I. Era como 18 de Julio de noche. Pasaban los carteles de Papacito y La Pasiva, y más adelante, el reloj digital. La luz roja del semáforo se expandía en gotas de lluvia sobre el vidrio del ómnibus, alcanzando con sombras la cara del conductor. Una máscara en el espejo retrovisor. La misma geometría en el piso metálico del ómnibus, despacio hacia el Obelisco. Ya no hay nada de mí acá, me repetía. Ni nada que me diferenciara de la que anduvo en bicicleta en un barrio que en otro momento fue mi casa, un mundo que se resiste al virtuosismo. El edificio de la Intendencia, la explanada y el otro local de Papacito, mi cara enterrada en la bufanda, para sólo entonces darme cuenta de que no era 18 de Julio, sino una calle ancha cortando Vancouver de lado a lado.

Creo que en ningún momento vi las torres vidriadas en construcción, ni los autos de lujo con adolescentes asiáticos al volante, ni tampoco los carteles con el kit de naloxona que el gobierno, resignado, les ofrece contra las sobredosis a los usuarios de heroína y fentanilo. Otra de las tantas ironías en un país donde en 2015 se le prescribieron opioides a uno de cada dos canadienses. No te inyectes solo, les dicen ahora. En el hospital St. Paul traen cuerpos inertes, con moretones y agujeros. Oxígeno. Naloxona. Vuelta al round. Yo esperaba turno con el médico por una gripe. Un hombre golpeaba las paredes del baño con la cabeza. Gritaba eufórico y aterrado mientras un adolescente escuálido comía fascinado una magdalena de vainilla mientras recibía suero. Afuera nevaba grueso.

Volví a tomar el mismo ómnibus días después. Número 9, destino Alma. Llovía sobre la nieve, licuando todo. La caminata desde la piscina pública a la parada me había hecho enterrar las botas de goma a cada paso. Piernas blandas después de acurrucarme en la piscina comunal de hidromasajes. Un chino le frotaba la espalda a otro con demasiada fuerza. Los niños chillaban. El ómnibus vino atrasado. Enseguida empezó a equilibrarse sobre la calle jabonosa. Y pasó lo mismo, otra vez, como si bastara tomar el 9 con destino a Alma para que el alma se me fuera de viaje a Montevideo, y el ómnibus avanzara por 18 de Julio y no Broadway, y yo esperara vacía sobre el asiento hasta mi parada.

II. Es de nuevo primavera. Allá quedó el poeta al que no pude leer, bajo la capa de hielo opaca y gruesa de otro lago, el mismo resplandor fresco del invierno en franca retirada. Un año entre aquella caminata y ahora. 8.508 kilómetros en línea recta a través del mismo hemisferio. Ha vuelto el sol, a intervalos impredecibles dentro de la lluvia. Tanto es así, que hasta parece una tomada de pelo cuando los rayos se cuelan entre las nubes. La desolación al contemplar la belleza, después de semanas de agotamiento parco. Brotes. Flores tímidas. Más horas de luz. Alegría genuina, que dudo si contar o no para que no pierda la gracia.

Hubo que tenerle paciencia al frío. Una noche de enero me resbalé sobre un charco de hielo. El callejón era oscuro. Aterricé como un gato torpe sobre los codos, torcida y agotada. Because I am still in love with you, Neil Young in situ, en el país de los vecinos sin brillo de los gringos. Algo así como los argentinos y los uruguayos, salvando las diferencias. Un gringo con un buen plan de salud, como advirtió un amigo riendo. Y bien comedido, se podría agregar, capaz de pedir disculpas por anticipado.

Pero la nieve fue sorprendente e hizo feliz. Cayó del cielo encapotado, bailando entre los pinos de un momento a otro, lluvia que de pronto engordaba, expandida, oscilando entre las cosas. Supo volar, planear sobre el barrio desde las montañas, hielo machacado en el espacio, y detenerse como si nada sobre el borde del balcón, o sobre la pelota que un niño dejó olvidada en la vereda. Gaviotas con la cabeza enterrada entre las plumas y cuervos de frenesí negro. Un hámster minúsculo corría por la ladera congelada. La emoción de ver los árboles cargados con espuma blanca. Cuando no aguantaban más el peso, kilos de nieve se desplomaban desde las ramas.

En diciembre, después de la gran nevada, las ardillas estaban concentradas en acrobacias de pino a pino. La apariencia de silencio se expandía con el frío. Sólo resonaba un saxofón en la colina del parque. Único, oscuro. Venía de adentro de un ciprés donde las ramas formaban un refugio. El carro de supermercado lleno de bolsas estacionado afuera, indicio de hogar improvisado. Y las notas del saxofón subían por entre las ramas. Los cuervos no le prestaban atención. Graznaban. Levanté la cabeza y vi que eran cientos los pájaros negros que salpicaban las ramas tan blancas.

III. Nos mudamos de nuevo. Imposible tener una casa por varios meses en esta ciudad de alquileres astronómicos. Caminé por el apartamento angosto, brillante y pulcro. Abrí la persiana y allá estaba la mujer en el callejón del fondo, al mismo nivel de nuestra ventana, tratando de robarse un sofá abandonado. En un esfuerzo monumental, trató de ponerlo sobre su carro de supermercado, casa en el barrio de los sin casa, pero no logró ni subirlo ni equilibrarlo. Contrariada, dejó el mueble de nuevo en el piso y decidió sentarse sobre las manchas del tapizado, justo abajo del foco de luz. Sólo entonces se dio cuenta de que la estaba mirando. Reculé contra el marco de la ventana y cerré la persiana.

Hace un rato, la fila en la parroquia era de una cuadra. Sopa caliente. Unos tipos se estaban inyectando en la puerta del edificio. En el Downtown Eastside no hay primer mundo ni nada que se le parezca. Hubo sí pueblos originarios a los que les robaron la tierra y los tótems que adornaban las casas. Era un frío poblado de osos, los que están por despertarse ahora. Vivían en este delta de un río ancho, alimentado por el hielo de las montañas cercanas. Muchos chinos llegaron en el siglo XIX como empleados en la construcción del ferrocarril y el oro. Otro gran contingente llegó en los 90 desde Hong Kong, antes de que pasara a manos de China. Para ese entonces, ya había de cada pueblo un paisano. Los ríos, los fiordos, los embalses para ganarle espacio al mar. Hay quien dice que cuando venga el gran terremoto se va a terminar todo, entre temblor y tsunami. Tal vez se lleve los cargueros gigantescos entrando desde el océano, las refinerías sobre las que Justin Trudeau hizo promesas incumplidas, las casas decrépitas de este barrio donde la heroína corre suelta, los restaurantes de lujo minimalista en las torres vidriadas, los campamentos de la Cruz Roja que funcionan las 24 horas atendiendo sobredosis, las propiedades cuyos precios que no paran de subir y los cafés llenos de bocas de bigotes y labios súper rojos tomando capuchinos con forma de corazón. O tal vez no pase nada en la ciudad de las primaveras tardías.