Desde que en 2010 la revista inglesa Granta lo eligió como uno de los mejores narradores en lengua española menores de 35 años, Federico Falco salió del círculo que ya lo consideraba un escritor de culto y se consolidó como una de las voces renovadoras de la literatura argentina. Enseguida se convirtió en un autor que sorprendió con un certero golpe a la mandíbula, por medio de una perfecta sintaxis que persigue la vibración exacta, de una prosa sin disrupciones que descubre esos territorios adormecidos detrás de la irrelevancia cotidiana. O, como deslizó Beatriz Sarlo, a alguien que escribe “en sordina de lo siniestro o lo inesperado, de lo impensable o, por lo menos, de lo infrecuente”. Con un mundo narrativo consolidado mediante historias siempre apegadas a la fuerza de sus personajes, y de escenas memorables y mínimas que estremecen, Federico Falco es a las letras lo que Chango Spasiuk es al chamamé: un explorador incansable de vibraciones y sentidos.

“La ofrezco, dijo Wutrich y señaló a Mabel. Sabe coser, ese vestido se lo cosió ella. Cocina. Es limpia. Es dispuesta. Aprende rápido”. Cuando tiene que dejar el monte, esa es la salida para el viejo Wutrich: bajar al pueblo y ofrecer a su hija. Tanto en Un cementerio perfecto (2016) como en 222 patitos (2004, reeditado y ampliado en 2015) se sucede una galería de personajes memorables, como Silvi, una adolescente que se enamora de un mormón, descubre que es atea y decide no acompañar a su madre en la extremaunción a los enfermos -en reemplazo de un cura achacoso que ya no puede hacerlo-; obsesionados con la fe, suicidas, muchachos que viven el iniciático tránsito de la infancia a la adolescencia, la experiencia de la muerte, el vínculo con la naturaleza. El autor, que nació en el pueblo cordobés General Cabrera, vuelve a ser noticia: mañana llega por primera vez a Montevideo, invitado por Escaramuza.

–¿Cómo vivís la dinámica de los talleres y la exploración de ciertos procedimientos, cuando al proceso de escritura lo percibís de un modo bastante intuitivo?

-Intuitivo en el sentido de que no hay que olvidar que no existe un método para escribir. No es como ser un alfarero y hacer vasijas: tenés dos o tres técnicas que elegís, aplicás un método y las vasijas siempre salen más o menos del mismo modo. Acá nos estamos enfrentando con algo que es un poco más misterioso, en el sentido de que cada texto debe ser único, tener un valor en sí mismo. Y por eso no hay un método; si lo hubiera, sería siempre hacer lo mismo. Sí existen ciertos procedimientos y cuestiones que uno tiene que saber, caminos que tiene que aprender a transitar, pero después cada uno tiene que intentar su propio proceso y forma de actuar y de hacer; su propio procedimiento. Y los talleres muchas veces sirven para eso: primero para descartar esa idea [de que hay un método], y después porque funcionan como un grupo de gente que se acompaña, que se ayuda, que se contiene, que de alguna manera va compartiendo lo que va aprendiendo, va compartiendo sus propios errores. La literatura exige cierto grado de soledad, y por eso mismo el taller es bueno para poner cuestiones en común y aprender entre todos.

–Tu escritura es muy precisa. ¿Cuándo sos consciente del final de un cuento?

-Va variando. A la hora de escribir, lo que me sucede -y esto es muy particular- es que necesito entrar y salir del texto. Es una cuestión un tanto esquizofrénica: por momentos escribirlo y después leerlo como si lo hubiera escrito otra persona. Intentar leerlo como si no se supiera absolutamente nada de lo que está sucediendo, ni de lo que quería hacer el autor -si es que quería hacer algo-. Entonces, en ese entrar y salir, uno va encontrando guías, ideas, rumbos de los personajes; algo que puede haber surgido casualmente de pronto se vuelve central. Y en ese entrar y salir, en un momento siento que el núcleo de energía ya se agotó, y la historia de algún modo ya se completó, los personajes movieron ciertos aspectos en su interioridad y el arco que describía la historia ya se cerró. Esto no quiere decir que la historia vaya a terminar; seguramente siga, pero probablemente no haga falta contar lo que sigue.

–Eso siempre debe volverse una tentación.

-Siempre es una tentación. Muchas veces, lo que pasa es que yo, al final, sigo de largo. No me doy cuenta, sigo escribiendo, y una semana después o dos años después -dependiendo de la suerte y el azar- lo releo y digo: “Ah, pero el final ya está escrito”. Era dos páginas antes, o dos capítulos antes. Terminaba ahí. Eso también pasa: uno sigue por inercia, pero el final ya estaba.

–En tus cuentos nos cruzamos con católicos, mormones, inmigrantes japoneses que cultivan claveles, ermitaños que viven en el monte y temas como la soledad, la vejez o la muerte.

-En este último libro los temas van por esos lugares. Trato de no pensar mucho sobre lo que escribo ni sobre qué se trata, dejo que fluya, pero también es cierto que las vivencias o lo que pasó en mi vida a lo largo de dos o tres años de escritura de determinado texto, de un determinado libro, se impregna. Y son los temas que, de algún modo, en ese tiempo me tocaron más, me movilizaron. Ahí la literatura o la escritura pasa a ser la forma que uno encuentra de decir ciertas cosas que, de otra manera, serían más complejas de decir, o no sabría poner en palabras.

–La construcción de esos microespacios se produce por medio de un lenguaje que provoca cierta extrañeza, como si nunca lograra aprehender lo que ocurre y dejara a los personajes suspendidos entre su mundo y el nuestro, reformulando el realismo y lo fantástico.

-A lo mejor eso tiene que ver con que trato de escaparme de esas categorías. Por otro lado, para mí escribir es un escape, es mudarse a otro mundito y trasladar allí la mente y los juegos. Siempre uso la metáfora de los chicos jugando, que toman algunas cosas, empiezan a jugar y se arman un mundo con amigos, enemigos y visiones, y vamos para acá o vamos para allá, porque para mí escribir es un poco eso. Es dedicar un tiempo para fugarme de este mundo hacia otro lugar, que tiene sus propias reglas pero no del todo definidas; se trata de un lugar que uno va explorando, y que va surgiendo a medida que se va escribiendo, casi como si se tratara de un juego. Otro de los ejes que podrían tener que ver con tu pregunta es que me parece muy difícil dar cuenta de la cotidianidad, de lo que llamamos la realidad. Somos seres muy complejos, la realidad y el día a día están llenos de complejidades, cruces y azares, y no sé si el lenguaje puede dar cuenta de eso. Tal vez el lenguaje del realismo simule acercarse a las cosas y aprehenderlas, y ahí hay un signo de tranquilidad: imponer etiquetas. Pero no siempre funcionan; por eso mismo, trato de escribir sin exigirle eso al lenguaje. Doy por sentado que esto es una invención, que es algo que existe sólo a nivel de las palabras; salir de esa necesidad de ser mimético, realista o verosímil me libera; se vuelve un buen terreno para explorar.

–¿Cómo se dio ese desapego entre la realidad y la representación?

-Estudié Ciencias de la Comunicación, y trabajé un tiempo en la cátedra de semiótica. Me acuerdo exactamente de una clase en que la profe se paró -después de habernos hecho leer [Ferdinand de] Saussure- y explicó que el signo no era la cosa, y que la posibilidad de comunicarnos no existía. Y si bien lo decía para desafiarnos, recuerdo el impacto que me generó: fue un “ahhh, ahora entiendo todo eso que venía sintiendo y no sabía por qué”. Creo que ahí hubo un quiebre. Después me llevó mucho tiempo procesar, entender, permitir que eso fuera apareciendo, pero era algo que de alguna manera intuía, y aquel momento fue de iluminación.

–En tu sitio de internet incluiste una foto de Circe Maia. Ella ha planteado que la poesía se vincula con algo más próximo al pensamiento por imágenes, a lo prelingüístico, y no cree que haya que reducir eso al lenguaje. En ese sentido se puede adivinar una continuidad.

-Para mí es un honor terrible que digas eso, porque es una de mis escritoras favoritas, y no quisiera compararme con ella porque es una de las poetas que más admiro. Ese es uno de los temas que aparecen en su poesía, junto a la lucha por tratar de poner en palabras sensaciones muy particulares, sabiendo que las palabras adecuadas nunca podrán aparecer. A partir de ahí, hay una serie de imágenes que surgen en su obra y que se vuelven casi recurrentes. Sí, creo que es una marca de la literatura desde comienzos del siglo XX, pero en su obra aparece con muchísima fuerza. A ella la conocí hace unos años cuando [los cordobeses] Gastón Sironi y Tere[sa] Andruetto hicieron una antología que circuló bastante. Después, con el tiempo, fui consiguiendo su obra completa, pero aquella fue la puerta de entrada.

–En tu obra siempre se reconoce una impronta visual muy definida.

-Para mí lo visual es muy definitorio. De hecho, en Comunicación hice la orientación en audiovisual, y durante mucho tiempo asumía que tal vez mi interés por lo visual provenía de ahí, de haber trabajado en ese campo. Pero me fui dando cuenta de que es anterior, ya estaba en mí. Por ejemplo, no puedo escribir si no visualizo el espacio en el que están los personajes. Y si no llego a verlo, lo que hago es ir por “casas prestadas”: viven en una casa parecida a tal. Son casas de amigos o de gente que conozco, o a veces casas o lugares en los que estuve 30 segundos, muy de paso, y apenas pude llegar a ver algo. Pero de alguna manera elijo un lugar, necesito ubicarlos en un lugar. Lo visual es la forma de organizarme en el mundo. Por otro lado -aunque siempre lo diga como nota al pie, porque no sé si importa-, es que yo no veo de un ojo: desde muy chico fui consciente de que mi forma de ver era particular. Sobre todo a partir de los viajes anuales, los controles con el oculista, el usar lentes y no poder hacer ciertas cosas por usarlos, o sentarte adelante, cerca del pizarrón. Lo visual siempre estaba presente, y siento que tengo una mirada de miope que hace que vea las cosas muy de cerca; por ahí eso se transfiere a la escritura.

–Hablando del espacio en el que se mueven los personajes, siempre hay una geografía que se impone: escenarios pueblerinos que se distancian de los avances tecnológicos y los cambios que estos imponen en las relaciones, por ejemplo. ¿Cómo es el vínculo entre General Cabrera y tu escritura?

-Eso sobre todo aparece en el último libro [Un cementerio perfecto]. Cuando la gente lo empezó a leer, me decía “nadie tiene celular”, “nadie tiene tecnología”. No fue algo tan buscado, me pareció que respondía más al tipo de personajes. No me los imaginaba con celulares. Charlando con amigos, decía que era el tipo de personas que si tienen un celular siempre lo andan apagando. En otros cuentos, o en una novelita muy breve que se publicó hace unos años [Cielos de Córdoba, 2011], la idea era trabajar sobre el principio de los años 90, cuando la tecnología no tenía un impacto tan fuerte. O en todo caso se reducía a la televisión en color, o a tener teléfono. Pero en este libro no fui tan consciente, fue un poco por casualidad que se armó así. Tampoco sabría decir en qué época están, terminaron siendo un poco atemporales como cuentos. Y respecto de la geografía, siempre juego un poco, y casi es una especie de broma que mantengo con algunos amigos del pueblo -y con mi familia, que sigue viviendo allá-: rara vez el Cabrera de los cuentos coincide con el Cabrera real. Es más una invención. Y por ahí es una invención que cambia de lugar ciertas cosas adrede, o agrega o inventa otras, un poco para hacerles guiños a algunos lectores del pueblo que pueden reconocer el chiste. Más allá de eso, algo que me interesaba mucho en este último, y que también tiene que ver con lo visual, fue trabajar en el borde: Cabrera es un pueblo que pertenece a la llanura pampeana, el paisaje que lo rodea es chato, llano.

–Eso que tanto agobia a Ada [personaje que da nombre a uno de los cuentos de 222].

-Claro, en Ada ese es el paisaje. En Un cementerio perfecto aparece otro paisaje, que es el del borde de la llanura, y que tal vez tenga que ver más con las sierras de Córdoba. Son de ese momento en que la llanura se topa con las primeras elevaciones de la sierra. Y de ahí la idea de trabajar con lo que se ve desde arriba, con lo que se ve desde el llano hacia la montaña, con lo que se ve desde la montaña hacia abajo. Es ese tránsito y ese borde, una especie de frontera en el paisaje, pero también el tipo de personas que viven en un lugar y en otro, el uso que se hace de la tierra en uno y otro. Es una distancia que, en algunos casos, se ve desde lo vertical -los que están más abajo y los que están más arriba-, o cuando el diseñador de cementerios sale a caminar y ve dónde va a estar el cementerio. Estos entrecruzamientos desde el punto de vista geográfico me interesaban. No sé exactamente para qué, pero me interesaban a la hora de escribir.

–En algunas entrevistas, lo que más recordás es la época en que ibas al campo de tus abuelos. Me imagino que eso también se convirtió en una referencia.

-Iba todos los fines de semana. Me pasaban a buscar los viernes y me quedaba hasta el domingo a la noche. Y en verano eran estadías más largas. Es una época que quiero mucho y que extraño. Justo cuando estaba escribiendo este último libro falleció mi abuelo. Ellos eran muy grandes pero seguían viviendo en la chacra; cuando se fueron haciendo viejos, se negaron a mudarse al pueblo. Pero cuando falleció mi abuelo la casa se cerró, mi abuela quedó sola y tuvo que mudarse al pueblo, y todo eso sucedió en el transcurso de la escritura del libro. Entonces, de alguna manera, también estaba presente la despedida de esos lugares. En aquella época, para mí era una ventaja ser durante la semana un chico de pueblo, estar con amigos y jugar como un chico de pueblo, y el fin de semana ser más del campo. Ahí no tenía amigos, hacía cosas con mis abuelos. Ahí uno se acostumbra a estar solo; podía pasar que acompañara a mi abuela a tal lugar y me dieran cosas para hacer, pero si no, estaba solo. Y no me acuerdo de haberme aburrido. Me encantaba: daba vueltas, iba a juntar los huevos, daba más vueltas. Tenía otro contacto con la naturaleza.

–El vínculo con la naturaleza y la vejez son otras constantes.

-Sí, también lo que me pasaba es que cuando escribía estaba muy lejos de Cabrera. De alguna manera, recuperar el espacio, o recuperar un contacto con la naturaleza que no tenía, porque estaba viviendo en ciudades grandes, convirtió a los cuentos en una forma de escapar a esos lugares en los que no podía estar físicamente, pero sí podía recuperar en la escritura.

–Hiciste dos años de Agronomía, así que también lo habías intentado por lo académico.

-Sí, estudié Agronomía al principio. Me gustaba mucho escribir, pero no conocía a nadie que fuera un escritor. Intuía que había caminos para convertirse en escritor, pero como en ese momento pensé que no era algo que pudiera llegar a ser -no me sentía preparado, me daba miedo-, Agronomía surgió como una posibilidad. También porque pensé que era una profesión que me gustaba, porque me gustaba vivir en el campo. Después me fui dando cuenta de que la carrera tenía más que ver con la producción, con agroquímicos, con algo más mercantilista. Pero al mismo tiempo esos dos años seguí escribiendo, de a poco me fui contactando con gente que escribía, participé en algunos concursos.

–Y recibiste el premio Cabeza de Vaca...

-Es un premio que es muy difícil de incluir en una biografía. Nadie entiende si es un honor, si es un premio en serio o si es un chiste. Me alegró mucho recibirlo, pero tiene un nombre un tanto extraño.

–En notas de prensa tu nombre viene de la mano de otros cordobeses que han innovado en la narrativa argentina contemporánea, como Carlos Busqued [que creció en Córdoba] y Luciano Lamberti. ¿Te reconocés en eso?

-Me reconozco porque soy amigo. Córdoba siempre fue una ciudad más de poetas [Falco tiene un poemario publicado en 2008, Made in China]; si bien hubo muy buenos narradores, en general primaron los poetas. Y como es una ciudad universitaria, siempre hubo mucho movimiento. Por ahí, la narrativa cordobesa anterior estaba más ligada a ciertos círculos académicos. Y a mediados de los 90 -yo tengo una forma muy personal de entender un fenómeno que por ahí tiene muchas otras explicaciones- surgió un grupo de escritoras que venían de la literatura infantil. En los 80 se había creado un centro de promoción de la lectura infantil y juvenil, y muchas de estas mujeres, que empezaron trabajando en la promoción de la lectura y escribiendo cuentos para chicos en los 90, se pasaron a la literatura para adultos, entre ellas Tere Andruetto, Perla Suez y Lilia Lardone, y empezaron a coordinar talleres de escritura. Antes, desde la narrativa se veía a esos talleres con cierto cuidado, cierto desdén, había más la idea de una escritura desde la soledad, autónoma. Ellas empezaron esta renovación, que tenía dos puntas: por un lado, empezar a escribir narrativa más cercana al realismo sucio, con influencia del neorrealismo italiano, de Cesare Pavese, de [Raymond] Carver; y, a su vez, estos talleres. Ni bien llegué a Córdoba hice el taller con Lilia. No todos los que ahora escriben en Córdoba pasaron por ese tipo de experiencia; Lamberti, por ejemplo, creo que no fue a ninguno. Pero ellas se transformaron en referentes muy cercanas, muy a mano, muy generosas: nos prestaban libros, hacían circular cosas. Ahora estoy releyendo una novela de Natalia Ginzburg que justo se reeditó en Argentina y que había leído por primera vez en una edición de los 80, y me acuerdo de ir en un momento a la casa de Andruetto con Luciano y Carlos Godoy -otro poeta cordobés-, y no parar de ver qué tenía en su biblioteca. Y Tere, con toda la generosidad del mundo, nos prestó los libros de Natalia Ginzburg para que los fotocopiáramos -en una época en que eran inhallables-. Ahí surgió una primera ola de narrativa cordobesa. Y después, la crisis de 2001 aglutinó jóvenes que teníamos ganas de escribir y que por ahí no nos conocíamos. A Lamberti lo conocí en un proyecto para armar una revista literaria [Fe de Rata]; nos hicimos muy amigos, y hasta el día de hoy compartimos lecturas y discusiones. Y hay muchos más nombres. A mí me sigue pareciendo muy interesante lo que se da en Córdoba, que tiene los encantos y lo terrible que pasa en una ciudad pequeña, pero sus encantos también tienen que ver con que es una ciudad universitaria, donde hay un clima de efervescencia constante. Todo el tiempo están pasando cosas nuevas, todo el tiempo está llegando gente nueva a la ciudad, hay una mezcla de procedencias. Y a su vez Córdoba tiene una gran tradición de cine y de teatro independiente. Todo eso la hace muy fructífera.

–Nombraste a Carver y Pavese. ¿Cómo es eso de que escribís en contra de la forma clásica del cuento?

-Uno dice cosas y después queda apegado a ellas. No diría en contra, sino que siento que hay ciertas estructuras del cuento que tienden a repetirse. Fuera de la literatura, todo el tiempo estamos asediados por relatos. Y por eso mismo las narrativas se vuelven predecibles. Por otro lado, el cuento en sí es un género muy peligroso, es muy fácil caer en estructuras repetidas, y volver a contar el mismo cuento, con la misma estructura profunda. Siempre trato de estar atento a eso, de no caer en repeticiones, de no dejar que sea el cuento el que me cuente a mí, sino, de alguna manera, tratar de imponer o de buscar otras posibles estructuras. Lo que pasa es que si uno no intenta eso, enseguida se sabe hacia dónde va la historia. Esto se agota y no le hace bien al género en sí, lo ubica en un lugar de cierta comodidad, y ahí es cuando surgen esos cuentos que salen muy rápido, o que se acomodan a una estructura preexistente. Por eso mismo trato de estar alerta, pero no sé si eso es “escribir en contra”. Sí es evitar pasar por los lugares más recorridos, sobre todo para hacerle más interesante la experiencia al lector. Si siempre sabés cuándo va a venir la próxima curva, si siempre sabés cuándo va a venir determinado monstruo, nunca vas a dejar de acomodar el cuerpo. Ante la realidad, uno trata de darle una forma, que es algo que no tiene: volvemos a lo anterior, el lenguaje no puede dar cuenta de eso siempre amorfo, complejo y contradictorio que es la realidad.