Sofía se sienta en la mesa de una esquina del bar y siente el cuerpo impaciente. Mira la hora en un reloj pulsera al que no se acostumbra todavía. No quiere depender del teléfono para saber la hora, porque cada vez que lo agarra revisa el Whatsapp para ver si le escribió Santiago. Lo usa también porque le parece un objeto adorable, a pesar de la mala fama que tiene. Un objeto que habla de ella, aunque no tiene claro lo que de ella dice, pero le gusta llevarlo porque tiene la malla roja, como sus uñas, como su boca. Como el color que tienen las cosas cuando le dicen que cierre los ojos y se imagine algo hermoso.

Tiene suficiente información sobre el lío en el que se está metiendo al encontrarse con él, y eso le da una extraña claridad. Además, está increíble y lo sabe. Se dejó el pelo suelto y se le desparrama en la espalda y los hombros, brillando como un campo de trigo. Muy a su a pesar, siente que no controla su imaginación, y a la menor distracción se le escapa. No deja de preguntarse qué hace casado un tipo como Santiago, y se esfuerza por diluir esas selfies imaginarias en playas remotas, en jardines de otros continentes, en el teatro, en la feria del domingo, en la cocina de su apartamento de la Ciudad Vieja.

Encuentros casuales, amigos en común y mensajes trasnochados se habían vuelto correos cargados, “buenos días” y “buenas noches”. Miles de millones de bytes para desnudarse sin sacarse una sola prenda. Él entre aeropuertos, él con su casa y su perro, él con su carrera y ese anillo que le ponía diez años más encima. Padre orgulloso de un casal en edad escolar. La primera vez que quedaron en verse no pudo llegar porque la niña se fracturó la tibia en tres partes iguales. No fue hasta el mes siguiente que concretaron este encuentro que tenía a Sofía tan sin acomodo en la silla.

Él entra en el baño de la oficina a hacerse una paja para estar más descontracturado. Sale con olor a jabón en las manos, avisa que no vuelve y se va. Demora el ascensor, lo demora el portero, el embotellamiento de Ponce, demora estacionando el auto. Está ansioso porque sabe que a ese bar siempre caen los colegas de su mujer, pero sabe que poner reparos con el lugar de encuentro va incomodar a Sofía. La piba es inteligente y el verso de la relación abierta con la madre de sus hijos es inllevable. Le va tener que decir que está de pirata, y ella, con toda su boludez feminista, lo va dejar solo adelante del sanguchito caliente que se va pedir, porque son las diecinueve horas y todavía no almorzó.

Sofía lo ve venir por la vereda de enfrente y lo observa mientras espera a que el semáforo le abra paso hasta ella. Toma su libro y se dispone a improvisar la pose de quien puede abstraerse de una situación porque no la afecta.

Él entra y la ve con la luz de la tarde en la cara. Ella lee concentrada, atenta, enajenada del lugar y del momento. Tiene el mismo gesto que lo cautivó la primera vez que la vio. Se le enciende algo adentro que le resulta incomprensible y violento, que hace años no sentía. Cae en la cuenta de que no aguantaba más sin verla.

Ella no levanta la vista del libro, y se dispone a que la irrumpa, a que la sorprenda en su pretendida abstracción. Que parezca que no lo espera, que no se note que se muere de las ganas de que venga y le diga: “Flaca, no aguantaba una hora más sin verte”.

Él avanza entre las mesas, erguido y varonil, sin sacarle los ojos de arriba. Sabe que le va querer comer la boca de inmediato y sabe que no puede, pero le importa un pito. La quiere agarrar de la mano, llevársela y metérsele adentro y que el mundo afuera explote en pedacitos.

Una moza atraviesa el salón. Un cortado con crema flota sobre su bandeja. No ve a Santiago y chocan. Él pierde el equilibrio y todo el peso de su cuerpo lo empuja hacia adelante. Logra poner un pie para no caer, pero tropieza con una silla y cae desparramado en el suelo, con toda la cara, justo junto a Sofía. Levanta la cabeza desorientado y Sofía lo mira asomada por encima de su mesa.

La moza lo ayudará a levantarse y alguien desde otra mesa lo reconocerá. “Santiago querido, te hiciste pomo”, dirá. Lo ayudarán a sentarse mientras otra moza traerá hielo y gasas. El de la barra llamará a la emergencia móvil porque al tipo le sangra la cara, y el conocido de la otra mesa resultará ser un compañero de trabajo de la mujer, que la llamará para que se venga hasta el bar, “que está Santiago acá, y el boludo se cayó y se partió la jeta”.

Sofía dejará los ojos en el libro, inmóvil. Se aburrirá de la escena y acabará el cuento que empezó a leer cuando lo vio venir. Mirará la hora nuevamente en su reloj pulsera. Guardará su libro, se parará de la silla y saldrá para su casa. Cuando llegue, borrará todos los mensajes, buscará en la agenda “Santiago casado”, entrará a “Editar contacto” y sin mirar el número, para no retenerlo en la memoria, lo eliminará. “Boludeces no”, repetirá, mientras se ata el pelo para hacerse una paja antes de irse a dormir.