En un mundo nada improbable creado por la serie Black Mirror, de Netflix, un grupo de desgraciados de sonrisas perennes vagan como zombis mendigando aceptación. Un error cualquiera, un tropezón, un mal día, genera el frío desagrado de su prójimo, que los califica con una estrella. Y eso les baja el puntaje, aleja a los perjudicados de la meta: no ya lograr las cinco estrellas, pero al menos cuatro, al menos 3,8. Todas las personas tienen su puntuación propia, que varía en función de cuán agradables y previsibles son para los demás. Y la puntuación no es sólo una cuestión de ego, porque los mejor calificados son quienes acceden a los mejores lugares, los mejores empleos, los mejores autos, entre otros beneficios del sistema.

Nosotros todavía no llegamos a esa era de la boludez -para hacerle honor al disco de Divididos-, pero estamos en una etapa que bien podría precederla: la era del discurso ingenioso o del ingenio discursivo. Nuevamente, al igual que en el citado capítulo de Black Mirror, se trata de ser aceptados, pero no en función de nuestra simpatía o inocuidad, sino de nuestra capacidad de decir cosas nuevas, que “rompan los moldes” y que generen aceptación en una comunidad cada vez más amplia de seguidores. Si alguien nos molesta, podemos bloquearlo. Podemos simplemente escuchar al coro de nuestros seguidores celebrar nuestro ingenio, e ignorar tranquilamente a los que están en las antípodas de nuestro pensamiento. El éxito se mide en cantidad de followers en Twitter, en cantidad de amigos en Facebook. Pero para ser exitosos debemos ser constantemente ingeniosos, opinar sobre todo y hacerlo de forma que sorprenda.

Sería en realidad muy extraño que este esquema de las redes sociales, utilizadas por la amplia mayoría de la población durante una porción cada vez mayor de su tiempo de vida, no tuviera impactos en nuestra forma de vincularnos con los demás, de pensar los temas, de discutir, de concebir la acción política.

Los impactos son múltiples -hay gente que los está estudiando desde hace tiempo en muchas partes del mundo, desde distintas perspectivas-, pero me interesa señalar uno en particular: la posibilidad de travestir los discursos “políticamente incorrectos”, y los directamente fascistas, en comentarios ingeniosos. Y el ingenio discursivo es, como vimos, la primera condición del éxito en las redes sociales. Un fascista ingenioso es un fascista exitoso. Y una persona animada por las mejores intenciones, pero que comete el error de recurrir a lugares comunes -llámese “no está bien levantar un muro entre dos países”, “hay que respetar los derechos humanos de los migrantes”, “todas las personas deberían poder acceder a atención médica sin importar si pueden pagarla”-, puede ser descalificada por utilizar un lenguaje burocrático, aburrido, “políticamente correcto”. Lo “políticamente incorrecto”, que prevaleció tanto tiempo y que en los últimos años debió replegarse, vuelve a emerger orondo, con su desprecio en andas, a burlarse de la corrección. Eso sí, con mucho ingenio.

El ingenio discursivo celebra, por ejemplo, la espontaneidad de Donald Trump, pero no le importa si en su espontaneidad dice que el establishment político no sirve para nada, o que las mujeres se dejan tocar por una “estrella” (se refiere a sí mismo). El ingenio discursivo se preocupa por las formas, no por los contenidos. Asocia los contenidos con el lenguaje burocrático, la política con una actividad anticuada, la ideología con Karl Marx. Llama a las feministas “feminazis”, piensa que las conquistas de nuevos derechos son cosas de “progres” y trata siempre de disponer de un término nuevo, porque el ingenio discursivo precisa nombrar permanentemente.

La celebración de la incorrección es realmente una fiesta en un contexto de opresión. Vestirse como no quieren que uno se vista, decir lo que no quieren que se diga, protestar cuando está prohibido hacerlo. Pero ¿qué sucede cuando esa incorrección apunta, por ejemplo, a decir que todos los inmigrantes son indeseables, o que se le puede tocar el culo a una mujer siempre y cuando uno tenga el suficiente estatus? En esos casos también el ingenio discursivo festeja, pone corazones, retuitea lo dicho por el enunciador. Celebra la apariencia de ruptura, el nuevo molde que contiene un discurso de opresión milenario.

Pero de pronto el enunciador se convierte en presidente de Estados Unidos. Y reduce el financiamiento de un sistema de salud que brindó por primera vez seguro médico a 48 millones de personas (sistema que prometió eliminar). Y anuncia la deportación de inmigrantes. Y firma la construcción de un muro en la frontera con México (un muro, sí, un muro).

Y, de pronto, el ingenio discursivo no nos sirve, aunque siga balbuceando para su coro de seguidores. Precisamos, en cambio, reencontrarnos con las palabras, buscarles el significado que siempre tuvieron, aunque el diccionario sea así, tan aburrido, tan previsible. Precisamos saber que el ingenio es la facultad del hombre para discurrir o inventar con prontitud y facilidad. Que el nacionalismo es una ideología que atribuye entidad propia y diferenciada a un territorio y a sus ciudadanos. Que un muro es una obra defensiva. Que una persona es un individuo de la especie humana. Que un derecho es algo justo y legítimo, y también algo fundado y razonable. Y que la resistencia no es sólo una capacidad. Es también un grupo: ese que conformamos cuando nos juntamos para resistir.