En 2015, el nombre de Guillermo Cacace llegó a Montevideo asociado a un fenómeno del off en Buenos Aires: desde que se estrenó, Mi hijo sólo camina un poco más lento agotó localidades en todas sus funciones -incluso cuando se hicieron siete semanales y en horarios complicados-, ganó todos los premios y fue ovacionada por el público y la crítica. Esa puesta combinaba a un joven dramaturgo croata (Ivor Martinic) y un director independiente argentino con 11 actores en escena: Branko, un muchacho que no puede caminar por una enfermedad a la que nadie quiere nombrar, y que está cumpliendo 25 años; la abuela, a la que todos le recomiendan trotar porque es bueno para la salud; la madre, los hermanos, los tíos y una vecina enamorada y verborrágica. Aunque uno sospechara lo contrario, el protagonismo y la tensión dramática no se revelaban a partir de Branko, sino de ese entorno familiar y de cómo sus integrantes acusaban el dolor, se vinculaban y se enfrentaban a un proceso insospechado. Es una intensa y sensible experiencia teatral, cuya fuerza parece surgir desde lo físico, desde un acontecimiento en curso con los espectadores en el centro, provocando una sucesión de risa, angustia, emoción y estremecimiento, que parece continuarse en su nueva apuesta, La crueldad de los animales (2015), que se presentará en una única función el martes 4 de abril, a las 20.00, en la sala principal del teatro Solís. Según comentó el autor, Juan Ignacio Fernández, la obra comenzó a tomar forma en 2011, mientras él intentaba comprender de qué manera Argentina había llegado a la crisis de 2001. Así, la trama se construye a partir de un hecho de corrupción en un pueblo chico, que involucró los vínculos familiares de tres generaciones.

En medio de un año político clave como 2015, marcado por las elecciones en las que la victoria de Mauricio Macri pondría fin a más de 12 años de kirchnerismo, Cacace vislumbró el eco perverso de los años 90 y el legado del primer menemismo como “una oportunidad de dar trámite a determinadas zonas de ese panorama”, precisamente porque para él se trataba de una oportunidad para generar un conocimiento no intelectual, “en torno a tópicos sobre los que sobran reflexión racional y ‘opinología’. Lo más importante fue juzgar los hechos y no quedar reducidos al mero juicio sobre ese pasado que relata el texto”, dijo en su momento a la revista Brando, del diario La Nación. La puesta mezcla elementos como la corrupción y la extorsión con una definida referencia climática al film La ciénaga (2001), de Lucrecia Martel, explicó en una entrevista con la agencia de noticias Télam, “de modo que le propuse al autor llevar la obra hacia ese lado, con un lenguaje propio que no imite la película, poniendo el texto en escena de un modo determinado pero, al mismo tiempo, respetando puntos y comas y sin introducir casi cambios en lo que estaba escrito, con el desafío casi infantil de hacer lo que yo quiero con un texto pero sin formular una obra distinta de la que está escrita”.

Con una decena de actores en escena (Héctor Bordoni, Ana María Castel, Fernando Contigiani García, Gaby Ferrero, Esteban Kukuriczka, Sabrina Marcantonio, Iván Moschner, Denisse van der Ploeg, Nacho Vavassori y Sebastián Villacorta), y según se puede leer en el programa de mano, La crueldad de los animales se convirtió en un desafío para el director, sobre todo por el hecho de montar una obra con fuertes referencias políticas, pero evitando producir un “discurso del discurso”: “La decisión es correrse de ilustrar una anécdota. No hemos querido abordar una posición, el intento ha sido encarnarla”.

Contra la patota

A lo largo de su trayectoria, Cacace ha dirigido obras emblemáticas de Armando Discépolo, como Mateo y Stéfano, que alteraron el panorama del drama, reposicionando lo que se conoce como el grotesco criollo. Hace años comenzó a interesarse por lo argentino o lo rioplatense, desde un lugar que no sólo tiene que ver con los temas planteados en esas obras, como el de la inmigración, sino también con lo que eso habilitó en su momento, vinculado con un procedimiento y una estética particulares. Este ejercicio también lo llevó a la tragedia griega. A partir de la Orestíada, de Esquilo, creó el espectáculo A mamá, en el que su interés por el grotesco se tradujo en una transformación: se cambiaron las situaciones del original por lo que podía suceder en una familia del conurbano bonaerense -donde nació el director-, reunida en una terraza a fin de año. El año pasado, cuando Cacace habló con la diaria sobre Mi hijo sólo camina un poco más lento, reivindicaba el hecho de pensarse en comunidad, sobre la base de que la alternativa es desarrollar una construcción en común o ser manipulados. Por eso, al momento de dirigir, intenta apostar por la obra más abierta posible para que “aloje el lugar del otro”. En ese sentido, opina que en Buenos Aires a veces se practica un teatro que cuenta con un histrionismo maravilloso, pero que se vuelve un tanto “patotero, porque impone teatro”. “Esa imposición crea una superficie bastante impenetrable, y prefiero pensar en una superficie más débil, ahuecada, que aloje a ese otro que viene a ver lo que uno hace, y así terminar gestando una suerte de cooperación”, señaló.

Consciente de su lugar en la escena, Cacace continúa arriesgando nuevas variantes del hecho artístico, resignificando una experiencia escénica que apele y conmueva. O, como él mismo reconoce, es un creador que se ubica en la tensión propia “de cualquiera que pretende nuevas formas de encontrarse y que, al mismo tiempo, lucha con las históricas, las seguras, las tendencias” que lo habitan y lo aburren.