En ningún momento se nombra al pueblito en el que transcurre la acción. Los créditos finales dicen que se filmó en Carlos Berguerie, una localidad de la provincia de Buenos Aires que en el último censo registró 399 habitantes. Acompañamos tres historias que involucran, respectivamente, a dos individuos solos y a una pareja. Esas historias se cruzan todo el tiempo, como resulta natural en un lugar tan chico. Cada una de las historias involucra una o más pérdidas (las ausencias del título). La mayor parte de tales pérdidas ocurrieron antes del inicio del relato, y alguna la presenciaremos. Aparte de esas ausencias localizadas (muertes, abandono), hay otras en el aire: Tania no tiene plata ni dónde dormir; Jafa sí tiene una casa, pero vive en soledad; Gringa y Moré viven en pareja, pero la comunicación es esporádica y él tiene un tufillo autoritario, más allá de momentos de relativa ternura. Ella tiene el deseo de integrarse al coro pero no toma ninguna iniciativa al respecto. El Estado está representado por una oficina burocrática donde se imparten instrucciones contradictorias. La funcionaria casi siempre está fuera de campo (cuando la vemos, está desenfocada), nunca tiene la potestad de hacer lo que se le pide y siempre remite a otro lugar, que puede ser la oficina de al lado, donde nunca hay nadie.

A los personajes les falta cobijo afectivo, y a los espectadores nos faltan piezas del relato. La narrativa de la película es esquiva, lacónica. Hay muchos silencios. No todo lo que ocurre se explica. A veces cortamos a determinada situación ya empezada y tenemos que dejar transcurrir un tiempo un poco exigente hasta que podamos inferir, con mayor o menor seguridad, qué era lo que pasaba. En algunos casos no sabremos nunca de qué se trataba: Gringa entra a una habitación, parece sospechar de algo, remueve una sábana y se sobresalta con lo que ve. El tiempo que tenemos para ver qué fue lo que la sobresaltó es de alrededor de un segundo, y además el objeto está parcialmente tapado por ella. Cortamos de inmediato, y lo que vemos ocurre presumiblemente unos minutos después, cuando Moré parece simultáneamente tranquilizarla y amenazarla. Más adelante, de pasada, veremos mejor el objeto en cuestión, pero los espectadores que no hayan puesto mucha atención o que no tengan mucha memoria y perspicacia podrán no darse cuenta. A veces sí entendemos qué pasa, pero no sabemos bien por qué se nos muestra eso (por ejemplo, un plano de un minuto y medio de Jafa vaciando una piscina de plástico y sacándola del medio de su jardín). Son momentos de mero transcurrir, de dejar pasar el tiempo: el relato no está prendido de una cadena de causas y efectos, como es característico en el cine más tradicional, y el espectador tiene que estar activo todo el tiempo, absorbiendo y apilando datos que a veces aportarán a la comprensión de la historia o la psicología de los personajes, y otras veces meramente al clima, a la poética de la película, a la sensación fuerte pero inefable que nos va a legar.

Las propias imágenes son un poco esquivas y retacean información. A veces la cámara acompaña a determinado personaje tan de cerca que nos perdemos, por ejemplo, qué es lo que está mirando, o qué cosa manoteó. Hay todo un juego con imágenes que luego descubrimos que en verdad son reflejos (pensábamos que veíamos a Jafa directamente, pero resulta que era su imagen en el espejo; vemos a Moré al lado de la Gringa que duerme, pero luego entendemos que él no estaba al lado, sino en un lugar ubicado detrás de la cámara, y que lo que veíamos era su reflejo en un vidrio). Las escenas diurnas parecen estar iluminadas únicamente con las fuentes disponibles en cada locación; por eso, muchas veces los rostros quedan a oscuras, en unas ocasiones invisibles y en otras sombreados, y el resultado es que en esos momentos no distinguimos bien las expresiones faciales de los personajes, un tipo de información que suele ser facilitada y privilegiada en películas más convencionales.

Como siempre ocurre en las películas de pocas palabras, los ruidos ganan preeminencia: los objetos se materializan en un crepitar un poco inflado de los soniditos que se producen cuando uno se agarra los lentes o manipula un documento, el tictac del reloj, el ventilador enclenque, los pasos en distintos tipos de piso, una puerta que chilla (piénsese en Michelangelo Antonioni, Jacques Tati, Sergio Leone, Andréi Tarkovsky...). Pero más allá de esas acciones y sonidos cercanos hay un “ruido silencioso” presente todo el tiempo, un ambiente sensual, lleno de vida en el aparente vacío: insectos, perros ladrando, gatos maullando, gallinas, gallos, un camión que pasa, una sierra eléctrica a lo lejos. La música de Gustavo Yomha consiste, en buena medida, en discretas nubes atonales de sonido electroacústico, de un tipo que solemos asociar con las películas de terror: a veces no estamos seguros de que se trate de música, de insectos o de la sierra eléctrica, y otras veces sabemos que es música pero suena casi como si fuera el ronquido de algún monstruo dormido. Esas intervenciones musicales inquietantes casi siempre cesan de repente, y ahí es como si nos devolvieran a la realidad de ese mundo de ruiditos cercanos y lejanos (hay otros tipos de música, como la polquita atonal tocada en forma medio trabucada en un acordeón rústico, que suena al final y señala el hecho extrañísimo de que esta película seria y grave termina con un chiste, en un momento que, dentro de sus estándares de soledad e incomunicabilidad, es casi como una comunión).

La textura general es rústica: calles de tierra, paredes descascaradas o manchadas, pisos sin pulir, vidrios sucios, ladrillos con las juntas sin rellenar, muebles y electrodomésticos viejos, luces nocturnas mortecinas y amarillentas. El pueblito suena, pero visualmente es como una ciudad fantasma, que parece habitada exclusivamente por los cuatro agonistas, salvo contados momentos en los que aparece alguna persona más. Hay una secuencia excepcional en el baile callejero de carnaval. Ahí acompañamos a los personajes, como tantas otras veces, en planos cerrados. Dado que en esa ocasión sí hay mucha gente alrededor de ellos, nuestra visión está constantemente bloqueada por personas que pasan por delante de la cámara, o porque esta giró y alguien a quien veíamos a un costado ahora quedó interpuesto entre el personaje y nosotros. El sonido en esa escena es un interesantísimo montaje electroacústico, que mezcla elementos de la música incidental climática y fragmentos entrecortados de los sonidos de la ex pareja de Tania (¿es un grito?, ¿es una risa?). Por una vez tenemos mucha gente cerca, y, sin embargo, los ruidos de la multitud y de la fiesta siempre están lejanos, reverberados (y a veces suenan invertidos). Hay ocasiones en las que el sonido de la multitud casi desaparece y en el primer plano sonoro están, como tantas otras veces en la película pero ahora en forma incongruente, ladridos y cacareos, los cascos de un caballo, la sierra eléctrica. Es una de las pocas escenas en las que la película se aparta decididamente del naturalismo, y nos quedamos dudando si lo que vimos efectivamente ocurrió o fue una especie de alucinación o imaginación.

Habrá otro momento de esos, luego de la fiesta. Es uno de los planos más significativos de la película, en el que la cámara se pasea, de izquierda a derecha, por detalles y rostros en un boliche. Entre la música electroacústica inquietante, el tratamiento no naturalista del sonido, los pasajes en que la imagen se convierte en una abstracción desenfocada y los cuerpos quietos, se transmite una sensación particular de desolación. Pocas veces se pintó un carnaval, una borrachera, un conjunto de gente agrupado en una instancia festiva, de una manera tan triste, tan solitaria.

Los ausentes

Dirigida por Luciana Piantanida. Con Jimena Anganuzzi, Jorge Prado, Alberto Suárez. Argentina, 2014. Cinemateca Pocitos.