No es necesario ser un minero para saberlo: la vida es difícil. Todos estamos ávidos de seguridades y alivios. Quizá por esa razón siempre fui una persona tolerante con las religiones y las personas religiosas. Al menos creo que eso fui, hasta hace poco tiempo. Actualmente mi tolerancia va menguando y eso llama mi atención. Antes era muy respetuosa y hasta sentía, a veces, una rara nostalgia por la religión (es que es difícil ser ateo). Pero todo eso se está terminando. Desde hace un tiempo no soporto ninguna expresión que contenga el menor atisbo religioso, y la espera divina pero resignada me produce un malestar casi físico. Me estoy convirtiendo de a poco en una atea fanática (eso es posible, no crean que no).

Para empeorar las cosas, mi nueva intolerancia coincide, casualmente, con la nueva campaña de marketing de la iglesia católica (creo que el eufemismo usado es “plan de comunicación”). Mientras escribo estas palabras llega a mi casa, como el polen viajando por el aire, la publicidad de un evento de la iglesia del barrio. “Vengan a conocer a Jesús”, dice el altavoz (¿cómo?, ¿está acá?, ¿llegó?). Supongo que la actividad que promocionan no es una novedad y es posible que la realicen todos los años. Lo que resulta llamativo es el mensaje que utilizan esta vez para difundirla. Es evidente que sigue el estilo de aquella otra campaña reciente, la de las balconeras.

Y es que ahora todo lo que suceda en la iglesia católica parece suceder directamente con Él. “Basta de intermediarios y de dilaciones”, habrán pensado. “Venga a conocer a Jesús, aquí nomás, a la vuelta de su casa”. Un poco demasiado simple para mi gusto, aunque entendible, porque a situaciones desesperadas, medidas desesperadas.

Cuando el altavoz pasa por segunda vez y vuelvo a prestar atención, entiendo que la cosa va dirigida especialmente a los niños. Y entonces se me ponen los pelos de punta. ¡Los niños! De inmediato pienso en comenzar una contracampaña en mi hogar, pero rápidamente comprendo que eso es imposible. Los ateos no iniciamos campañas antirreligión. La nuestra suele ser una campaña por omisión. Dios no existe, punto. Fin de la cuestión.

Pero frente a estas nuevas estrategias de marketing, el tema puede volverse preocupante. Habrá que estar atentos, no sea cosa que nos durmamos en los laureles, en caso de que haya laureles. Y enseguida pienso que el Estado laico es una de esas cosas bellas y duraderas que hemos logrado como país. Así que hay laureles, claro que sí.

II

El recurso religioso es grande y, distraídos o no, son muchos los que viven así, como si Dios, un dios, los estuviese mirando. Sostenidos, también, en la creencia de que al final del camino habrá una recompensa. Esa es una buena idea, realmente. Una idea muy útil y muy necesaria. Como una pócima de supervivencia. Quizá sea una simplificación, pero no puedo evitar pensarlo así. Y tampoco puedo evitar pensar que el que adora a un dios, fácilmente podrá adorar algo más. Algo que también sea muy útil y muy necesario. Algo, incluso, abstracto. Como el dinero.

Me repudiarán los creyentes por esta asociación y, en mi actual circunstancia, estaremos a mano. Pero para matizar diré que tal asociación sucede cuando imagino el grado menos elevado de un creyente, la peor de sus versiones, sin importar cargo o condición. Entonces veo al hombre sentado una tarde, conmovido por nada, y haciendo esta reflexión inconsciente: para templos, mejor dos.

En general, los pocos creyentes que conozco muestran un gran sufrimiento exterior (sacrificio, capacidad de resignación, olvido de sí mismos) y, por dentro, un enorme optimismo (porque creen que un dios los está mirando). Para los ateos suele ser a la inversa, suele haber un frágil optimismo exterior y un gran sufrimiento interno (porque saben que ningún dios los está mirando). Todos los ateos sabemos que sin el maravilloso recurso de “Dios lo quiere así” o “todo es por algo” poco podemos hacer frente a las desgracias y el sinsentido de la vida.

Pero aun cuando sintamos el deseo de ser recompensados, eso no significa que seamos religiosos. Porque, es cierto, hasta el más ateo siente en algún momento de su vida que sus esfuerzos, su mero trayecto vital, deben tener alguna compensación o recompensa. Sin embargo, poco tiene que ver eso con la fe religiosa, y aunque sigue la misma línea de pensamiento de un creyente, forma parte de algo muy humano y natural, como una vieja arandela de nuestro mecanismo de supervivencia.

Recuerdo ahora una anécdota que me contó un vecino que ya falleció; se llamaba Jorge y era un reconocido matemático. Creo que hablábamos sobre el azar, Dios y la religión, la fe y nuestro inservible ateísmo. Y no recuerdo muy bien cómo, pero terminamos hablando de Estados Unidos. Supongo que alguno de los dos comentó que en ese país había tantas iglesias como en Uruguay solía haber panaderías. Un dato que, por supuesto, no es una novedad para nadie. Pero yo debo haber dicho algo como: “Claro, son muy creyentes”, porque entonces él me contó lo que le sucedió siendo un joven estudiante viviendo en Estados Unidos, en una casa de familia.

Las paredes de la casa estaban repletas de láminas de Jesús y de la iglesia a la que la familia pertenecía. Y en uno de sus primeros diálogos de sobremesa con el dueño de casa, él sintió, no sin cierta alarma, que el tema religioso sería ineludible. Efectivamente lo fue. El hombre le preguntó si pertenecía a alguna iglesia y él, algo tímido y como si se disculpara, dijo que no, que era ateo. “Yo también”, dijo el hombre. Y él, sin comprender y pensando que quizá era sólo un problema con el idioma inglés, repitió: “No, yo soy ateo, yo no creo en Dios”. “Yo tampoco”, insistió el hombre. Y así estuvieron un rato: “Yo no creo”, “yo tampoco”.

Hasta que él le señaló las numerosas imágenes religiosas que había en su casa y el hombre explicó que uno no podía vivir en Estados Unidos sin pertenecer a una iglesia. Si no pertenecías a ninguna iglesia, quedabas solo, apartado y aislado. No era, por tanto, un tema de fe religiosa, sino, otra vez, de supervivencia.

Todos sabemos que la religión y su práctica funcionan como una red de contención, pero no creo que haya que leer la anécdota como la historia de un hombre que se autodefine ateo y que, sin embargo, hace uso inapropiado del beneficio que le da el pertenecer a la iglesia de su comunidad. Tampoco creo que se refiera a un caso raro y aislado. Más bien, parece ilustrar la historia del hombre común. Y la historia del hombre común no es otra que la historia de su capacidad para sobrevivir. No es necesario ser un minero para entenderlo.

III

Y entonces pienso que tengo que hacer un esfuerzo por recuperar algo de mi antigua tolerancia. No creo poder recuperarla con las instituciones religiosas, y menos aun con la iglesia católica y su conocido arsenal de ideas retrógradas, pero quizá pueda hacerlo con los creyentes, en general. Porque todos, creyentes o no, “lo que más queremos es ser retenidos” y que nos digan que “todo irá bien”.

Las comillas son de Truman Capote. La frase puede leerse en su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, y me gusta mucho porque está escrita por un Capote muy joven y porque creo que resume muy bien nuestra más imperiosa necesidad y nuestro esencial desamparo.

Aquí, entonces, y por piedad, la cita completa: “Lo que más queremos es ser retenidos... y que nos digan… que todo (todo es una cosa graciosa, es la leche del niño y los ojos del papá, es los rugientes leños en una mañana fría, es lechuzas y el chico que te hace llorar a la salida de la escuela, es el cabello largo de mamá, es tener miedo y es las caras contorsionadas en las paredes del dormitorio)… que todo irá bien”.