Toda familia tiene un primo/sobrino drogadicto. Más que un primo drogadicto, el primo drogadicto. El primo drogadicto no se rige por un criterio de consanguinidad, sino que es una condición más bien psicodinámica y arquetípica; puede ser perfectamente un antiguo compañero de jardín de infantes, el hijo de una pareja amiga de tus padres o el hijo del almacenero del barrio. Lo principal es que sea otro y que vos podrías llegar a ser él. Para devenir primo drogadicto, el susodicho ni siquiera necesita consumir drogas, aunque no es casualidad que lo haga. Básicamente, debe ser alguien de pocas palabras, problemático y, fundamentalmente, misterioso; alguien lo suficientemente indescifrable para convertirse en un receptáculo amplio y húmedo de todas las fantasías temerosas de la familia, y la fascinación equivalente de uno mismo.

En la joven e incipiente familia del rock independiente uruguayo, lo más cercano al primo drogadicto es la banda Hijo Agrio. En todos los toques que vi de ese trío, formado por el guitarrista Darvin Elizondo, el baterista Martín Viola y el bajista Javier Gerafuo, ni bien salen al escenario algo cambia en el microclima del boliche. De golpe, es como si a todo le hubieran dado cinco manos de pintura negra; aparece gente rota (rota como un muñeco descuajeringado y pegado con cinta pato plateada); hay olor a chivo, a pucho, a remedios y a vino barato. Prueben a hacerlo: pongan a Hijo Agrio en otro entorno -por ejemplo, en Lotus o en una cena show en Rara Avis- y va a pasar lo mismo (y la mayoría de los comensales va a pensar “¿cómo es que dejaron entrar a esta gente?”). Y es que Hijo Agrio no es necesariamente una banda que arengue a un público indómito y numeroso, pero sólo con escribir su nombre en el afiche te encontrás con por lo menos cinco o seis personas que parecen salidas de otro lado, pogueando de una forma que pone en juego algo que no tiene nada que ver con lo que se disputa en tus saltos.

Hijo Agrio usa los mismos amplificadores que las bandas que tocaron antes que ellos, pero por alguna razón todo suena más fuerte o más taladrante. Recuerdo específicamente un toque en un sótano de Gonzalo Ramírez, un centro cultural más bien hippie que, de un segundo a otro, se convirtió en catacumba. Antes habían estado Power Chocolatín y Cadáver Exquisito (dos bandas que suelen tocar a volumen 11), pero fue llegar Hijo Agrio y la música dolía. No era la clásica imagen del amplificador empujándote hacia atrás o soplando tu ropa; era la de una avispa metiéndose por tu oreja y picándote el cerebro.

Oscuridad a la uruguaya

Los discos de Hijo Agrio (un EP homónimo de bajísima calidad -2013- y el ambicioso y amplio Jabalismo -2014-) nunca han logrado reflejar al 100% esa extraña y perturbadora experiencia de sus presentaciones en vivo, pero sí han logrado captar la oscuridad que envuelve a Darvin como una campera de nailon demasiado grande y abrigada para el lugar y su cuerpo.

A la música uruguaya no le falta oscuridad. La ha tenido de sobra en el tango, el pospunk, el metal, en formaciones como Los que iban cantando. Lo que no es tan común es la sensación de miedo que puede generar un tema. El miedo es difícil de definir y depende de las combinaciones emocionales que se den en cada uno, pero para que una canción logre provocarlo no es suficiente que su temática sea oscura: tiene que producirse una especie de dislocación sonora, una sensación de peligro o acecho en la composición, o bien un incómodo intermedio entre lo cotidiano y lo desconocido (los terrenos de lo ominoso en sentido freudiano). En la música anglosajona se me ocurren algunos momentos terroríficos, como los gritos del hombre que acaba de asesinar a su familia en “Frankie Teardrop”, de Suicide, o los rebuznos aullados en “Jolson and Jones”, de Scott Walker, pero en la música uruguaya no recuerdo tantos momentos inspiradores de auténtico miedo. Quizá la repetición desvariante de “El ojo”, de Jorge Lazaroff; quizá la urgencia romántica y sombría de algunos temas de Gallos Humanos o el comienzo de “Coral #5”, de Buenos Muchachos, pero suelen ser ejemplos aislados, casi siempre momentos en una discografía.

En los discos de Hijo Agrio, en cambio, la dimensión tenebrosa suele estar ahí de cabo a rabo, como una especie de atmósfera cenagosa en la que la amenaza parece provenir más del interior que del exterior. Casi emparejándose a los paralelismos clásicos de las dinámicas de los géneros terror/ horror, lo realmente jodido de Hijo Agrio no es el coqueteo con un peligro encarnado en algún ser o en algo que sea mencionado en una canción, sino algo inherente a las canciones, el miedo a una forma de locura que no sólo reside en la letra, sino también en la música misma.

Caja de Pandora

Dama ciervo comienza con un rechinar de platillos seguido por un punteo de guitarra construido en espejo a la línea del bajo, que parecería ser la tonada de una cajita musical recién abierta. La voz de Darvin tiene un tono falsamente cálido al entonar una melodía como de canción infantil. La voz, el bajo y la guitarra se persiguen la cola, aproximándose a un nivel de tensión cada vez más agudo, hasta que llega el estruendo de los platillos y los gritos, la guitarra se queda acoplando de forma sostenida y ahí entra con todo la verdadera canción, eso que aguardaba detrás de la pantalla tensa y plácida. La batería es aporreada de una manera atronadora, la voz desesperada de Nabila Elisondo irrumpe como si fuera Isabelle Adjani poseída en el metro (para bien o para mal, no recuerdo a ninguna mujer que cante así en la historia del rock uruguayo) y todo se vuelve una especie de maremoto de efecto flanger y gritos guturales. La correntada dura un buen tiempo hasta que vuelve la calma, pero haciéndonos saber que la cajita ya está rota, que ya no se puede volver a meter en ella todo lo que acaba de escaparse.

Ese primer tema es un excelente ejemplo del manejo de climas de la banda y también de sus criterios en materia de estructura y sonido (el uso del flanger y el phaser son una gran marca de autor de Darvin, quien en muchos toques suele pasar más tiempo tirado en el piso, alterando frecuencias en las pedaleras, que parado detrás del soporte del micrófono). En esa cosa entre circense y pesadillesca hay algo de la psicodelia de Butthole Surfers, así como un sonido evidentemente nirvanero, que puede rastrearse también en algunas otras bandas uruguayas, como Mareos.

El bajo y la batería son la columna vertebral de los temas, más densos y muchísimo mejor grabados que en los anteriores trabajos del grupo. Un ejemplo notorio de esto es la base de la canción “Dama ciervo” (cuarta del disco), con un pulso metálico bien marcado por el bajo, mientras la guitarra dibuja con total libertad alrededor del tema. Hay algo que recuerda a la contundencia de Jesus Lizard, sobre todo en ciertas formas de caída del bajo sobre el bombo, y también en el sonido casi tribal de los toms.

Sin embargo, entre toda esa gama de referencias anglófonas, el tema más interesante del álbum es “Terpsícore”, una especie de candombe estridente y pasado por cinco capas de hollín que, por momentos, parece una especie de versión deforme y mutante de “Nombre de bienes”, de Eduardo Mateo (más que el primo drogadicto, el primo encerrado en el altillo).

“Florencia” se ofrece -sólo temporalmente- como un amaine de la tormenta, el tema más posrock de Dama ciervo (un remanso similar al kraut rock de “Hueso de jabalí” en Jabalismo), y nos hace percibir que el bajo es por lo general una especie de viento que lleva el barco a la zona más tormentosa. Siguiendo las metáforas marítimo-fluviales, “Telerrotativo” se presenta como una especie de río revuelto lleno de saltos y rocas, que encuentra un delta en “Mardok”, una canción que en sus 13 minutos de duración pone toda la carne en el asador (tanto en lo sonoro como en lo interpretativo), con Darvin delirando sobre un micrófono que suena hueco y apagado. Uno escucha su voz y es inevitable pensarlo desgarbado, con sus clavículas saliéndole del cuello de la camiseta, como un espantapájaros arrancado por el viento, mientras se arrastra en el escenario. Es el tema más difícil de escuchar, pero en esa especie de operística de los descensos al infierno (un infierno que siempre es uno mismo) se encuentra otro de los momentos más altos del álbum.

Con Dama ciervo, Hijo Agrio parece confirmar y redondear un poco más lo presentado en Jabalismo. No es la banda que ponés de fondo para almorzar, manejar el auto, salir a correr, leer o amenizar una charla con amigos. Es música que cuando sucede sólo podés reparar en ella tanto desde la fascinación como desde el repudio. En un país que toda su vida trató de navegar por las distintas sombras de lo gris, siempre es interesante encontrar una banda enfocada en buscar, disco a disco, la capa más oscura del negro.

Dama ciervo, de Hijo Agrio

Disponible en https://hijoagrio. bandcamp.com y editado por El Octavo (Uruguay) y Caracol Rojo (Argentina), 2016.