Esta es realmente una película religiosa: el marco es de fe y su puesta a prueba, tentaciones, debates teológicos y enaltecimiento de mártires, y hay una escena en la cual el personaje principal -y nosotros con él- oye la voz de Cristo (o de Dios). Ese protagonista, Rodrigues, tiene una devoción inquebrantable, homogénea e intensa durante toda la película, a tal punto que se vuelve poco interesante por idealizado. Es justamente el diseño unidireccional del personaje lo que va a servir de medida para los dilemas teológicos, que son el asunto principal. La película está dedicada “a los cristianos japoneses y sus pastores / Ad Majorem Dei Gloriam”.

Kurtz en Japón

Algunos de los personajes son históricos, pero no hay apego a la Historia. La introducción se desarrolla en 1640 en Macao, y uno de los personajes es el padre Valignano (que en la realidad falleció en 1606), encargado de coordinar la difusión jesuítica del cristianismo en Extremo Oriente. Todo el resto de la acción transcurre en Japón, donde acompañamos a dos jóvenes misioneros portugueses ficticios: Rodrigues y Garupe. En ese entonces, el cristianismo llevaba casi un siglo en Japón y había llegado a contar con unos 300.000 creyentes (Endo, autor de la novela en que está basada este film, maneja esta cifra, quizá exagerada). Luego de idas y venidas, algunas de ellas violentas, esa religión fue prohibida en 1638, de modo que Rodrigues y Garupe llegan a Japón en forma clandestina y tienen que predicar a escondidas, con peligro de vida para ellos y para los creyentes, en un clima similar al de los romanos en los tiempos de las catacumbas.

La estructura de la película tiene mucho de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979). Rodrigues y Garupe llegan con el cometido expreso de ubicar a un misionero antecesor, Cristóvão Ferreira (personaje histórico de esa época), que de pronto dejó de comunicarse con Macao: está desaparecido, pero corren sobre él rumores extraños. Durante dos horas de metraje tendremos una serie de episodios que ilustran el panorama general: el ansia de los kakure kirishitan (cristianos ocultos) por alguien que escuche confesiones, perdone pecados y celebre ritos; el clima de miedo y las crueles formas de presión, tortura y ejecución por parte de las autoridades; la manera obstinada en que muchos creyentes se entregan al martirio y las explicaciones que pulidamente brindan los inquisidores sobre la necesidad de eliminar el cristianismo del país. Luego, en el tramo final, Rodrigues se encontrará con Ferreira (el “coronel Kurtz” de esta película), interpretado por un actor veterano de peso (Liam Neeson): la obra cambiará de tono y arribará a conclusiones inesperadas.

Dilemas teológicos

El contexto con que se encuentra Rodrigues implica para él el contacto con una realidad muy cercana a la épica de los mártires y de la santidad. En esas primeras dos horas podemos, identificados con el cura, conmovernos con la permanencia de la fe, la humildad y el coraje de los creyentes, su resistencia. También podemos hastiarnos de tanto sufrimiento y cuestionarnos, con Rodrigues, si tiene sentido: ¿habrá realmente recompensa para esas pobres personas que padecen? La acumulación de anécdotas y situaciones forma, subrepticiamente, la base para los dilemas que van a ser el centro de la película.

Las autoridades japonesas capturan a Rodrigues pero, en vez de martirizarlo, prefieren dejarlo vivo y presionarlo mediante la tortura y el asesinato de los integrantes de su “rebaño”. ¿Qué es lo más cristiano en esa situación? ¿Mantenerse firme en sus convicciones o pisotear la imagen de Jesús y escupir en el crucifijo para salvar esas vidas inocentes? ¿La apostasía podría ser un acto de amor, una acción más cristiana que la obstinación en rehusarla? Cuando Rodrigues se decide a sufrir como ha sufrido Jesús, ¿rinde el mejor tributo posible al sacrificio del hijo de Dios, o peca de vanidad al compararse con él? Las diferencias culturales de los japoneses, que propician maneras a veces peculiares de encarar el cristianismo, ¿ensanchan el alcance de esa fe, o confirman la visión secular de la religión como un hecho antropológico, inseparable del contexto cultural en el que se manifiesta? (Esto último implicaría pensar el cristianismo como un fenómeno europeo, tan distinto de sus orígenes palestinos como de su derivación nipona, contra toda pretensión ecuménica). Para acentuar esas dudas, hay claras identificaciones de Rodrigues con Jesús: en un momento de alucinación, el cura ve, en vez de su reflejo en el agua, la efigie de Cristo (tal como lo pintó el Greco); y hay un plano en picado cenital de Rodrigues en el suelo, retorciéndose de angustia, en el que Scorsese cita un plano de Jesús en La última tentación de Cristo (1988). Hay un personaje que procede como Judas (vende a Rodrigues a las autoridades japonesas) y, al igual que en La última tentación..., Scorsese se regodea con la paradoja de encontrar en esa traición una fuente de inspiración cristiana.

Silencios

El “silencio” del título es, entre otras cosas, el de Dios ante el sufrimiento de sus fieles y las preguntas del cura. Los créditos iniciales, sobre fondo negro, empiezan con el sonido de la naturaleza nocturna (grillos y ranas), que va in crescendo hasta que desemboca, sorpresivamente y por corte, en un silencio total cuando vemos el título Silence. Son dos sentidos de “silencio”: el absoluto, acústico, que llega con el título; y -antes- el simbólico, esos sonidos de la naturaleza, que son en realidad ruidosos pero no lo que solemos oponer a la idea del silencio como sinónimo de la paz.

Se juega entonces con dos metáforas: el silencio acústico es como el de Dios, que no responde a las oraciones, pero el simbólico es un silencio ilusorio, porque bajo distintas formas la voz de Dios está presente y le toca a cada uno buscarla, estar atento a sus manifestaciones que pueden pasar desapercibidas. Hay otro silencio acústico más adelante en la película, en el momento crucial de la apostasía de un personaje importante. Es en esa ocasión cuando se oye la voz de Cristo, real o imaginada por el personaje, y luego, cuando poco a poco regresan los sonidos del ambiente, los espectadores atentos escuchan a un gallo que canta tres veces. Los créditos del final vuelven a lidiar con el silencio simbólico: no hay música, sólo los sonidos nocturnos del inicio, que se transmutan en ruido de lluvia y luego en las oleadas del mar.

Austeridad y exquisitez

Quizá desde los tiempos de Alicia ya no vive aquí (1974) Scorsese no hacía una película estilísticamente tan despojada. No hay casi nada aquí del barroquismo formal que se fue exacerbando en su obra desde Taxi Driver (1976). Es como si en esta película hubiera querido asumir el ascetismo de los kakure kirishitan y los misioneros clandestinos. No se resistió, de todos modos, a algunas exquisiteces: la belleza pictórica del paisaje, algunos picados cenitales (los curas de negro recorriendo la escalera blanca, el barco cuando la cámara se eleva hacia un sol divino) y una cita casi textual (la travesía en bote de Tomogi a Gotō) de una escena famosa de Los cuentos de la luna pálida (Kenji Mizoguchi,1953) con música incluida. Hay un par de momentos (la crucifixión de tres fieles y el reencuentro de Rodrigues con Garupe) en los que el espacio no es naturalista: el protagonista observa los hechos desde un punto lejano, pero la cámara escruta desde la cercanía lo que ve, como si él estuviera mirando una película. Cada una de las imágenes captadas por el fotógrafo mexicano Rodrigo Prieto es muy bella, insistiendo en un juego cromático casi totalmente privado de rojos (salvo la sangre), y con unos espectaculares interiores nocturnos a la luz de antorchas. No conozco la adaptación portuguesa al cine de la misma novela (Os olhos da Ásia, João Mário Grilo, 1996), pero la de Scorsese es infinitamente más expresiva e interesante que la versión japonesa (Chinmoku, Masahiro Shinoda, 1971, con guion del propio Endo).

Omisiones

En el diálogo de Rodrigues con uno de los inquisidores se explicita uno de los motivos para la prohibición del cristianismo en Japón: esencialmente un asunto de Estado, para forzar el mantenimiento de la cohesión cultural. En forma no demasiado acusadora pero clara, se muestra también una alevosa desigualdad en la consideración de un pueblo por la cultura del otro: los cristianos europeos no se disponen a aprender japonés, pero hay unos cuantos japoneses (incluso no cristianos) que aprendieron portugués (en la película representado por el inglés, como suele pasar en las películas yanquis de ambientación histórica, aunque se mantienen necesariamente portuguesismos asociados a los kirishitan, como padre o Deus). La película no hace alusión a los demás motivos de aquella prohibición del cristianismo: los temores a una eventual colonización ibérica de Japón, el hecho complejo de que el cristianismo fue “exportado” a ese país junto con las armas de fuego (algo muy desestabilizador de la mentalidad samurái), la pretensión, por parte de algunos europeos, de establecer un tráfico de esclavos japoneses, las actitudes intolerantes hacia los budistas de comunidades cristianas relativamente poderosas, el menosprecio ofensivo de algunos jerarcas jesuitas a las costumbres japonesas.

Estas omisiones refuerzan la sensación de que la prohibición fue injusta e intolerante, pero Silencio no llega a ser, en mi opinión, el alegato antibudista que algunos han visto. La visión del budismo es bastante respetuosa, y recordemos que Scorsese hizo en 1997 Kundun, una biografía muy favorable y filobudista del Dalai Lama.

El director alimentó la idea de hacer esta película durante 28 años, y sorteó enormes dificultades para llegar a realizarla: es quizá lo más parecido al gran proyecto de su vida. Se puede entender el atractivo que tiene esta historia para él, seminarista indeciso que luego abandonó la religión pero siguió toda la vida afectado por la simbología y la problemática del catolicismo. Pero quienes estén por fuera de ese marco hallarán aquí poco más que un drama lloroso y piadoso tremendamente bien filmado.

Ahora que Scorsese finalmente logró descargar aquí sus inquietudes religiosas, ojalá que en los próximos años vuelva a ocuparse de mafiosos, perdedores de Little Italy o ricachones ambiciosos, en películas salpicadas de canciones de rock e indicios menos católicos de la demencia que es la condición humana.

Silencio (Silence)

Dirigida por Martin Scorsese y basada en una novela de Shusaku Endo. Estados Unidos/Taiwán/México, 2016. Con Andrew Garfield, Adam Driver, Liam Neeson. Se estrena hoy.