–Sus intervenciones en CasaMario giraron alrededor de dos palabras: ética y estética. ¿Podría sintetizar qué piensa acerca de esos conceptos en relación con la contemporaneidad?

-Lo que se produce con lo que llamamos el colapso de la modernidad es un poco el quiebre de las autonomías: la autonomía de la religión, de la economía, del arte. Eso crea una serie de cruces, que a su vez generan perturbaciones. La ética y la estética pueden verse como campos determinados o como diagonales que cruzan otros campos.

A pesar de la ruptura de las autonomías, quedan ámbitos propios. Hay un mundo del arte, que es un territorio al que podríamos llamar ético básico, referido al cumplimiento de la condición humana, a la felicidad, diría Aristóteles, al cumplimiento de la manera de ser propia de cada uno y de sus pulsiones y ganas, vividas con responsabilidad, la “responsabilidad de uno”. Eso se diferencia de la moral, que insiste en reglas objetivas, aplicables a todos y que tienen que ver con una institucionalidad más que con un destino.

Lo estético, por otro lado, se relaciona con la sensibilidad, con la puesta en forma. Lo que hace el arte es que ese juego de sentidos, que es lo estético, tenga un valor de verdad. Bromeando un poco, se podría decir que el arte trabaja con los sentidos para conmocionar el sentido, para provocar, por lo menos, una mínima alteración del sentido.

Eso involucra cuestiones ontológicas, de compromiso, políticas, posiciones ante el mundo. El arte intenta llegar a cierto costado de la realidad a través de medios propios, simbólicos, intensifica momentos de la verdad siguiendo sus reglas de juego. Las reglas de lo estético tienen que ver, sobre todo, con la apariencia, con la imagen, y la imagen es justamente el péndulo entre lo que está y lo que no está. El pensamiento y la práctica del arte se mueven a través de rodeos, se acercan al sujeto, negándolo o dejándolo un poco de lado, cuestionándolo, pasando el límite, extralimitándose. Pero no para espantar al público; el arte tiene una real vocación de salir del ámbito de la representación y enterrarse en aspectos oscuros del mundo. Ahí surgen los compromisos del arte, la conciencia de estar en el mundo.

–¿Todo arte se mueve éticamente?

-Jacques Rancière distingue entre un arte ético, ejemplificador, moralista, que produce “máximas”; y una ética del arte, mediante la cual el arte mismo, usando su lenguaje y sus estrategias, produce esas intensificaciones de la experiencia, esas preguntas más hondas sobre el sentido y, en última instancia, un compromiso con la condición humana. No es sólo un problema de belleza, sino también un problema de responsabilidad. A veces lo único que se hace es mostrar, simplemente, pero no alcanza con mostrar el dolor, el sexo, la liberación. Eso no es un camino estético, puede ser un camino pedagógico, ilustrador, propedéutico. Es una exposición sin posición. Lo estético supone la referencia a lo otro, a la diferencia, a lo que no es. En definitiva, lo que hace el arte es buscar posiciones frente a su objeto.

Georges Didi-Huberman diferencia muy finamente entre tomar partido y tomar posición: si alguien toma partido no se mueve; la posición exige una serie de búsquedas, de perspectivas distintas, para incluir lo que se ve y lo que no, lo que es y lo que podría ser o no ser. Sería la política de la mirada: la imagen está destinada a mostrar una cosa y ocultar otra. Piénsese en René Magritte: esta pipa no es una pipa. Buscar lo que nos fuerza a comprender con mayor intensidad los sentidos, más allá de su significado inmediato o de las meras connotaciones.

Ludwig Wittgenstein tiene una sentencia un poco radical: “Estética y ética son la misma cosa”, y luego agrega “en cuanto trascendentales”. Se debe leer en sentido kantiano, trascendental en cuanto estudia las condiciones de ser del mundo; vale decir, que se pone fuera del mundo para estudiar el objeto mundo, no puede estar totalmente inmerso en él. Para Wittgenstein, entonces, estética y ética están en el límite. Esta situación del límite es la que produce, tanto en ética como en estética -y, agregaría, en política-, la acuciante necesidad de buscar lo imposible, lo que está más allá del límite de lo posible, de lo fáctico, lo que permite la ironía, la negatividad, la crítica. Pone el mundo bajo sospecha. A partir de ahí hay que interrogarse sobre otras cuestiones, con preguntas como qué pasa cuando esta necesidad de ir mas allá está negando otros límites, por ejemplo políticos, jurídicos, legales.

–¿Podría hablar de las “fronteras” mencionadas en sus ponencias, considerando las fronteras simbólicas, pero quizá también las geográficas?

-Paradójicamente, el punto más alto de la globalización mercantil coincide con la clausura más grande, en el caso de las migraciones. Las fronteras son cada vez más duras, pasar una frontera en Europa es cada vez más humillante. Cuando se habla de hacer caer fronteras se habla de permeabilidad de territorios o de ámbitos disciplinares que están contaminados, en sentido bueno o malo. Empero, siempre tiene que haber una contención de frontera, porque, si no, todos los ámbitos se disolverían. Las fronteras del arte caen, OK; entonces no podemos hablar de arte, porque si todo es arte, nada lo es. Hay determinadas cuestiones que tienen que acotar un espacio, que es un espacio entreabierto.

Kant planteaba ese problema con el parergon, el marco. El marco de un cuadro es su frontera, pero, ¿es o no es parte del cuadro? Kant dice que es y no es, lo cual para el lector de Kant es asombroso, y es por eso que Jacques Derrida habla mucho del tema, ya que ese “es y no es”, lo indecidible, es muy afín a su pensamiento. “Es o no es” depende, obviamente, de la coyuntura. Además, el marco se puede pensar como el marco del cuadro, pero también como el de la galería, el marco institucional, el marco del país, el marco social, etcétera. En cierto sentido, la frontera marca la diferencia: entre vos y yo tiene que haber una frontera, incluso para que haya diálogo, porque de lo contrario nos confundiríamos uno en el otro y se perderían las identidades. En las relaciones humanas las fronteras resultan fundamentales, no para que sean cápsulas infranqueables, sino para que sean interfaces de relación, contornos del espacio de uno y del otro, para que haya negociación.

–¿Entonces en el arte no cayeron las fronteras, como se dice a veces?

-En un momento determinado el arte dijo “ya rompimos con las fronteras, no hay diferencia entre arte y vida”. ¡Y no! Si fuese así, la vida se habría disuelto en el arte mismo, y sin embargo siguen existiendo ámbitos separados. La famosa muerte del arte ya llegó, porque hoy, cuando hablamos de arte estamos hablando de algo distinto de lo que fue el arte en el siglo XIX, e incluso en el XX. Sin embargo, cada vez hay más museos, más bienales, más publicaciones y encuentros sobre arte, etcétera. Vale decir que hay fronteras; no son absolutas, pero las hay.

–Ahí juega su rol el mercado, que empuja la supervivencia de un “sistema del arte”...

-Sobre todo en el posfordismo, el mercado empuja otro tipo de fronteras, las de targets. Habla de públicos diferenciados: ahora no es que todo el público aspire a lo mismo. Hay cosas que compran los ricos, otras los pobres, otras los negros, otras los blancos, otras los homosexuales, etcétera.

–Hay otros grandes conceptos, además del de frontera, que se habían abandonado un poco y que sin embargo parecen resurgir: identidad, emancipación, sujeto, nación...

-Lo que ocurrió con los grandes conceptos es que perdieron sus mayúsculas, sus mitos, sus avales metafísicos; se volvieron contingentes. Una idea como la de deconstrucción a veces se piensa como la simple destrucción, pero en realidad es una puesta en contingencia. Varias palabras han sido en gran parte cooptadas por la teoría del mercado, y otras se vuelven situadas. Pierden sus relatos sublimes, sus relámpagos, aparecen más calladitas, con muchas menos ínfulas y menos poder. Igualmente siguen siendo palabras necesarias, porque son construcciones que tienen una contrapartida de realidad objetiva. “Nación”, por poner un ejemplo: por más que la identidad sea un constructo, no una sustancia, sale de hechos reales. Por fuerte que sea el elemento simbólico, hay un elemento de realidad que no se puede desconocer.

El tema es dónde ubicamos conceptos claves como los de derechos humanos, democracia, representación, etcétera, en un momento en el que todo se vuelve situacional, subjetivo. Cómo plantear fundamentos sin ser fundamentalistas, creencias sin ser fanáticos: es un problema capital, y el arte forma parte de él. En un mundo mucho más descreído, también las reservas poéticas se disuelven. Cuando la modernidad organizó el mundo en forma laica, se crearon algunos reductos y el arte fue uno de ellos, un modo de salvaguardar un territorio de poesía, de asombro, de magia, en el cual pudiéramos cuidar cierta necesidad de ficción, de ser un poco locos.

–¿Cómo funciona el mercado en relación con el arte?

-Hay un término, pharmakon, que usó Platón y que Derrida retoma. Se discute en Platón si la aparición de la escritura es una cosa buena o mala. Y hay diferentes opiniones: por un lado se dice que es maravillosa, porque ayuda a guardar la memoria; por el otro dicen que no, que es algo espantoso porque cosifica las ideas, y que además es peligrosa, porque le quita flexibilidad al pensamiento, es un anclaje. Entonces Platón dice que es un pharmakon, una medicina: su valor depende de las dosis, del enfermo y de la enfermedad. Puede ser buena o mala según el momento o cómo se maneje: es como una vacuna, puede curar, pero también matar, si se le va la mano al galeno. Ahora, la cultura se ha movido siempre en situaciones que pueden ser propicias o adversas; en algunos casos se ha sacado provecho de esas situaciones, y en otros nos han hecho pelota: las colonias, los choques interculturales, la intolerancia, las persecuciones. El mercado es un condicionamiento más: el arte a veces negocia con el mercado, porque también el mercado necesita su “otro”, y eso se lo da la cultura. Yo vivo hablando pestes de la feria de arte Arco Madrid; sin embargo, me invitan a España todos los años para que hable mal de ellos, me dicen que es como un antídoto. Hay elementos de acuerdo, tampoco se puede pensar al mercado como un gran cerebro unificado en el mal. El artista tiene que conocerlo y saber qué hacer con él, negociar.

Ahí también entra el tema de las políticas públicas; tiene que haber un Estado que se haga cargo de apuntalar formas de creación. El Estado no puede pensar ni crear, ni imaginar, ni hacer arte, pero sí tiene que abrir condiciones objetivas para que esas cosas se hagan. No puede dejar todo en las manos del mercado. No se trata de destruir al mercado, nadie es tan inocente para creer en eso, pero sí se trata de reglamentarlo.