Jugando un fútbol sobre patines, quizá uno de los mejores partidos de los últimos años, Brasil derrotó a Uruguay con claridad y justicia, por un marcador de 4-1. De esta manera trepó hasta los 30 puntos y quedó a un paso de clasificarse para el Mundial de Rusia 2018. Los celestes mantienen la segunda colocación y procurarán retomar su buen paso en el partido con Perú, el martes en Lima.

Un partido complicadísimo, incómodo y sin las respuestas adecuadas, porque la superioridad del antagonista fue clara e indiscutible en 70 de los 90 minutos del partido. El buen toque y su natural evolución en la cancha con suma elegancia, características a las que se sumó un descollante Neymar, fueron algunos de los argumentos del scratch para superar a los dirigidos por Óscar Tabárez, que aunque fueron ganando hasta el minuto 18, el partido se les hizo cuesta arriba, situación que se agravó cuando, aun sin perder los frenos, debió transitar el partido al límite.

Conmoción

El fútbol conmueve no sólo por las victorias, también por las derrotas. Las justas, las inevitables, las que uno nunca proyecta. Conmovido, me pregunto sobre qué estoy escribiendo y sobre qué escribiré. Acerca del partido, seguro que sí, pero sólo será mi mirada desde este rincón del estadio, atravesada, potenciada, corrompida por otras decenas de miles de emociones que gritan, saltan, se sientan, se agarran la cabeza, tiran patadas al aire, se abrazan. Mi mirada es y será transversal, por el hoy, el ayer y el mañana, los libros de historia, los alambrados apretados por estas mismas manos que ahora escriben, las afonías, los llantos, la frente perlada de sudor, la moña suelta, la cabeza empapada y la maestra enojadísima tras la vuelta del recreo, no por haber creído que se lo empataríamos a los de 4º C, sino por nuestro estado. Pero ¿cuál es nuestro estado? Un estado que estoy tratando de entender, porque se me ocurre que el fútbol y el deporte para algunos uruguayos de todo el siglo pasado ha sido un extensor del umbral de la utopía. Y por ello, por lo que nos pasó en la vereda, en una cancha de verdad, en una tribuna o frente a la pantalla, creemos y damos ese plus detrás de lo aparentemente imposible. ¿Cuántas personas se sentaron aquí antes que yo, desde el 18 de julio de 1930 hasta hoy, y llegaron con la misma ilusión, el mismo goce del esfuerzo por arrimarse a lo impensado de los otros, y con las que llego yo, que a su vez llegué aquella noche de 1976, en el partido de la Copa del Atlántico, el anterior al de Colacho corriendo a Rivelino? O aquellos que llegaron por primera vez el 10 de enero de 1981, cuando Victorino se tiró de cabeza a la gloria en la final del Mundialito; o la que se sentó acá el 23 de julio de 1995, cuando Pablo se la pudrió en el ángulo a Taffarel en la final de la Copa América; o hasta el gurí que hace ocho años vio cómo el tiro de Dani Alves le hacía sapitos vergonzantes a Sebastián Viera.

Y todos llegamos con la misma idea, la misma esperanza, la misma motivación, a pesar de que no jugamos. Todos, porque como me enseñó el Mintxo hace poco, en la cancha, en televisión, en la PlayStation o como sea, la idea, el sueño y la expectativa no se modifican, lo que se altera es el vínculo con la realidad.

Sí, el partido estará. Esos 90 minutos de dura sensación, bella y feroz interacción entre una veintena de hombres llenos de planes, de certezas, de dudas, de seguridades e inseguridades, que además juegan ante la atención de millones, que además cargan con la mochila de la gloria que sus mayores han sabido traer para legársela, legárnosla, tendrá sus caracteres de información, tal vez de opinión, y de desnudo ante la inevitable sensación de que el fútbol ha sido algo muy importante en mi vida y -arriesgo- en nuestras vidas.

¿Pero puede una crónica que se precie de tal desgranar unos caracteres perdidos acerca del espectáculo, de la vivencia, de esas horas, de ese día tan pensado, tan esperado? Sí, claro que sí. No se pueden obviar la colcha de retazos de estos 60.000 que estamos acá, en el ojo de la conmoción, ni los tres millones que le ponen ojo a la conmoción a través de sus pantallas, sufriendo por este porrazo, pero levantándose, casi como si nadie nos hubiese visto caer.

“Uno aprende de las derrotas, y yo he sido derrotado tantas veces que sé cómo es esto”, dijo Tabárez, como limpiándose el polvo de la caída, olvidando pero poniendo a pleno los porqués del 4-1, y pensando ya en el partido con Perú.

Psicología del gol

Lo que antecede lo dijo Tabárez, dolido pero firme, al finalizar el partido de ayer en el Centenario. Sin embargo, el director técnico ya nos había anticipado en la teoría algunos aspectos de lo que sería el partido. Mucho antes, el lunes, por ejemplo, afirmó: “No se puede cambiar la historia o el curso del fútbol actual por un resultado. En el fútbol hay que estar preparado para todo, porque nunca se sabe lo que se va a encontrar. Hay muchos imponderables, hay muchas circunstancias, hay fatalidades; a veces se consigue un gol casi sin quererlo, a veces se recibe de la misma manera. Para todo eso hay que estar preparado.

Iban sólo siete minutos cuando la presión de Uruguay y el inclaudicable esfuerzo de Edinson Cavani dieron resultado. Un ingenuo y displicente pase de Marcelo, de pecho, a su arquero terminó en penal contra el Edin. No pueden imaginarse ustedes la emoción que generó en el alma de los presentes en el estadio. No sé cómo estaría Cavani, parado a dos metros del punto penal, pero a mí y a mis vecinos el corazón nos latía fuerte, muy fuerte, antes de la ejecución del salteño, que ajustó la pelota contra el palo y salió a gritar su gol con todos nosotros.

Qué pena no haber podido mantener la ventaja. Apenas unos minutos de prueba para nuestros corazones. La presión arterial se estabilizaba con la presión del 1-4- 2-3-1 (“el arquero también juega”, decía el gran Mario Patrón) y la tranquilidad del gol. Pero de un momento a otro, pasamos de la bucólica tranquilidad de amarguear debajo de un eucalipto sintiendo la música de la naturaleza a manejar un fusca a contramano en San Pablo, digamos, por la marginal Tiete, a las siete de la tarde.

Estábamos preparados, pero un gol de esos que no se esperan cambió todo. Cambió el marcador, porque el de Paulinho fue un golazo pero también un mazazo, por la pérdida de la pelota que desató el comienzo de la corrida infernal que terminó en aquel chumbazo del 1-1.

Y después ya no fue lo mismo, a pesar de que la tensa paridad se mantuvo hasta el entretiempo e incluso podría haber llegado el segundo de cualquiera de los dos.

Tíquiti, túquete

Uruguay arrancó la segunda parte más arriba, de cara al inmenso rival. Nos entusiasmamos con ese recuerdo arcaico de “acá no se rinde nadie”, pero otra vez ese envidiable ritmo, la música de la vida de los brasileños, para aquí, para allá, que tein, que no tein, tíquiti, túquiti, y Paulinho nos zampó el segundo.

Y otra vez, manos en la cintura, a levantar la cabeza y empezar de nuevo. Tabárez quiso reforzar el apoyo ofensivo colocando a Cristhian Stuani por Diego Rolan y dar mejor soporte al inmenso Edinson Cavani, de enorme despliegue, pero asimismo arrimar potencial en el juego aéreo, con el que los celestes propusieron sus mejores situaciones de gol. Y a Stuani casi le queda el empate, pero luego de un largo rechazo, como si fuese Uruguay, Neymar transformó el gusano en mariposa y armó un exquisito unipersonal que culminó con sombrerito al gol. Ahí, a pesar de intentarlo una y otra vez, se terminó el partido, aunque en verdad no terminó hasta que Paulinho, de pecho y casi adentro del arco oriental, mandó el cuarto gol. Se sintió lejana e inalcanzable una ronda de samba armoniosa. Y ajena, muy ajena. Esto sigue.