera la libertad, tiene que desaprender todo lo que adquirió en ese tiempo y volver a aprender a vivir en sociedad. Y lo tiene que hacer sola, porque ahí no hay Estado que se acerque, que contenga, que plantee algún tipo de posibilidad de ser otra cosa y vivir de otra forma. Esto es resultado, en gran medida, de cómo tensionamos afuera, cómo atamos de pies y manos la creación de políticas que intenten mitigar los daños y generar alternativas, porque erróneamente las creemos privilegios para esos que no se merecen nada. La vulneración que existe en la cárcel no es resultado solamente de ese dispositivo, sino de la relación que existe entre la sociedad y la cárcel. Mientras sigamos manteniendo el discurso del castigo, del hostigamiento que va contra todas las reglas, vamos a seguir teniendo la misma violencia, adentro y afuera. Y acá es donde perdemos el partido. Pierden los que están adentro, pierden las víctimas que en ninguna parte del proceso son resarcidas y perdemos todos, porque estamos expuestos a un sistema que sólo nos devuelve inseguridad y violencia.

Y así como Lucas, que merece ser conocido por su nombre, están Gonzalo, Cristian, Ángel, Pablo, Miguel, Yhonny, Joel, Luis, Gabriel, Fede, Adrián, Santiago, Álvaro, Ezequiel, Alexis y tantos otros que merecen que los veamos, que sepamos quiénes son, qué los mueve todos los días, qué quieren ser. Y así como ellos, también están las víctimas del delito, que son los otros que no tienen nombre y que merecen reconocimiento y contención. Mientras sigamos reproduciendo dispositivos que se rigen mediante la violencia, vamos a seguir fallando. Mientras sigamos sin trabajar en la responsabilidad y en los daños que genera el delito, nos vamos a seguir lastimando. Mientras sigamos sin reconocer a estos pibes y sigamos presumiéndolos culpables aunque demuestren lo contrario, vamos a terminar todos sin nombre.